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“La generosidad humana es un reflejo del amor de Dios”. Cieri Estrada Doménico

​¡Cuídate!

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Es evidente que nos encontramos en tiempo de tribulaciones. La raza humana, aunque nos parezca mentira, se enfrenta una vez más a una situación en la que es la propia naturaleza la que la está poniendo a prueba. En esta ocasión no son las decisiones equivocadas de los hombres las que han desencadenado una de estas situaciones en las que los humanos se matan los unos a los otros, en las que una nación se impone por la fuerza a otras o en la que los intereses materiales de grupos económicos, lobbies industriales o monopolios excluyentes, ponen en situación de dependencia, desventaja u opresión a las clases menos favorecidas de la sociedad. Estamos, una vez más, ante uno de estos desafíos ante los cuales la raza humana demuestra su debilidad, su impotencia y su falta de ideas para luchar contra un enemigo diminuto, invisible, extraordinariamente contagioso y peligrosamente letal; que ha irrumpido con fuerza en las naciones de oriente y, con la misma rapidez de un rayo se ha ido propalando por el resto del mundo.

En ocasiones, los hombres nos creemos los reyes de la naturaleza. Estamos convencidos de que podemos acometer cualquier gesta que nos propongamos emprender y nuestra temeridad, autosuficiencia, orgullo o pedantería hacen que nos sigamos creyendo que somos capaces de sustituir la labor del Creador (para aquellos que son creyentes y creen en el más allá) o las reglas físicas que rigen el Universo y su evolución (para aquellos otros, ateos o agnósticos, que sólo creen en la ciencia y en sus reglas inmutables). De tanto en tanto, la Providencia o el Destino, se ocupan de recordarnos que la humanidad sólo es una pequeña mota, invisible, en la inmensidad del material estelar proyectado por el big-bang y que, cuando la naturaleza se despierta, la Tierra se convulsiona o las enfermedades se desatan con violencia en forma de pandemias, es el momento en que se demuestra lo inermes que nos encontramos los humanos para defendernos de sus efectos y el alto precio que debemos pagar en vidas, antes de que consigamos el antídoto adecuado para controlar las consecuencias morbosas de la dolencia.

Sin embargo, es precisamente en estos momentos de desesperación, de grandes adversidades o de catástrofes naturales de graves consecuencias cuando aparece este fuego interno, este espíritu ignorado que llevamos dentro y que, súbitamente, sin aviso previo ni necesidad de invocarlo, surge espontáneo para mostrarse con naturalidad, como un sentimiento solidario de hermanamiento, de complicidad con las personas con las que habitualmente nos relacionamos o, incluso, con aquella gente que apenas conocemos, pero hacia la que, en cierta manera nos sentimos unidos, simplemente por compartir como conciudadanos unos períodos de angustia colectiva, unas tribulaciones comunes o unas penurias compartidas.

Recuerdo haber observado las mismas reacciones cuando de pequeño, a mis 6 años de edad, durante los primeros momentos de la Guerra Civil de 1936, veía como mis padres se relacionaban, se reunían para compartir momentos de incertidumbre y creaban amistad con muchos vecinos con los que anteriormente apenas se saludaban, pero que la solidaridad de pertenecer a un mismo bando, el interés por seguir las vicisitudes de la contienda y compartir el miedo de los refugios a los que todos acudíamos cuando la aviación enemiga incursionaba para bombardear la ciudad, unían en una fraternal convivencia, como consecuencia de tener unos problemas comunes, unas preocupaciones similares y unos miedos que, nadie expresaba públicamente, pero que todos sabían que eran compartidos por cada uno de ellos.

Y yo diría que, en estos días de incertidumbre, cuando todos en nuestro interior pensamos que podemos estar expuestos al contagio de este virus que sabemos que mata; cuando añoramos aquella vida normal y rutinaria, aquellos hábitos y pequeños placeres con los que nos sentíamos satisfechos, compartíamos horas de tertulia con los amigos de siempre y nos reíamos con las bromas, muchas veces improvisadas e intrascendentes, con las que nos divertíamos; aquellos lazos de amistad, aquellas reuniones de cada mañana, aquellos pequeños recorridos por las calles del pueblo parece que, repentinamente, se han convertido en lo que más añoramos, en lo que soñamos que sería el mayor placer el poder disfrutar de nuevo. De pronto, el encierro al que voluntariamente nos hemos obligado; la estrechez del despacho desde donde escribimos y enviamos nuestros intrascendentes comentarios; los límites del jardín que rodea nuestra vivienda y los sonidos de los pájaros que anidan en los árboles; todo ello se nos antoja como si estuviéramos recluidos en una prisión a la que este maldito coronavirus nos tiene condenados.

Las pocas veces en las que nos vemos obligados a salir a la calle para recoger medicinas, avituallarse o visitar el cajero automático del banco observas, la soledad de los espacios públicos, la tristeza del entorno, las persianas metálicas de los comercios cerrados, las colas de ciudadanos que, apenas sin saludarse y manteniendo una distancia considerable entre sí, hacen colas ante panaderías o farmacias esperando, con cierta preocupación y provistos de mascarillas, que les llegue la vez para hacer la compra y luego irse deprisa a sus casas, para recluirse de nuevo en ellas como si fueran fieras enjauladas.

