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Aquí, en Algaso, mientras el mundo siga siendo (in)mundo, siempre habrá algún Abundio

Ángel Sáez
Ángel Sáez
sábado, 16 de junio de 2007, 10:33 h (CET)
“Es un axioma que aquél a quien todos conceden el segundo lugar tiene méritos indudables para ocupar el primero”. Jonathan Swift

(Ruego encarecidamente que me disculpen los dos santos que comparten gracia con el susodicho –para más escarnio, españoles-, mártires, que –con 570 años de diferencia- murieron degollados, porque, desde aquí, este aparte, arranque de la presente urdidura o, sencillamente, Algaso, ciudad bañada por el Ebro, desde la que trenzo estos renglones torcidos, doy muestras –acaso apócrifas e/o insuficientes- de mi evidente veneración por ambos.)

O mucho marro o me temo que, para servidor (mero, en su cacho somero; en su cacho hondo, cachondo), Abundio, protagonista o deuteragonista de otro “Heautontimorumenos” (aunque éste, el mío, tal vez, no sea más que un burdo plagio del de Meandro o, en su defecto, parodia o esperpento del de Terencio), es tan severo consigo mismo como con los demás. Y es que, en todos los ámbitos y órdenes de la vida, en todos los estamentos sociales, en todas las profesiones y, amén de en Algaso, en el resto de las ciudades, pueblos y aldeas de España (y quien dice España quiere decir el ancho y diverso universo, el orbe entero), a todas las horas del día y de la noche, mientras el mundo fue, es y/o siga siendo (in)mundo, siempre hubo, hay y habrá algún Abundio, aunque su nombre de pila fuera, es o sea otro, que vino, viene o vendrá a darnos o pena o pánico.

Abundio, persona reputada por sus congéneres, gente con mente abierta, alerta y despierta, experta, perita o versada en fraseología española, ente o espécimen arquetípico de la absurdidad y la idiocia o sandez humanas, “quien vendió el coche para comprar gasolina”, “quien fue a vendimiar y se llevó de postre uva/s”, quien se jactaba entre sus amigos (y entre quienes no lo eran) de tener, además de talante, talento (y se las prometía muy felices), al haber abierto una casa de izas, rabizas y colipoterras tristes en el edificio anejo, quiero decir, a la vera verdadera de la Casa Consistorial o encima del mismo Ayuntamiento, tiene más cociente intelectual que buena parte de los badulaques o botarates, que pululan por doquier, y la inmensa mayoría de los mamarrachos o mequetrefes, que uno puede encontrar y hasta toparse y tropezarse por cualesquiera calles o plazas de esta extensa piel de toro puesta a secar al sol, que durante los últimos días ha vuelto a calentar lo suyo, y que, a pesar de los avatares, los dimes y los diretes, algunos no hemos dejado de llamar por su nombre, España.

¿Pero este tío (que lo es, en verdad, de siete sobrinos) o tipo de quién/es o de qué diantres o dídimos nos habla?, se habrá preguntado, quizá, usted, desocupado lector. Le contestaré parafraseando a John Donne. La estupidez de todo semejante me afecta, porque el abajo firmante y rubricante también forma parte de la Humanidad; por eso, no me interrogue por qué, sino por quién/es llevo puestas las orejas de burro. No me importa reconocer que las porto por todos los Abundios que en el mundo fueron, son y serán, entre otros, por usted y por mí o por nos(otros). Y es que servidor aglutina o semeja una galaxia de “alteregos”, heterónimos, seudónimos, sosias y trasuntos varios, o sea, que tiene la culpa de que haya algún Abundio más en la lista o relación de los tales. Quien logró cazar al vuelo o pescar sin anzuelo in illo témpore aquella verdad que, si la memoria no me juega ahora una mala pasada, aireaba que “sólo alcanza la certeza quien, calzando zancos, zapatos o zuecos para acrecentar la ventaja propia, los cede o enajena para atenuar el retraso ajeno”, en lugar de haberse quedado en los fuegos artificiales de las aliteraciones y los retruécanos o juegos de palabras, debería haber puesto más ahínco en las bondades de lo precipuo, esto es, más veces ese pensamiento altruista, decente, docente (quiero decir, ejemplarizante) y solidario en marcha y en práctica.

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