Lo que quieres decirle a tu jefe, se va perdiendo. Se va perdiendo un poquito la primera vez que apagas el despertador. Otro poquito la segunda. La tercera. Se va perdiendo cuando avanzas por el pasillo hacia el baño. Cuando tiras de la cadena, cuando coges el cepillo de dientes. Cada vez que lo mueves hacia arriba y hacia abajo en tu boca. Cuando escupes la pasta y ves cómo se va por el sumidero.
Lo mismo pasa con el amor. Que se va perdiendo, poquito a poco. Cada vez que llega tarde del trabajo. Cada vez que le suena el móvil y cuelga e inmediatamente después baja la basura con el móvil en la mano. Cada vez que lo ves sentado en el retrete. Cada vez que folláis como lo haría una tuerca y un tornillo. Cada vez que pasa todo esto y ya casi no duele.
Lo mismo pasa con la dignidad, que se va perdiendo. Cada vez que un Gobierno sospechoso se compara con Cáritas. Cada vez que sale un patriota con dinero en Suiza. Cada vez que se aprueba una ley para amordazarnos. Cada vez que quitan a un juez. Cada vez que abres un periódico.
Lo mismo pasa con las ambiciones. Las ambiciones se van perdiendo cada vez que, entre copa y copa que sirves, caes en que tienes dos carreras. Cada vez que te metes en la web de idealista.com y ves que solo puedes alquilarte una habitación. Cada vez que entras en InfoJobs y haces scroll hasta el apartado donde pone «Salario». Cada vez que abres el buzón y ves mirándote, desde el fondo, un aviso.
Aunque respecto a estas últimas debe puntualizarse algo: no todas las personas permiten perderlas. Hay personas de voluntad férrea que mantienen sus ambiciones hasta las últimas consecuencias, fijándose alcanzarlas vaya por delante lo que sea. Entonces se atrincheran en su cabina y estrellan un montón de vidas contra el suelo. Googlea: «Rajoy».