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Película del mexicano Alejandro González Iñárritu

Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades

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En el español la palabra “bardo” acepta al menos uno de tres significados. El más usado, de origen celta, que atañe al personaje de un poeta al estilo del trovador medieval, que transmite leyendas o cuentos con información salpicada de mitología, aprovechando las posibilidades estéticas de la lengua. El segundo, de uso casi exclusivo en Argentina, hace referencia a una situación de desorden o caos, como cuando hay una conglomeración de tráfico o gente; y el último, más oculto y de mucho menos extensión coloquial, hace referencia, según la tradición y la filosofía metafísica del budismo, a un entre-estado, es decir una condición de realidad transitoria, en donde hay una previa y una posterior, pero que están ligadas y que se afectan una a otra. En dicha cultura, es casi inmediata la relación de la palabra “bardo” con el entre-estado posterior a la muerte y previo al renacimiento.


La película Bardo del mexicano Alejandro G. Iñárritu, fluye justamente entre estas tres acepciones a la palabra que en español lleva por título. La historia parece ser tan simple como la de un periodista mexicano que, viviendo exiliado con su familia en los Estados Unidos, ha alcanzado la cumbre de su carrera como documentalista. En su regreso a México parece reencontrarse no solo con su cultura, sino con el conflicto entre ésta y la vida que le ha ofrecido a su familia y que el mismo ha llevado en el extranjero. El choque de la identidad como concepto y la verdadera naturaleza de la pertenencia, así como de su manera de interpretar dichos conceptos y de cómo trasladarlos a su familia y amigos, parecen ser el curso narrativo de la cinta. Ese, sin embargo, es un juicio simplista y poco comprometido, ya que en realidad eso es solo el punto de partida para explotar el concepto de bardo.


Silverio parece cursar por una crisis de la identidad y de sentido de la existencia y la pertenencia en la cuesta abajo de su vida, sin embargo, en medio de dicha crisis, resulta ser un verdadero poeta lector de historias mitologizadas. Tal como el trovador medieval, que cantaba las grandes derrotas a los dragones, lo vemos cantar ante un norteamericano, con orgullo y un dejo de grandilocuencia, el mito de los niños héroes defendiendo el castillo de Chapultepec, mientras se despliega en pantalla una representación de la brutal masacre que sufrieron los jóvenes cadetes por enemigos extranjeros. De la misma forma que lo vemos discutiendo con Hernán Cortés su rol como ejemplo de la brutal conquista que acabó con la cultura mexica, lo vemos defendiendo como un romántico trovador ante su hijo, la contrastante realidad de los migrantes y, cantando las glorias de una cultura mexicana, más romántica que real.


La vorágine de eventos transcurre de una forma tan caótica como la indescriptible transmutación de espacios, lugares y personas que en momento son parte de los documentales de Silvano, y luego son fragmentos de una intimidad casi tan aburrida como un desayuno o la interminable secuencia del baile en la fiesta. Los eventos que estallan en pantalla aparentan ser una desesperada búsqueda de cohesión entre todo aquello que el autor quiere decir, sin embargo, no es hasta que se ingresa en la dimensión trascendente del concepto de bardo, que todo se deposita en su lugar. Así como el lodo de un lago se deposita en el fondo una vez que se deja de agitar el agua, el caos narrativo que los argentinos llaman bardo, se transforma en agua transparente en manos del cineasta y por vía de la mente de Silvano.


La construcción narrativa de la obra, evoca al análisis episódico de que se realiza en el diván, cuando se busca desentrañar los misterios de lo ya vivido y las secuelas que han quedado. Cada secuencia reconstruye momentos con una cámara que no retrata las escenas, sino que explora los espacios, buscando en los rincones detalles a veces innecesarios, a veces de gran relevancia, pero que le ayuden a Silvano a desanudar las madejas experienciales, y a extraer hilos de significado y trascendencia que lo conduzcan por el bardo. Desde las primeras secuencias, el espectador se traslada a un punto casi subjetivo de la historia, en donde el protagonista es retratado como él mismo se percibe en cada episodio, integrando su propia visión de lo vivido y dotando de dimensiones más afectivas que reales a quienes lo rodean, como en el emotivo encuentro con su padre.


