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Con el paso del tiempo el padre y la madre van ejerciendo su rol

Elena, el abuelo y los años

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Elena es mi nieta; el abuelo soy yo; y los años, ese tiempo que inexorablemente se acumula sobre las personas. Ustedes no la pueden ver -no sea que la jefa de la tropa de irreverentes pueda escandalizarse-, pero la fotografía en la que Elena posa sus labios en mí cuando ella tenía un añito de edad, es, tal vez, la imagen más tierna de todas las acumuladas en el disco duro de mi ordenador.

Como mañana es su onomástica deseo felicitarla, y en ella a todas aquellas niñas y mujeres que lleven su nombre, y a todos los abuelos que ejercen como tales, o al menos lo intentan; tarea nada fácil porque la osamenta ya no está en plena forma y la lumbalgia asoma con sus irresistibles deseo de molestar a más de uno y una.

Los abuelos, también las abuelas, a esa inocente edad de sus nietos se convierten en sus auténticos juguetes y viceversa, aunque en menor medida. Cuentos e historietas van ocupando un lugar en los pequeños cerebros para llenárselos de pajaritos en prevención que más tarde lleguen otros para que sean los buitres los que revoloteen por su cabecitas; y así, tal vez los nietos y nietas, sepan, cuando llegue el momento, diferenciar los buitres de los pajaritos.

Sin embargo, con el paso del tiempo el padre y la madre van ejerciendo su rol, y una palabra, un consejo, una orden, un beso de viene y va, comienza a colocar a cada miembro de la familia en su lugar correspondiente, es entonces cuando el abuelo pasa para los nietos a un segundo plano, pues el primero, como debe ser, lo ocupan sus progenitores.

Cuando ocurre este hecho, que siempre ocurre, es cuando los pajaritos que colocaron con esmero comienzan a revolotear por el interior de los nietos a posar su vuelo en sus momentos cruciales.

El abuelo ha dejado de ejercer aquel rol de narrador del cuento de “el caballo blanco” y comienza, oh Dios, si tiene tiempo y sabe, a explicar a Elena lo que es un quebrado o una división de decimales, no digamos ya la pura filosofía.

A veces, el tiempo se debía detener.

Elena, el abuelo y los años

Con el paso del tiempo el padre y la madre van ejerciendo su rol
José García Pérez
jueves, 18 de agosto de 2016, 09:32 h (CET)
Elena es mi nieta; el abuelo soy yo; y los años, ese tiempo que inexorablemente se acumula sobre las personas. Ustedes no la pueden ver -no sea que la jefa de la tropa de irreverentes pueda escandalizarse-, pero la fotografía en la que Elena posa sus labios en mí cuando ella tenía un añito de edad, es, tal vez, la imagen más tierna de todas las acumuladas en el disco duro de mi ordenador.

Como mañana es su onomástica deseo felicitarla, y en ella a todas aquellas niñas y mujeres que lleven su nombre, y a todos los abuelos que ejercen como tales, o al menos lo intentan; tarea nada fácil porque la osamenta ya no está en plena forma y la lumbalgia asoma con sus irresistibles deseo de molestar a más de uno y una.

Los abuelos, también las abuelas, a esa inocente edad de sus nietos se convierten en sus auténticos juguetes y viceversa, aunque en menor medida. Cuentos e historietas van ocupando un lugar en los pequeños cerebros para llenárselos de pajaritos en prevención que más tarde lleguen otros para que sean los buitres los que revoloteen por su cabecitas; y así, tal vez los nietos y nietas, sepan, cuando llegue el momento, diferenciar los buitres de los pajaritos.

Sin embargo, con el paso del tiempo el padre y la madre van ejerciendo su rol, y una palabra, un consejo, una orden, un beso de viene y va, comienza a colocar a cada miembro de la familia en su lugar correspondiente, es entonces cuando el abuelo pasa para los nietos a un segundo plano, pues el primero, como debe ser, lo ocupan sus progenitores.

Cuando ocurre este hecho, que siempre ocurre, es cuando los pajaritos que colocaron con esmero comienzan a revolotear por el interior de los nietos a posar su vuelo en sus momentos cruciales.

El abuelo ha dejado de ejercer aquel rol de narrador del cuento de “el caballo blanco” y comienza, oh Dios, si tiene tiempo y sabe, a explicar a Elena lo que es un quebrado o una división de decimales, no digamos ya la pura filosofía.

A veces, el tiempo se debía detener.

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