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(Imitando a Quevedo)
Érase un hombre a su ego atado,
érase un malandrín sin sentimientos,
érase un fabricante de harapientos,
érase un traidor desequilibrado.
Érase un mentiroso encorsetado,
érase un individuo sin talento,
érase un rufián con mucho cuento,
era el delito personificado.
Érase un catetocabeza huera,
érase un jactancioso presumido,
espejo del mal, y de chulos era;
érase un comunista camuflado,
un plagiador de tesis y de libros
por cuya fechoría no ha pagado.
A quienes estamos convencidos de la iniquidad intrínseca de Sánchez, no nos va a confundir la supuesta “carta de amor” de este cateto personaje a su Begoña amada, redactada de su “puño y letra” (con sus tradicionales errores y faltas gramaticales) y exceso de egolatría.
Recuerdo con nostalgia la época en la que uno terminaba sus estudios universitarios y metía de lleno la cabeza en el mundo laboral. Ya no había marchas atrás. Se terminaron para siempre esos años de universitario, nunca más ya repetibles. Las conversaciones sobre cultura, sobre política, sobre música. Los exámenes, los espacios de relajamiento en la pradera de césped recién cortado que rodeaba la Facultad, los vinos en Argüelles, las copas en Malasaña...
Tras su inicial construcción provisional, el Muro de Berlín acabó por convertirse en una pared de hormigón de entre 3,5 y 4 metros de altura, reforzado en su interior por cables de acero para así acrecentar su firmeza. Se organizó, asimismo, la denominada "franja de la muerte", formada por un foso, una alambrada, una carretera, sistemas de alarma, armas automáticas, torres de vigilancia y patrullas acompañadas por perros las 24 horas del día.
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