El pasado 29 de noviembre tuvo lugar el acto solemne de la XV legislatura de la democracia española, en la que, como es preceptivo, quien ostenta la presidencia del Congreso de los Diputados realizó su discurso oficial.
Se esperaba de este discurso lo mismo que de aquellos que le habían precedido: gravedad, seriedad y neutralidad. Sin embargo, la presidenta optó por un engolado y hueco discurso político-ideológico de apoyo al anterior Gobierno y sus políticas e, implícitamente, al actual, presidido por la misma persona.
Acudió la presidenta frecuentemente a citas como argumento de autoridad, lo que —salvo en caso de trabajos científicos—, a menudo, es prueba de falta de convicción, de entidad o un intento de disimular falacias discursivas. Entre ellas, mencionó la presidenta unas palabras del poeta Joan Margarit: “comprender es entender desde hace mucho tiempo, el tiempo suficiente para que lo que se ha entendido ya no sea exterior, sino que forme parte de uno mismo, del propio carácter. Comprender es un entender que ya no podrá desentenderse nunca”. Pues bien, parece que la señora Armengol, a juzgar por su discurso, no ha comprendido, pues, lejos de entender que, desde hace mucho tiempo, España es una nación histórica, lo que forma parte de sí misma, de su carácter conciliador, es que “la “España real” está “formada por gentes y pueblos distintos, que, a partir del reconocimiento de su diversidad, tiene ahora una nueva oportunidad para avanzar.” Luego, a pesar de mencionar a Alfonso IX como germen del parlamentarismo patrio (1188) y a Manuel Marín como cita de autoridad (“la Constitución fue, es y será siempre nuestro punto de encuentro”, en la que se reconoce que España es una nación indivisible de ciudadanos libres e iguales), parece que su comprensión es otra: la de que el futuro de España es desentenderse de lo que fue.
En la misma línea, nos dejó la presidenta una serie de perlas —majóricas, no hay que exagerar— dignas de ser resaltadas. Por ejemplo, dijo que “tenemos que conservar nuestra democracia” y que la “espina dorsal de la democracia es el parlamentarismo”, que sirve para “defender el control público de los poderes”. Yo he debido estar equivocado hasta hoy, porque creía que lo esencial de una democracia era la libertad de los ciudadanos y su igualdad de oportunidades y ante la ley, garantizadas por la separación de poderes; pero, ahora, descubro en sus palabras que hay un poder (el parlamento) cuya razón de ser es controlar a todos los demás. Supongo que, por eso, se intenta colonizar por todos los medios el poder judicial —con métodos entre los que se encuentran las comisiones de investigación a la labor de los jueces—, la señora presidenta nombra a un nuevo Letrado Mayor hace escasas fechas, favorable a las tesis del Gobierno, o decide qué expresiones pueden aparecer o desaparecer del Diario de Sesiones, cuando la oposición realiza su labor de control al Gobierno, que, según dio a entender, es ruido y polarización contrarios a la convivencia.
Valoró políticamente la presidenta la situación en Oriente Medio, cuando se refirió a “un conflicto entre Israel y Palestina”. Es de suponer que se expresó en estos términos para favorecer el debate, el entendimiento, el diálogo y la convivencia, a las que tanto aludió en su discurso. No obstante, se le olvidó un detalle: el conflicto es entre un Estado democrático, el de Israel, y una organización terrorista que asesinó a más del mil de sus ciudadanos, amén de secuestrar a varios cientos de ellos. Y habló, con palabras de su conmilitón, António Guterres, de partes en “un conflicto armado” e hizo suyo su discurso político al determinar que “el alto el fuego debe ser definitivo” y que “la única arma, el diálogo”, se entiende, entre un Estado y un grupo terrorista.
Defendió expresa e innecesariamente (los números dieron; ¿no es lo que cuenta?) la legitimidad del nuevo Gobierno, si es esto lo que de verdad se pretendía. A no ser que lo que persiguieran sus palabras, indirectamente, fuera deslegitimar a la oposición. Pero, lo dudo: no creo que ella, ni remotamente, piense que sea la oposición la que se dedica a “distorsionar la realidad o cuestionar importantes valores democráticos desde la opacidad de la disputa”. Por cierto, nunca me había planteado que disputa y opacidad fueran sinónimos, que discrepar fuera algo turbio y oscuro. Es más, si fuera opaca, me parece, la disputa pasaría desapercibida; la opacidad, más bien, convendría, creo yo, a los acuerdos, los pactos y las alianzas poco confesables.
