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La razón de los radicales

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No es que los radicales no tengan razón, sino que sus razones no son las de todos. Ni las mayoritarias. Y la convivencia requiere el mayor consenso.

De lo contrario, convivir civilizadamente no es posible. Si un radicalismo, cualquiera, intenta o logra imponerse, estamos en un totalitarismo. La parte pretende dominar al todo.

En algún momento, seguramente, todos hemos sentido la tentación de la radicalidad. De creer, defender y establecer lo que creíamos que era lo mejor. Nuestra razón. Devaluando o ignorando la de los demás.

No era mala intención. Quizás buena o muy buena. Éramos unos beatos de nuestra supuesta bondad, que repartíamos en estampitas de colores. O unos hinchas de nuestra verdad. Beatos o hinchas, con un falso carisma de infalibilidad, socialmente nos comportábamos como unos malvados. Los otros no contaban. Eran los infieles a convertir. Había que predicar la guerra santa.

Los radicalismos son fermento de cambio, ambición de mejora. Con frecuencia, idealismos venerables. En su dialéctica contrapuesta ayudan a avanzar a la sociedad. A sacarla de su enquilosante rutina, de su aburguesamiento, de su charco oliendo a podrido.

Bienvenidos los radicalismos, en su justa medida. En su específica función revolucionaria. Sin salirse de sus límites, que les marcan el sentido común, el respeto a los otros y las reglas democráticas. Su aportación es buena, siempre que no se empeñen en convertirse en malditos ángeles caídos.

Tienen sus razones. Pero a razón es de todos. Algunos merecen estatuas en los templos, otros militantes enfervorecidos de sus causas. No líderes iluminados, convencidos de que los dioses están de su parte.

Los dioses de la verdad –social, política, etc. -, como la suerte o la alegría, se distribuye por barrios. Entre todos hay que hacerlo todo. O intentarlo. No con exclusiones ni imposiciones.

La democracia, la mejor regla de convivencia hasta ahora, es de todos. Cuidado con ponerle adjetivos. Antes se inventó la "orgánica";, ahora se invoca la "radical". Vamos por mal camino. Si es de todos, entre todos hemos de definirla, aceptarla, organizarla y concretarla, sin vacíos legales, en normas jurídicas de obligado cumplimiento.

Las razones radicales pueden hacer su aportación, pero no pueden imponerse a la totalidad. Los "ismos" (cada cual ponga aquí el suyo) llevan en el alma esta tentación. Quieren ser "la razón" de todo y de todos. No entrarán (no merecen entrar) en los reinos de ningún cielo...

La razón de los radicales

Wifredo Espina
jueves, 25 de agosto de 2016, 09:41 h (CET)
No es que los radicales no tengan razón, sino que sus razones no son las de todos. Ni las mayoritarias. Y la convivencia requiere el mayor consenso.

De lo contrario, convivir civilizadamente no es posible. Si un radicalismo, cualquiera, intenta o logra imponerse, estamos en un totalitarismo. La parte pretende dominar al todo.

En algún momento, seguramente, todos hemos sentido la tentación de la radicalidad. De creer, defender y establecer lo que creíamos que era lo mejor. Nuestra razón. Devaluando o ignorando la de los demás.

No era mala intención. Quizás buena o muy buena. Éramos unos beatos de nuestra supuesta bondad, que repartíamos en estampitas de colores. O unos hinchas de nuestra verdad. Beatos o hinchas, con un falso carisma de infalibilidad, socialmente nos comportábamos como unos malvados. Los otros no contaban. Eran los infieles a convertir. Había que predicar la guerra santa.

Los radicalismos son fermento de cambio, ambición de mejora. Con frecuencia, idealismos venerables. En su dialéctica contrapuesta ayudan a avanzar a la sociedad. A sacarla de su enquilosante rutina, de su aburguesamiento, de su charco oliendo a podrido.

Bienvenidos los radicalismos, en su justa medida. En su específica función revolucionaria. Sin salirse de sus límites, que les marcan el sentido común, el respeto a los otros y las reglas democráticas. Su aportación es buena, siempre que no se empeñen en convertirse en malditos ángeles caídos.

Tienen sus razones. Pero a razón es de todos. Algunos merecen estatuas en los templos, otros militantes enfervorecidos de sus causas. No líderes iluminados, convencidos de que los dioses están de su parte.

Los dioses de la verdad –social, política, etc. -, como la suerte o la alegría, se distribuye por barrios. Entre todos hay que hacerlo todo. O intentarlo. No con exclusiones ni imposiciones.

La democracia, la mejor regla de convivencia hasta ahora, es de todos. Cuidado con ponerle adjetivos. Antes se inventó la "orgánica";, ahora se invoca la "radical". Vamos por mal camino. Si es de todos, entre todos hemos de definirla, aceptarla, organizarla y concretarla, sin vacíos legales, en normas jurídicas de obligado cumplimiento.

Las razones radicales pueden hacer su aportación, pero no pueden imponerse a la totalidad. Los "ismos" (cada cual ponga aquí el suyo) llevan en el alma esta tentación. Quieren ser "la razón" de todo y de todos. No entrarán (no merecen entrar) en los reinos de ningún cielo...

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