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Una sociedad y una Iglesia católica mediocres

Jaime Fomperosa, Santander
Lectores
miércoles, 5 de junio de 2024, 08:48 h (CET)

¿Quién podría escuchar sin estupefacción, hermanos míos, el lenguaje que el Salvador empleaba con sus discípulos antes de subir al Cielo, cuando les decía que sus vidas no serían más que una sucesión de lágrimas, cruces y sufrimientos, mientras que las personas mundanas se entregarían y abandonarían a una alegría sin sentido y se reirían como frenéticas? Esto no significa, nos dice San Agustín, que los mundanos, o sea, los malos no tengan también sus penas, ya que las turbaciones y las tristezas son consecuencia de una conciencia criminal, y que un corazón desordenado encuentra su suplicio en su propio desarreglo... Pero pensaréis: no puedo comprender que sea Dios quien nos aflija. Él que es la Bondad misma y que nos ama infinitamente. Entonces preguntadme también si es posible que un buen padre castigue a su hijo o que un médico les recete un medicamento amargo a sus enfermos. 


¿Os parecería más acertado dejar que aquel hijo viviera en el libertinaje, en lugar de castigarle para que emprendiera el camino de la salvación y conducirlo al Cielo? ¿Creéis que un médico obraría mejor si dejara morir a su paciente, por temor a darle medicinas amargas? ¡Oh, qué ciegos somos si razonamos de ese modo! Es necesario que Dios nos castigue, de lo contrario, no estaríamos entre el número de sus hijos; pues el mismo Jesucristo nos dice que el Cielo sólo será dado a los que sufren y luchan hasta la muerte. ¿Juzgáis, hermanos míos, que no dice la verdad? Entonces examinad la vida que han llevado los santos; observad el camino que siguieron: en el momento que dejaban de sufrir, se sentían perdidos y abandonados por Dios.


(San Juan Bautista Vianney, el "Santo Cura de Ars". Fragmento del Sermón sobre las aflicciones. Publicado en la Revista Heraldos del Evangelio, Agosto 2017.)

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