En su infatigable defensa del debate, afirmó que es “el medio adecuado para determinar el interés general, el bien común y la verdad compartida”. Desconocía, lo reconozco, que el bien común y el interés general vinieran determinados por el debate y que la verdad lo es si es compartida. Yo pensaba que la verdad no es lo que se acuerda, sino lo que es, lo real, que el bien común no se diseña desde arriba, sino que se asienta en la igualdad, la libertad y la legalidad y que el interés general debe ser el bien común. Pero, posiblemente, estuviera equivocado, pues parece ser que España es algo “que hemos empezado a dibujar en un parlamento que ya habla en las distintas lenguas oficiales”. Así que se ha de suponer que España no era, al menos, plenamente legítima antes del dibujo del actual parlamento y que, gracias a él, dejamos de tener una única lengua oficial y tres cooficiales para pasar a tener, de momento, cuatro oficiales.
“Debate, diálogo, escucha activa y respeto, estas son nuestras herramientas, y este es el lugar idóneo para usarlas”. Pues sí, ciertamente; pero, ¿por qué entonces se sacan de este lugar y se llevan a un despacho en Bruselas o a Ginebra?
Sí, hay que debatir, consensuar, acordar…; pero como lo esboza políticamente la presidenta del Congreso: “ampliando derechos, aumentando pensiones y salarios, generando más y mejor ocupación en un contexto de modernización y digitalización de nuestra economía” y “debemos combatir el cambio climático con políticas responsables, liderando, como ya estamos haciendo, la implantación de energías renovables e impulsando la transformación de nuestra industria, para que sea más limpia y moderna”. Y es que no hay que olvidar que las “medidas históricas que nos han llevado a ser el país que hoy somos” fueron, casi en su práctica totalidad, según parece, obra del PSOE, muy especialmente del dirigido por Pedro Sánchez (salvo la supresión del servicio militar obligatorio). Por tanto, se comprende, que debatir, consensuar y acordar han de ser una modalidad de la adhesión a las políticas que ya se estaban aplicando por el Gobierno precedente, que presidía el mismo que lo hace en esta que comienza, pues “esta es la verdadera política útil y la única huella que debemos dejar en nuestra sociedad”. No hacerlo, se comprende, supondría disputar, y eso, como afirmó, significaría “la crispación, la polarización y el ruido”, que socavan los valores democráticos. Creo que abogó (no sé; estoy confuso) por un Parlamento más, por algo así como un Parlamento Junior, pues exhortó a sus señorías de esta guisa: “impliquemos a los y las jóvenes, a las niñas y los niños, para que decidan sobre los asuntos que afectan a su presente y a su futuro”. Y, si es así, me pregunto, ¿para qué queremos a los padres y a las instituciones educativas?
En fin, el discurso concluyó como empezó, confundiendo la solemnidad con la grandilocuencia bobalicona de los sitios comunes: con una supuesta paráfrasis de Cicerón, que, más bien, parece un remiendo hecho con retales de la primera y la quinta Filípicas (“parafraseando a Cicerón en aquella Filípica”), suponiendo, claro está, que se trate de alguna de las catorce conservadas; aunque no es descartable que la Mesa del Congreso, en colaboración con el Ministerio de la Presidencia, haya dado con aquellas de las que se tiene conocimiento por referencias en otras obras (si es este el caso, perdón por el comentario).
De todos modos, dado el contexto, quizá, habría sido conveniente un poco más de sobriedad, como la que muestra la siguiente cita de la primera Filípica (dirigida a Marco Antonio, dada su sed de poder), si la señora presidenta no tuviera esa acusada tendencia de equiparar la neutralidad con la exaltación de las políticas de los suyos como única vía democrático-convivencial: “Mucho más temo que ignorando tú el verdadero camino de la gloria, juzgues glorioso poder más que todos y prefieras el temor al amor de tus conciudadanos. Si, en efecto, piensas así, desconoces completamente la vía de la gloria. Ésta consiste en ser un ciudadano amado, benemérito de la república, alabado, respetado, querido; ser temido e inspirar aborrecimiento es cosa detestable, odiosa, estéril y perecedera”.
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