Incluso para G. Iñárritu, la obra resulta en una chocante falta de linealidad y coherencia de secuencias, que solo cobra sentido una vez que se tiene el panorama completo, el cineasta demanda que el espectador vaya coleccionando señales vinculatorias como los comentarios de los documentales de silvano, los ajolotes, el metro de L.A., la canción que silbaba su padre, y un sinfín más, para que sea el mismo espectador quien vaya tejiendo ese bardo trascendente junto con Silvano. Si bien G. Iñárritu aprovecha cada secuencia para autorreferenciar su vivencia como un inmigrante y la resignificación de su identidad mexicana desde la historia y por vía de su propia reinterpretación, no es ese el fin último de la obra. Su fin último es justamente dejar de narrar historias y pasar a experimentar vidas, dejar las palabras y pasar a las emociones, quizás por eso Silvano habla sin mover la boca en múltiples escenas.


La película Bardo no es una ficción narrativa ni tampoco la representación formal de un mensaje. Las más de dos horas de la obra, presentan el tejido afectivo y mental de un hombre en tránsito, en el proceso de de construir nudos emocionales para poder caminar sin la carga de aquello que no es esencial, y así, la posibilidad de emprender el vuelo a la siguiente etapa habiéndose desapegado de aquello que no se puede llevar.


Consideraciones Finales:


Recientemente, la película EL BARDO, la falsa crónica de unas cuantas verdades fue galardonada con los Arieles por parte de la Academia Mexicana de Cinematografía, misma que fue dirigida el prestigiado cineasta Alejandro González Iñarritu y en calidad de actor estelar actor hispanomexicano Daniel Giménez Cacho, a quién tuve la oportunidad de conocer personalmente en una exposición de arte a cargo de su esposa Maya Goded, se ha asegurado que "resulta ridículo decir que España tiene que pedir perdón a México por la conquista" sin lugar a dudas que no les asiste la razón y que es muy extemporáneo y maniqueo tratar abrir heridas y de vengar afrentas pasadas en contraste con la inteligencia que vino exiliada de la guerra civil española a mediados del siglo XX, esa sí fue la verdadera conquista cultural de México en contraste de aquellos ex presidiarios que acompañaban a los conquistadores en el siglo XV, que carecían no solo de visión, sino que su afán de avasallamiento y la búsqueda del oro fue bárbara y muy rudimentaria.


El Bardo nos muestra la hiperrealidad con capacidad autocrítica que hay que desmitificar el falso patrioterismo que se exhiben por parte de nuestros compatriotas cada 16 de Septiembre, registrándose en la también en ese espíritu festivo de la independencia propio de la comunidad hispana y mexicana avecindada en la principales ciudades de USA, es natural que ellos busquen refugiarse hacia algún símbolo mítico de identidad y de memoria no solo histórica sino prehispánica pero de eso a apostar a convertirse en patriotas express y/o ligth  por la mitificación de la “tierra prometida” con el American dream y a su vez enajenados con la borrachera en fuga por la verdadera realidad del minimalismo mexicano como la atomización del protectorado transfronterizo sin romper el cordón umbilical de la condición neocolonial de traspatio de USA ; existe una gran distancia con el nacionalismo surrealista y autocrítico sin ídolos de pies de barro, más bien ello raya no solo en el patrioterismo hecho rompecabezas sino en el chovinismo, que excluye las posibilidades contemporáneas que ofrece la interculturalidad y la transculturalidad fincada en los incesantes procesos migratorios del siglo XXI.


Considero que las generalizaciones y estigmatizaciones son absurdas, que ni todos los mexicanos son malos, ni todos los españoles son buenos, ni todos los mexicanos son buenos ni todos los españoles son malos, hay que desmitificar las perspectivas y expectativas históricas, desterrando prejuicios, traumas y complejos y visualizar el futuro sin satanizar el pasado.


Con Bardo resurgen de la Amnesia histórica: los símbolos transparentes y oníricos que nos remiten al tiempo cíclico en la obra del Laberinto de la soledad de Octavio Paz, de una realidad en estado de tránsito y la afanosa búsqueda de los mexicanos de lo sagrado para esconder sus miedos y sus traumas colectivos, como el miedo a la soledad y el miedo a la libertad con el reto de vencer a la muerte mediante la fiesta para nacer de nuevo, del crepúsculo al amanecer.

Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades

Película del mexicano Alejandro González Iñárritu
Óscar Padilla Lobato
sábado, 23 de septiembre de 2023, 11:24 h (CET)

En el español la palabra “bardo” acepta al menos uno de tres significados. El más usado, de origen celta, que atañe al personaje de un poeta al estilo del trovador medieval, que transmite leyendas o cuentos con información salpicada de mitología, aprovechando las posibilidades estéticas de la lengua. El segundo, de uso casi exclusivo en Argentina, hace referencia a una situación de desorden o caos, como cuando hay una conglomeración de tráfico o gente; y el último, más oculto y de mucho menos extensión coloquial, hace referencia, según la tradición y la filosofía metafísica del budismo, a un entre-estado, es decir una condición de realidad transitoria, en donde hay una previa y una posterior, pero que están ligadas y que se afectan una a otra. En dicha cultura, es casi inmediata la relación de la palabra “bardo” con el entre-estado posterior a la muerte y previo al renacimiento.


La película Bardo del mexicano Alejandro G. Iñárritu, fluye justamente entre estas tres acepciones a la palabra que en español lleva por título. La historia parece ser tan simple como la de un periodista mexicano que, viviendo exiliado con su familia en los Estados Unidos, ha alcanzado la cumbre de su carrera como documentalista. En su regreso a México parece reencontrarse no solo con su cultura, sino con el conflicto entre ésta y la vida que le ha ofrecido a su familia y que el mismo ha llevado en el extranjero. El choque de la identidad como concepto y la verdadera naturaleza de la pertenencia, así como de su manera de interpretar dichos conceptos y de cómo trasladarlos a su familia y amigos, parecen ser el curso narrativo de la cinta. Ese, sin embargo, es un juicio simplista y poco comprometido, ya que en realidad eso es solo el punto de partida para explotar el concepto de bardo.


Silverio parece cursar por una crisis de la identidad y de sentido de la existencia y la pertenencia en la cuesta abajo de su vida, sin embargo, en medio de dicha crisis, resulta ser un verdadero poeta lector de historias mitologizadas. Tal como el trovador medieval, que cantaba las grandes derrotas a los dragones, lo vemos cantar ante un norteamericano, con orgullo y un dejo de grandilocuencia, el mito de los niños héroes defendiendo el castillo de Chapultepec, mientras se despliega en pantalla una representación de la brutal masacre que sufrieron los jóvenes cadetes por enemigos extranjeros. De la misma forma que lo vemos discutiendo con Hernán Cortés su rol como ejemplo de la brutal conquista que acabó con la cultura mexica, lo vemos defendiendo como un romántico trovador ante su hijo, la contrastante realidad de los migrantes y, cantando las glorias de una cultura mexicana, más romántica que real.


La vorágine de eventos transcurre de una forma tan caótica como la indescriptible transmutación de espacios, lugares y personas que en momento son parte de los documentales de Silvano, y luego son fragmentos de una intimidad casi tan aburrida como un desayuno o la interminable secuencia del baile en la fiesta. Los eventos que estallan en pantalla aparentan ser una desesperada búsqueda de cohesión entre todo aquello que el autor quiere decir, sin embargo, no es hasta que se ingresa en la dimensión trascendente del concepto de bardo, que todo se deposita en su lugar. Así como el lodo de un lago se deposita en el fondo una vez que se deja de agitar el agua, el caos narrativo que los argentinos llaman bardo, se transforma en agua transparente en manos del cineasta y por vía de la mente de Silvano.


La construcción narrativa de la obra, evoca al análisis episódico de que se realiza en el diván, cuando se busca desentrañar los misterios de lo ya vivido y las secuelas que han quedado. Cada secuencia reconstruye momentos con una cámara que no retrata las escenas, sino que explora los espacios, buscando en los rincones detalles a veces innecesarios, a veces de gran relevancia, pero que le ayuden a Silvano a desanudar las madejas experienciales, y a extraer hilos de significado y trascendencia que lo conduzcan por el bardo. Desde las primeras secuencias, el espectador se traslada a un punto casi subjetivo de la historia, en donde el protagonista es retratado como él mismo se percibe en cada episodio, integrando su propia visión de lo vivido y dotando de dimensiones más afectivas que reales a quienes lo rodean, como en el emotivo encuentro con su padre.


