Salgo del bus y entro en la montaña. Me sacudo la rutina que me consolida y me cubro de la ventura que me consume. En el momento en el que piso el suelo, pasa mi corazón a volar. La Cascada de las Divinas, en el valle de Izas, pacientemente nos espera. La sumisa primavera se reclina sobre la rebelde vegetación. El travieso viento tiene ganas de bromas y, sin pedir permiso, agarra de las orejas a algunas hojas del suelo y juega con el pelo del personal presente. En fin, paciencia.
Cruzamos el puente sobre el río Aragón que, con frialdad nos mira, pasa y hacia Canfranc se aleja con viento fresco. Giramos a la izquierda y, por pasillos entre columnas, arcos ojivales y de medio punto hechos de arbustos, nos internamos en una inmensa mezquita labrada de hojas platerescas sus paredes.
El Coll de Ladrones estira el cuello, nos hace señales desde su colina y nos dice:”! ¡Aquí, aquí!” Después de despedirnos de él, por la GR-11 que se yergue como una sierpe, por la Canal de Izas trepamos. De repente, salimos de la mezquita arbórea y de cabeza, nos zambullimos en el vientre de un verde valle y nos hacemos unos largos en un río con destellos de plata. Con ojos como platos caminamos por el seno de gigantescas montañas que, vertiginosamente, a uno y otro lado se alzan. Flores de diferentes especies, pájaros de variados cantos, mariposas de diversos colores, marmotas de agudos gritos y todo tipo de insectos nos dan la mano hasta que llegamos a la flamígera cascada de Las Divinas y allí nos plantamos.
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