Pero, por encima de todo ello, aun estando en un estado de semi-catalepsia mental, convertidos en robots que se mueven simplemente a impulsos automáticos, todavía somos capaces de dar muestras de nuestros sentimientos, de aquellos impulsos de amistad, del aprecio que sentimos por el resto de personas con las que, las mismas necesidades imprescindibles para la subsistencia nos hacen relacionar o con aquellos amigos con los que, fortuitamente, te encuentras en la calle, apenas reconocibles detrás de sus caretas, para que después de las frases que, imprescindiblemente, debas formular para concluir la compra o la corta conversación que mantengas con ellos, añadir a la frase con la que, habitualmente, te suelas despedir una sola palabra, una expresión que, en sí, abarca todo un cúmulo de buenos deseos y un sentimiento de cercanía hacia aquella persona a quien la diriges: ¡cuídate!

¡Ojalá que, quienes tienen el encargo de luchar contra esta pandemia, dejen de intentar esquivar acusaciones de irresponsabilidad, recobren el sentido común, admitan que para esta lucha en la que estamos comprometidos para evitar la enfermedad la unidad, la colaboración, el apoyo de los científicos, el renunciar a los intentos de sacar beneficio político de la situación, el pretender descargar las culpas en aquellos que no las tienen y la evidente necesidad de establecer una tregua entre todas las formaciones políticas para que todas a una, sin distinción ni diversidad de ideas, colaboren en conseguir la mejor solución, la más efectiva y rápida, la que tenga menor coste en vidas humanas y la que permita que, este país, pueda recobrar cuanto antes la normalidad sanitaria, económica, social y, finalmente, la política aunque, esto no priva que se puedan demandar las responsabilidades pertinentes, a quienes las tuvieren, por los retardos, errores y negligencias que, en el enfoque de la lucha contra la pandemia del Colvid19, pudieren haberse cometido. Y ahora un aforismos latino: “Principiis obsta: sero medicina paratur cum mala per longas convalure moras”

​¡Cuídate!

“La generosidad humana es un reflejo del amor de Dios”. Cieri Estrada Doménico
Miguel Massanet
sábado, 28 de marzo de 2020, 09:34 h (CET)

Es evidente que nos encontramos en tiempo de tribulaciones. La raza humana, aunque nos parezca mentira, se enfrenta una vez más a una situación en la que es la propia naturaleza la que la está poniendo a prueba. En esta ocasión no son las decisiones equivocadas de los hombres las que han desencadenado una de estas situaciones en las que los humanos se matan los unos a los otros, en las que una nación se impone por la fuerza a otras o en la que los intereses materiales de grupos económicos, lobbies industriales o monopolios excluyentes, ponen en situación de dependencia, desventaja u opresión a las clases menos favorecidas de la sociedad. Estamos, una vez más, ante uno de estos desafíos ante los cuales la raza humana demuestra su debilidad, su impotencia y su falta de ideas para luchar contra un enemigo diminuto, invisible, extraordinariamente contagioso y peligrosamente letal; que ha irrumpido con fuerza en las naciones de oriente y, con la misma rapidez de un rayo se ha ido propalando por el resto del mundo.

En ocasiones, los hombres nos creemos los reyes de la naturaleza. Estamos convencidos de que podemos acometer cualquier gesta que nos propongamos emprender y nuestra temeridad, autosuficiencia, orgullo o pedantería hacen que nos sigamos creyendo que somos capaces de sustituir la labor del Creador (para aquellos que son creyentes y creen en el más allá) o las reglas físicas que rigen el Universo y su evolución (para aquellos otros, ateos o agnósticos, que sólo creen en la ciencia y en sus reglas inmutables). De tanto en tanto, la Providencia o el Destino, se ocupan de recordarnos que la humanidad sólo es una pequeña mota, invisible, en la inmensidad del material estelar proyectado por el big-bang y que, cuando la naturaleza se despierta, la Tierra se convulsiona o las enfermedades se desatan con violencia en forma de pandemias, es el momento en que se demuestra lo inermes que nos encontramos los humanos para defendernos de sus efectos y el alto precio que debemos pagar en vidas, antes de que consigamos el antídoto adecuado para controlar las consecuencias morbosas de la dolencia.

Sin embargo, es precisamente en estos momentos de desesperación, de grandes adversidades o de catástrofes naturales de graves consecuencias cuando aparece este fuego interno, este espíritu ignorado que llevamos dentro y que, súbitamente, sin aviso previo ni necesidad de invocarlo, surge espontáneo para mostrarse con naturalidad, como un sentimiento solidario de hermanamiento, de complicidad con las personas con las que habitualmente nos relacionamos o, incluso, con aquella gente que apenas conocemos, pero hacia la que, en cierta manera nos sentimos unidos, simplemente por compartir como conciudadanos unos períodos de angustia colectiva, unas tribulaciones comunes o unas penurias compartidas.

