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‘Los girasoles ciegos’, de Alberto Méndez: la belleza de la tristeza

Herme Cerezo
Herme Cerezo
sábado, 8 de diciembre de 2007, 18:22 h (CET)
Era un domingo de agosto. Comencé a escribir esta reseña cuando la tarde de Benicàssim sospechaba que pronto se transformaría en noche, cuando abajo, en la playa, un tipo curioso, un remedo de detector de minas o de zahorí, con gorrita de béisbol sobre el cráneo, auriculares en los oídos, mochila a la espalda y un tubo largo con final redondo y plano, dibujando movimientos circulares, ora a izquierda, ora a derecha, peinaba sin cesar la arena junto a la orilla en busca de algo. ¿De qué? De todo un poco: monedas, llaves o joyas olvidadas por los bañistas. Sin duda el de la gorrita se gana la vida así. A aquellas horas el cielo ya había adquirido el mismo tono gris de las nubes. Amenazaba lluvia, tormenta quizá. Fue justo entonces cuando la sinfonía de matices inyectó en mi mente unas cuantas ideas, algo similar a eso que los libros de mercadotecnia denominan brainstorming, sobre ‘Los girasoles ciegos’ de Alberto Méndez, el libro que terminaba de leer.

Recomendado por Pepe Barrio, amigo de toda la vida y profesor de filología hispánica en uno de tantos institutos que pueblan la Comunidad Valenciana, me tragué en un pispás este pequeño volumen, del que se han vendido ya quince ediciones y que ha sido Premio de la Crítica y Premio Nacional de Narrativa. Un libro, por cierto, de difícil clasificación. No me atrevo a llamarlo de relatos, no me atrevo a llamarlo novela, aunque esta segunda acepción se acerque un poco más a la realidad. Consta de cuatro capítulos que son otras tantas historias individualizadas y claramente definidas: ‘Primera derrota: 1939 o Si el corazón pensara dejaría de latir’; ‘Segunda derrota: 1940 o Manuscrito encontrado en el olvido’; ‘Tercera derrota: 1941 o El idioma de los muertos’ y ‘Cuarta derrota: 1942 o Los girasoles ciegos’. De este último, que da título al libro, la próxima semana comenzará el rodaje de su versión cinematográfica dirigida por José Luis Cuerda.

Entrando ya en materia, cada una de estas historias tiene la suficiente entidad y autonomía como para leerse sola. Son relatos con principio y fin, si bien el segundo observa una pequeña continuación en el cuarto y el primero en el tercero. Pero son nexos de unión relativos, detalles secundarios, aspectos complementarios de los capítulos que ya hemos leído. Y todos tienen como denominador común la Guerra Civil y la Posguerra, temas ambos, Guerra y Posguerra que parecen condenados a no terminar nunca. Es más, creo que están por venir todavía varios centenares de libros, de historia y de ficción, que traten sobre el tema. Me enterrarán a mí y a otros muchos más de los que fuimos criados con las secuelas de julio de 1936 y el asunto todavía coleará. Ya lo creo. Cuando el cazador olfatea la presa, la sigue hasta cobrarla. Y eso hacen los escritores: agotar el filón. Pero no me quiero desviar de mi propósito, porque lo que a ustedes, lectores virtuales, les puede interesar es que les hablen de ‘Los girasoles ciegos’. Y así les diré que sí, que como ya he dicho trata de la Guerra, pero más que de la Guerra del horror que el acontecimiento bélico provocó en las personas y en sus familias. Del horror y sus secuelas.

Después de iniciar mi andadura por las páginas de ‘Los girasoles ciegos’, me formulé algunas preguntas directamente derivadas de lo que el autor iba narrando: ¿es posible crear belleza de la tristeza y de la tragedia? ¿Es posible hacer literatura de todo ello? Y la respuesta es clara: sí, es posible: una belleza triste, una belleza trágica. Al menos, Alberto Méndez (Madrid, 1941-2004) lo consiguió, demostrando además un dominio de la técnica narrativa más que sobresaliente y transmitiendo al lector lo que se propone, en el grado justo, ni más ni menos, y con una importante economía de medios. Desgraciadamente, el escritor madrileño falleció apenas once meses después de ver publicada su obra.

