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Óscar Arce Ruiz

Sión

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A finales del siglo XIX, Theodor Herzl seguía creyendo en los ideales de asimilación de la población judía que había promovido la Haskalà.

El movimiento ilustrado hebraico pretendía la disolución de las diferencias que hacían de una persona, un judío residente en tal o cual país. Entre las medidas recomendaba la integración social en las sociedades respectivas, dejando su inclinación religiosa en la esfera privada.

Pero el creciente sentimiento contrario a las comunidades judías, acaso en complicidad con el nacionalismo europeo que emanaba del romanticismo, dejó de dirigirse hacia la religión y se centró en el puro hecho de ser descendiente de David.

A partir de este momento se conoce el rechazo al pueblo judío con el nombre de ‘antisemitismo’ (aunque los pueblos semíticos no acaban en el pueblo de Israel). En este contexto se desarrolló el movimiento que se conoce como ‘sionismo’.

La emergencia de las democracias europeas permitieron que el antisemitismo se encauzara por medio de formaciones políticas tan lícitas como cualquier otra. Es, por ejemplo, lo que pasó en la Alemania de Hitler. Por eso, poco antes del auge nazi en Alemania, las migraciones de judíos a Palestina crecieron en número.

Con el final de la segunda gran guerra, Europa y todo occidente se sintió oficialmente en deuda con el pueblo judío. Por eso se celebró una Asamblea General de las Naciones Unidas en la que se acordó la partición del territorio de Palestina y se atorgó al pueblo judaico la sección norte y a las comunidades árabes las tierras del sur.

Al poco tiempo de volver a la tierra prometida, el pueblo de Israel adquirió los malos hábitos de los estados modernos. Entre ellos, los de la marginación de las minorías que todos los estados profesan.

La cuestión es que nadie se esperaba que un pueblo siempre sometido y vejado cayese en los vicios occidentales y por eso siempre se prioriza el conflicto Israel – Palestina sobre otros conflictos más y menos violentos.

Lo que quiero decir (sin que esto sirva para justificar la violencia israelí) es que Israel tiene los mismos problemas con sus minorías que el resto de estados, ni más ni menos. Quizás sea por su pasado oprimido, pero le exigimos una excelencia que no se encuentra ni en nuestras sólidas democracias europeas.

Sión

Óscar Arce Ruiz
Óscar Arce
sábado, 2 de febrero de 2008, 22:23 h (CET)
A finales del siglo XIX, Theodor Herzl seguía creyendo en los ideales de asimilación de la población judía que había promovido la Haskalà.

El movimiento ilustrado hebraico pretendía la disolución de las diferencias que hacían de una persona, un judío residente en tal o cual país. Entre las medidas recomendaba la integración social en las sociedades respectivas, dejando su inclinación religiosa en la esfera privada.

Pero el creciente sentimiento contrario a las comunidades judías, acaso en complicidad con el nacionalismo europeo que emanaba del romanticismo, dejó de dirigirse hacia la religión y se centró en el puro hecho de ser descendiente de David.

A partir de este momento se conoce el rechazo al pueblo judío con el nombre de ‘antisemitismo’ (aunque los pueblos semíticos no acaban en el pueblo de Israel). En este contexto se desarrolló el movimiento que se conoce como ‘sionismo’.

La emergencia de las democracias europeas permitieron que el antisemitismo se encauzara por medio de formaciones políticas tan lícitas como cualquier otra. Es, por ejemplo, lo que pasó en la Alemania de Hitler. Por eso, poco antes del auge nazi en Alemania, las migraciones de judíos a Palestina crecieron en número.

Con el final de la segunda gran guerra, Europa y todo occidente se sintió oficialmente en deuda con el pueblo judío. Por eso se celebró una Asamblea General de las Naciones Unidas en la que se acordó la partición del territorio de Palestina y se atorgó al pueblo judaico la sección norte y a las comunidades árabes las tierras del sur.

Al poco tiempo de volver a la tierra prometida, el pueblo de Israel adquirió los malos hábitos de los estados modernos. Entre ellos, los de la marginación de las minorías que todos los estados profesan.

La cuestión es que nadie se esperaba que un pueblo siempre sometido y vejado cayese en los vicios occidentales y por eso siempre se prioriza el conflicto Israel – Palestina sobre otros conflictos más y menos violentos.

Lo que quiero decir (sin que esto sirva para justificar la violencia israelí) es que Israel tiene los mismos problemas con sus minorías que el resto de estados, ni más ni menos. Quizás sea por su pasado oprimido, pero le exigimos una excelencia que no se encuentra ni en nuestras sólidas democracias europeas.

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Estamos fuertemente imbuidos, cada uno en lo suyo, de que somos algo consistente. Por eso alardeamos de un cuerpo, o al menos, lo notamos como propio. Al pensar, somos testigos de esa presencia particular e insustituible. Nos situamos como un estandarte expuesto a la vista de la comunidad y accesible a sus artefactos exploradores.

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