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Ante el genocidio de palestinos inocentes

José Carlos García Fajardo
sábado, 19 de julio de 2014, 08:46 h (CET)
Al salir del campo de concentración en Auschwitz, la mayoría de presos sufrieron una especie de decomprensión acelerada, como la aeroembolia que padecen los submarinistas que suben demasiado deprisa del fondo del mar. Lo cuenta Víctor E. Frankl, en El hombre en busca de sentido.

Muchos reconocían que habían perdido la capacidad de alegrarse y tenían que volver a aprenderla si querían sobrevivir a la tragedia. Les parecía un sueño porque todo les parecía irreal, improbable, a lo que no tuvieran derecho Mientras el cuerpo se adaptó rápido y muchos se pusieron a comer con fruición, incluso en mitad de la noche. Se levantaban, comían y vomitaban. Se les soltaba la lengua y eran capaces de hablar durante horas, sentían la necesidad de hablar, para no dormirse. No soportaban el silencio que a muchos les hacía preguntarse por el sentido de tanto sufrimiento, sobre todo, al saberse libres mientras tantos otros habían perecido en aquel infierno. Pero lo más terrible fue comprobar que a algunos no les esperaba nadie.

“No esperábamos encontrar la felicidad, pero tampoco estábamos preparados para el desencanto”, sobre todo para escuchar de sus conciudadanos “No sabíamos nada de los campos. Aquí también sufrimos”. La desilusión fue una experiencia muy dura, y muchos sucumbieron ante la incapacidad de reintegrarse en una antigua vida que ya no existía o en la que se sentían extraños. Muchos padecieron la soledad, y otros se dejaron morir en un mundo en el que no encontraban sentido para el sufrimiento de tantos millones de seres. El número de suicidios discretos o lanzándose desde un balcón, fue grande. Lo más terrible fue que los de naturaleza más primitiva despertaron sus instintos reprimidos por la brutalidad padecida mientras estuvieron en el campo. Al verse libres, recuerda el siquiatra judío vienés Frankl, pensaban que podrían vivir sin sujetarse a ninguna norma y dar rienda suelta a sus represiones más brutales. Se convirtieron en instigadores de la fuerza y de la injusticia. Muchos pasaron de víctimas a opresores. Como estamos asistiendo en Gaza, en Cisjordania y en toda Palestina en el exterminio y el odio con que israelíes de extrema derecha sojuzgan a palestinos, a hombres, a mujeres y a niños. Uno de los tabúes mejor guardados por el movimiento sionista fue la experiencia de que muchos kapos de campos eran judíos y se distinguían por su extrema crueldad, quizás para acallar una conciencia que se disolvía en estertores.

Víctor Frankl recuerda a un prisionero que le gritó: “¡Que me corten la mano si no me la tiño en sangre el día que vuelva a casa!” Y el médico vienés recuerda que “no era un mal tipo: fue un buen camarada en el campo”.

Esta relectura de páginas escritas por un médico que padeció la ignominia de los campos y dedicó su vida a que muchos pacientes descubrieran un sentido para sus vidas, puede ayudarnos a “leer” las conductas salvajes, brutales e inhumanas que los medios de comunicación nos muestran desde Gaza. Los espantosos silencios ante las monstruosidades de las que tienen pleno conocimiento los dirigentes de la Tierra pasarán a la historia como otra de sus páginas más tristes y vergonzosas. Ante ellas uno se pregunta por el sentido de ser persona en un mundo enloquecido que cabalga hacia la autodestrucción entre luces de anuncios de neón. Con Nietzsche, sostenemos que “quién tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo”. Pero no podemos permanecer en silencio cuando padecen tantos millones de víctimas inocentes. Y quien masacra a un inocente afrenta a la humanidad entera.

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