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La banalidad del mal

Recordamos Lacombe Lucien (1974), uno de los títulos más polémicos de Louis Malle
Ricardo Pérez
lunes, 25 de abril de 2016, 00:01 h (CET)
1944, Segunda Guerra Mundial. Al sudoeste de la Francia ocupada, un joven campesino llamado Lucien Lacombe (Pierre Blaise), tras no ser admitido en la Resistencia por el cabecilla local, entra a formar parte, casi por casualidad, de la policía alemana.

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En su libro Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal (1963), la filósofa alemana de origen judío Hannah Arendt, acuñó el concepto de banalidad del mal para referirse, y hasta cierto punto “justificar”, a los crímenes perpetrados por determinados individuos, casi siempre pertenecientes a la escala burocrática (como el propio Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS nazis), en tiempos del Holocausto. Para Arendt, las acciones de Eichmann, y por ende de otros muchos como él, no eran fruto de una crueldad sádica inherente a su naturaleza, sino de la simple ejecución de unas órdenes que no se cuestionaban por no considerarse extrañas a la cotidianidad del contexto en cuestión. Esto llevaría a personas aparentemente normales, sin ningún tipo de rasgo traumático o de psicopatía, a cometer actos execrables, como la tortura o el asesinato de sus congéneres, sin tener una conciencia culpable por ello. Lacombe Lucien, del gran cineasta francés Louis Malle, coautor del guión junto con el Premio Nobel de Literatura Patrick Modiano, plasma de un modo seco, sin pretensiones, pero del todo brillante, la teoría de Arendt a través de la historia de un joven campesino que, en tiempos de la ocupación, se integra en la policía alemana.

La película causó controversia en el momento de su estreno, al suponer una revisión sin tabúes de uno de los segmentos más turbios de la historia contemporánea de Francia: el período de la ocupación nazi. Por todos es sabido que fueron muchos los ciudadanos franceses que colaboraron con las autoridades alemanas durante esa época (de la misma manera que muchos españoles colaboraron con los franceses durante su ocupación de España a principios del siglo XIX); sin embargo, este hecho, irrefutable, trató de ocultarse, quizá debido a cierto sentimiento de vergüenza, en los años posteriores a la finalización de la guerra. El cine de Hollywood, y lo que es peor, la propia cinematografía gala, fueron asimismo cómplices de ese oscurantismo histórico, presentando en sus filmes a un pueblo francés oprimido y cohesionado frente al invasor alemán. Tuvo que llegar Louis Malle para mostrar a los espectadores del mundo que la realidad no había sido del todo así. Y lo hizo sin emitir juicios. Sin revanchismos ni afán por rendir cuentas, optando por una exposición lo más objetiva (y fría) posible de los hechos.

Lacombe Lucien se abre con la presentación del personaje principal (el malogrado Pierre Blasie, actor no profesional que moriría un año después del estreno de la película en un accidente de tráfico), un joven campesino, bruto y analfabeto, sin conciencia política ni ideológica, que trabaja como limpiador en un hospicio de monjas. Su padre está prisionero en Alemania, mientras que su madre se acuesta con el tipo al que sirve. Durante los primeros minutos de metraje, Malle retrata con naturalismo la vida rural. Al poco de ser rechazado por el profesor de la escuela, cabecilla local de la Resistencia, que lo considera demasiado joven como para entrar a formar parte de los maquis, Lucien entra en contacto por casualidad con los colaboracionistas del municipio, una pandilla de matones que por su aspecto recuerdan a los gánsteres norteamericanos, a quienes se une básicamente porque le proporcionan un mejor estatus social. Ese nuevo estatus, mucho más desahogado, del que disfruta a partir de ahora, permite a Lucien entrar en contacto con Albert Horn (Holger Löwenadler), un famoso y desencantado sastre judío procedente de París, que ahora vive escondido junto con su vieja madre, y su hermosa hija France (Aurore Clément), quien pronto despierta el interés amoroso del joven Lacombe.

La dirección de Malle resulta soberbia, madura, utilizando con frecuencia la cámara de mano para dotar a su historia de un realismo cuasi documental. La sequedad argumental y técnica, no impide que encontremos en Lacombe Lucien momentos ciertamente hermosos, en verdad poéticos, como los que se dan ya en el tramo final de la cinta, con motivo de la fuga edénica que protagonizan Lucien y France. El gran Tonino Delli Colli, colaborador de autores como Pasolini, Leone o Fellini, es el responsable de la magnífica fotografía que luce el filme.

Lacombe Lucien es, sin duda y para concluir, uno de los trabajos imprescindibles de la carrera de Louis Malle. Su ambiguo discurso sobre la condición humana no ha perdido ni un solo ápice de vigencia. Más bien al contrario, sigue desconcertando y fascinando a partes iguales.

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