A lo largo de estos días las redes sociales, ese nuevo territorio donde se libra la batalla de las ideas, esos nuevos cafés abiertos 24 horas, se han teñido con los colores de la bandera gala en solidaridad con las víctimas de los salvajes atentados de París. Hasta ahí todo muy normal, pues va en nuestro mapa genético el mostrar piedad, simpatía y empatía por quienes pertenecen a nuestra misma especie, sea cual sea su origen étnico, su religión, su ideario político o el color de su piel u ojos.
El problema es que, como siempre que ocurren estas cosas, hay algún grupo de lúcidos moralistas dispuestos a sacar los colores a los perversos occidentales en nombre de la más absoluta de las justicias y del buenismo más estúpido y rancio. Son aquellos que nos recuerdan que, poco antes de la masacre en la capital gala, otro atentado segó la vida de decenas de personas al otro lado del Mediterráneo, en la capital del Líbano.
Quienes apuestan por recordarlo tildando a los ciudadanos europeos, y occidentales en general, de injustos por nuestro doble rasero son los mismos que no terminan de ver que en Occidente, quizás gracias a esa libertad de prensa que en otros lugares del globo no tiene cabida y con la que algunos quieren acabar, estamos más que acostumbrados a que las explosiones y los disparos resuenen allende nuestras seguras fronteras.
La costumbre. Es la costumbre lo que ha hecho que en todo el mundo termine por asociarse a los países musulmanes con la guerra, el dolor, la destrucción y la barbarie. Por eso nadie se toma la molestia de compartir negros crespones prendidos de banderas orientales. Porque sería constante, entonces, el recuerdo. Porque tendríamos que llorar continuamente la muerte de ciudadanos que, inocentes o no, viven más allá del mar. Sólo cuando el fragor del odio golpea nuestra paz, una paz septuagenaria ya, sentimos el dolor. Hacerlo de otro modo sería tan absurdo como vestir el más riguroso de los lutos por cada ser humano que muere como si de un ser querido se tratara.
Existe, no obstante, un segundo grupo menos numeroso pero más peligroso entre la fauna occidental: el formado por quienes justifican, aunque condenan al mismo tiempo, estos actos de barbarie.
El caso más llamativo es, tal vez, el del actual sumo pontífice. Ese revolucionario santo padre que justificó el atentado contra la revista Charlie Hebdo como una lógica reacción a la libertad de expresión. Ese revolucionario al que tantos adoran como a un mesías y que no ha venido sino a someternos nuevamente como a un rebaño de niños desvalidos, y mejor ni balar.
Pero el Papa no está solo. Tiene legión. Una legión de loros que, quizás con la misma capacidad de reflexión que han demostrado los pertenecientes a ese primer grupo del que antes hablaba, para quienes el mundo entero entra en una semiosfera grotescamente ampliada a base de buenismo acrítico, se dedican a repetir a diestra y siniestra que la intervención de Occidente, de Francia en particular, en los países musulmanes, especialmente en Siria, es el origen de las desdichas que hoy vive nuestro hermano galo. ¡Y qué bien les queda el discurso a los que antes pedían la intervención occidental en la guerra! Pero Francia libra en Siria una guerra en nombre de todo Occidente. Y eso es de agradecer.
Sin embargo, el terror islamista no es reciente, ni hunde sus raíces en la guerra siria, ni en la libanesa, ni en la de Iraq o Afganistán, ni en las árabe-israelíes. No. La yihad contra los valores occidentales de libertad, igualdad y fraternidad, que por cierto nos fueron dados por esa Francia que hoy vuelve a ser bastión y símbolo de lucha y resistencia contra la opresión, viene de muy atrás. Es una guerra abierta y sucia en la que, si no espabilamos pronto, tenemos todas las de perder. Pero una guerra que parece todavía lejana, por la costumbre. Porque al final es todo costumbre. Tendremos que empezar a acostumbrarnos a tenerla a la puerta de casa. Pero al final es todo costumbre. Es la costumbre, estúpido.
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