La primera historia es para mí la más novedosa porque plantea una situación extraña, paradójica y muy original, aunque la originalidad aquí se paga con la propia vida. Un oficial del ejército sublevado, unas horas antes de que se proclame la derrota de las tropas republicanas, ya saben: "En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo ...", etcétera, etcétera, y la victoria de las tropas de Franco, ya saben también: "La guerra ha terminado", este oficial, digo, decide pasarse al bando republicano y entregarse. Imagínense la paradoja, la contradicción, la situación conflictiva, rayana en el surrealismo que ello conlleva, cuando el ejército sublevado entra en Madrid y se encuentra con un oficial de sus propias filas en el interior de un calabozo del enemigo, tras desertar del ejército vencedor.

La segunda es la transcripción en un cuadernillo de lo que aconteció en un cabaña perdida entre las montañas de Asturias y León, donde fueron hallados el cadáver de un adulto y el de un niño. Historia de resistentes, de hombres tirados ‘pal monte’, de maquis. Una realidad dura, inhumana, tremenda, cierta ... Y triste, muy triste.

El tercer capítulo narra la estancia de un presidiario, futuro condenado a muerte, en la madrileña cárcel de Porlier, quien consigue prolongar su vida gracias a sus habilidades desplegadas en los sucesivos interrogatorios a los que es sometido, dosificando la información, unas veces real, otras inventada, que posee sobre el hijo muerto de uno de los miembros del tribunal que le está juzgando.

El cuarto y último es la peripecia de uno de tantos escondidos, un topo, que consiguieron salvar el pellejo llevando una existencia inexistente, plena de sobresaltos, anonimato y miedo, mucho miedo. Narrada mediante un juego de voces que gira alrededor del eje principal, el escondido, la acción no se detiene sino que avanza debidamente, sin solapes ni repetición de escenas, excepto referencias imprescindibles para que el capítulo llegue a buen puerto. Buen puerto, aunque no feliz precisamente.

Como se observa, las cuatro historias tienen como protagonistas a personajes del bando perdedor: los republicanos vencidos. Sin duda resulta más sencillo cebarse en los desgraciados, en los despojos de la guerra, en los maltratados que en los vencedores. Las desdichas son más aptas para la creación, poseen mejores cualidades literarias. Las historias de los sublevados interesan menos, aunque durante algún tiempo también sufrieran los horrores de la Guerra Civil, una guerra que, también es cierto, ellos mismos propiciaron, instrumentaron e iniciaron.

Al culminar la lectura de ‘Los girasoles ciegos’, cerré los ojos para reflexionar y mi gesto se tornó serio y grisáceo como las nubes que aquella tarde de domingo terminaron por cubrir la línea del mar que contemplaba desde donde escribí esto. Y amargura fue la primera palabra que me vino a la mente entonces. Amargura.

Y ya acabo. Leer ‘Los girasoles ciegos’ es un ejercicio lector casi obligatorio, imprescindible, vaya. La Guerra Civil y la Posguerra alcanzan aquí timbres literarios a los que no estamos acostumbrados. No son sólo historias reales o escuchadas por el autor, indudablemente verosímiles, son relatos espléndidamente contados por Alberto Méndez. Y para muestra un botón, un fragmento: "Bajo un aire tibio, transparente como un aroma, Madrid nocheaba en un silencio melancólico alterado sólo por el estallido apagado de los obuses cayendo sobre la ciudad con una cadencia litúrgica, no bélica".

Nada, que el amigo Pepe Barrio sigue teniendo buen ojo para esto de la literatura. Siempre lo tuvo. Ya lo creo.
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‘Los girasoles ciegos’, de Alberto Méndez. Editorial Anagrama, 2004. Precio: 12 euros. 155 páginas.

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