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El Gobierno Vasco del señor Urkullu se ha pasado la llamada Ley Wert por los “mismísimos”, expresión sé que machista al máximo, pero no tenga otra que responda mejor al desprecio que este gobernante tiene por España, cosa que me importa un rábano, pero que sí me preocupa para las futuras generaciones que se educarán en el olvido a ella e ignoro si en el odio a la misma, pues para eso tendría que leer algunos textos del programa que la Consejería de Educación vasca va a poner en ejercicio en este y sucesivos cursos escolares.
Estamos fuertemente imbuidos, cada uno en lo suyo, de que somos algo consistente. Por eso alardeamos de un cuerpo, o al menos, lo notamos como propio. Al pensar, somos testigos de esa presencia particular e insustituible. Nos situamos como un estandarte expuesto a la vista de la comunidad y accesible a sus artefactos exploradores.
En medio de los afanes de la semana, me surge una breve reflexión sobre las sectas. Se advierte oscuro, aureolar que diría Gustavo Bueno, su concepto. Las define el DRAE como “comunidad cerrada, que promueve o aparenta promover fines de carácter espiritual, en la que los maestros ejercen un poder absoluto sobre los adeptos”. Se entienden también como desviación de una Iglesia, pero, en general, y por extensión, se aplica la noción a cualquier grupo con esos rasgos.
Acostumbrados a los adornos políticos, cuya finalidad no es otra que entregar a las gentes a las creencias, mientras grupos de intereses variados hacen sus particulares negocios, quizá no estaría de más desprender a la política de la apariencia que le sirve de compañía y colocarla ante esa realidad situada más allá de la verdad oficial. Lo que quiere decir lavar la cara al poder político para mostrarle sin maquillaje.
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