Incluso para G. Iñárritu, la obra resulta en una chocante falta de linealidad y coherencia de secuencias, que solo cobra sentido una vez que se tiene el panorama completo, el cineasta demanda que el espectador vaya coleccionando señales vinculatorias como los comentarios de los documentales de silvano, los ajolotes, el metro de L.A., la canción que silbaba su padre, y un sinfín más, para que sea el mismo espectador quien vaya tejiendo ese bardo trascendente junto con Silvano. Si bien G. Iñárritu aprovecha cada secuencia para autorreferenciar su vivencia como un inmigrante y la resignificación de su identidad mexicana desde la historia y por vía de su propia reinterpretación, no es ese el fin último de la obra. Su fin último es justamente dejar de narrar historias y pasar a experimentar vidas, dejar las palabras y pasar a las emociones, quizás por eso Silvano habla sin mover la boca en múltiples escenas.


La película Bardo no es una ficción narrativa ni tampoco la representación formal de un mensaje. Las más de dos horas de la obra, presentan el tejido afectivo y mental de un hombre en tránsito, en el proceso de de construir nudos emocionales para poder caminar sin la carga de aquello que no es esencial, y así, la posibilidad de emprender el vuelo a la siguiente etapa habiéndose desapegado de aquello que no se puede llevar.


Consideraciones Finales:


Recientemente, la película EL BARDO, la falsa crónica de unas cuantas verdades fue galardonada con los Arieles por parte de la Academia Mexicana de Cinematografía, misma que fue dirigida el prestigiado cineasta Alejandro González Iñarritu y en calidad de actor estelar actor hispanomexicano Daniel Giménez Cacho, a quién tuve la oportunidad de conocer personalmente en una exposición de arte a cargo de su esposa Maya Goded, se ha asegurado que "resulta ridículo decir que España tiene que pedir perdón a México por la conquista" sin lugar a dudas que no les asiste la razón y que es muy extemporáneo y maniqueo tratar abrir heridas y de vengar afrentas pasadas en contraste con la inteligencia que vino exiliada de la guerra civil española a mediados del siglo XX, esa sí fue la verdadera conquista cultural de México en contraste de aquellos ex presidiarios que acompañaban a los conquistadores en el siglo XV, que carecían no solo de visión, sino que su afán de avasallamiento y la búsqueda del oro fue bárbara y muy rudimentaria.


El Bardo nos muestra la hiperrealidad con capacidad autocrítica que hay que desmitificar el falso patrioterismo que se exhiben por parte de nuestros compatriotas cada 16 de Septiembre, registrándose en la también en ese espíritu festivo de la independencia propio de la comunidad hispana y mexicana avecindada en la principales ciudades de USA, es natural que ellos busquen refugiarse hacia algún símbolo mítico de identidad y de memoria no solo histórica sino prehispánica pero de eso a apostar a convertirse en patriotas express y/o ligth  por la mitificación de la “tierra prometida” con el American dream y a su vez enajenados con la borrachera en fuga por la verdadera realidad del minimalismo mexicano como la atomización del protectorado transfronterizo sin romper el cordón umbilical de la condición neocolonial de traspatio de USA ; existe una gran distancia con el nacionalismo surrealista y autocrítico sin ídolos de pies de barro, más bien ello raya no solo en el patrioterismo hecho rompecabezas sino en el chovinismo, que excluye las posibilidades contemporáneas que ofrece la interculturalidad y la transculturalidad fincada en los incesantes procesos migratorios del siglo XXI.


Considero que las generalizaciones y estigmatizaciones son absurdas, que ni todos los mexicanos son malos, ni todos los españoles son buenos, ni todos los mexicanos son buenos ni todos los españoles son malos, hay que desmitificar las perspectivas y expectativas históricas, desterrando prejuicios, traumas y complejos y visualizar el futuro sin satanizar el pasado.


Con Bardo resurgen de la Amnesia histórica: los símbolos transparentes y oníricos que nos remiten al tiempo cíclico en la obra del Laberinto de la soledad de Octavio Paz, de una realidad en estado de tránsito y la afanosa búsqueda de los mexicanos de lo sagrado para esconder sus miedos y sus traumas colectivos, como el miedo a la soledad y el miedo a la libertad con el reto de vencer a la muerte mediante la fiesta para nacer de nuevo, del crepúsculo al amanecer.

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