Recuerdo haber observado las mismas reacciones cuando de pequeño, a mis 6 años de edad, durante los primeros momentos de la Guerra Civil de 1936, veía como mis padres se relacionaban, se reunían para compartir momentos de incertidumbre y creaban amistad con muchos vecinos con los que anteriormente apenas se saludaban, pero que la solidaridad de pertenecer a un mismo bando, el interés por seguir las vicisitudes de la contienda y compartir el miedo de los refugios a los que todos acudíamos cuando la aviación enemiga incursionaba para bombardear la ciudad, unían en una fraternal convivencia, como consecuencia de tener unos problemas comunes, unas preocupaciones similares y unos miedos que, nadie expresaba públicamente, pero que todos sabían que eran compartidos por cada uno de ellos.

Y yo diría que, en estos días de incertidumbre, cuando todos en nuestro interior pensamos que podemos estar expuestos al contagio de este virus que sabemos que mata; cuando añoramos aquella vida normal y rutinaria, aquellos hábitos y pequeños placeres con los que nos sentíamos satisfechos, compartíamos horas de tertulia con los amigos de siempre y nos reíamos con las bromas, muchas veces improvisadas e intrascendentes, con las que nos divertíamos; aquellos lazos de amistad, aquellas reuniones de cada mañana, aquellos pequeños recorridos por las calles del pueblo parece que, repentinamente, se han convertido en lo que más añoramos, en lo que soñamos que sería el mayor placer el poder disfrutar de nuevo. De pronto, el encierro al que voluntariamente nos hemos obligado; la estrechez del despacho desde donde escribimos y enviamos nuestros intrascendentes comentarios; los límites del jardín que rodea nuestra vivienda y los sonidos de los pájaros que anidan en los árboles; todo ello se nos antoja como si estuviéramos recluidos en una prisión a la que este maldito coronavirus nos tiene condenados.

Las pocas veces en las que nos vemos obligados a salir a la calle para recoger medicinas, avituallarse o visitar el cajero automático del banco observas, la soledad de los espacios públicos, la tristeza del entorno, las persianas metálicas de los comercios cerrados, las colas de ciudadanos que, apenas sin saludarse y manteniendo una distancia considerable entre sí, hacen colas ante panaderías o farmacias esperando, con cierta preocupación y provistos de mascarillas, que les llegue la vez para hacer la compra y luego irse deprisa a sus casas, para recluirse de nuevo en ellas como si fueran fieras enjauladas.

Pero, por encima de todo ello, aun estando en un estado de semi-catalepsia mental, convertidos en robots que se mueven simplemente a impulsos automáticos, todavía somos capaces de dar muestras de nuestros sentimientos, de aquellos impulsos de amistad, del aprecio que sentimos por el resto de personas con las que, las mismas necesidades imprescindibles para la subsistencia nos hacen relacionar o con aquellos amigos con los que, fortuitamente, te encuentras en la calle, apenas reconocibles detrás de sus caretas, para que después de las frases que, imprescindiblemente, debas formular para concluir la compra o la corta conversación que mantengas con ellos, añadir a la frase con la que, habitualmente, te suelas despedir una sola palabra, una expresión que, en sí, abarca todo un cúmulo de buenos deseos y un sentimiento de cercanía hacia aquella persona a quien la diriges: ¡cuídate!

¡Ojalá que, quienes tienen el encargo de luchar contra esta pandemia, dejen de intentar esquivar acusaciones de irresponsabilidad, recobren el sentido común, admitan que para esta lucha en la que estamos comprometidos para evitar la enfermedad la unidad, la colaboración, el apoyo de los científicos, el renunciar a los intentos de sacar beneficio político de la situación, el pretender descargar las culpas en aquellos que no las tienen y la evidente necesidad de establecer una tregua entre todas las formaciones políticas para que todas a una, sin distinción ni diversidad de ideas, colaboren en conseguir la mejor solución, la más efectiva y rápida, la que tenga menor coste en vidas humanas y la que permita que, este país, pueda recobrar cuanto antes la normalidad sanitaria, económica, social y, finalmente, la política aunque, esto no priva que se puedan demandar las responsabilidades pertinentes, a quienes las tuvieren, por los retardos, errores y negligencias que, en el enfoque de la lucha contra la pandemia del Colvid19, pudieren haberse cometido. Y ahora un aforismos latino: “Principiis obsta: sero medicina paratur cum mala per longas convalure moras”

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Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre un aspecto de la vida actual que parece extremadamente novedoso por sus avances agigantados en el mundo de la tecnología, pero cuyo planteo persiste desde Platón hasta nuestros días, a saber, la realidad virtual inmiscuida hasta el tuétano en nuestra cotidianidad y la posibilidad de que llegue el día en que no podamos distinguir entre "lo real" y "lo virtual".

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Pienso que habrá cada vez más Cat Cafés y no solamente cafeterías, cualquier ciudadano que tenga un negocio podría colaborar. Sólo le hace falta una habitación dedicada a los gatos. Es horrible en muchos países del planeta, el caso de los abandonos de animales, el trato hacia los toros, galgos… las que pasan algunos de ellos… Y sin embargo encuentro gente que se vuelca en ayudarles y llegan a tener un número grande de perros y gatos.

 
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