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Enfado ciudadano y deseos de cambio

El grado de insatisfacción aumenta en relación directa a las esperanzas que pusimos en el cambio y que resultan fallidas
Francisco Rodríguez
lunes, 29 de abril de 2013, 09:22 h (CET)
Cuando una situación se nos hace intolerable pensamos en el cambio, ya sea de puesto de trabajo, de pareja o de vivienda.

Si lo que se nos hace intolerable es la situación política también suspiramos por el cambio, bien de los gobernantes o del sistema y aunque todo cambio despierta nuevas ilusiones, éstas se desvanecen con el paso del tiempo, incluso provocan un deseo de regreso a tiempos anteriores, a las ollas de Egipto, como decían los judíos que seguían a Moisés por el desierto en busca de una tierra prometida que parecía no llegar nunca.

El grado de insatisfacción aumenta en relación directa a las esperanzas que pusimos en el cambio y que resultan fallidas. Descontentos de un gobierno incompetente, dimos la mayoría a otras siglas que ofrecieron sacar al país de la deplorable situación en que se encontraba, pero su oferta ha resultado engañosa, bien porque calibraron mal los problemas que habían de afrontar o porque los programas electorales se hacen para no cumplirlos, como dijo Tierno Galván.

Sobre la base del descontento generalizado, pequeñas minorías radicales pretenden el cambio de política y de régimen. Sueñan con provocar la disolución de las Cortes, la caída del gobierno y de la jefatura del Estado. Siempre que el gobierno demuestre firmeza, nada hay que temer de estos revoltosos, pero si la situación se les va de las manos podemos entrar en una espiral de violencia que, sin duda, perjudicará a la imagen de España ante las demás naciones, especialmente ante Europa.

No podemos olvidar que todas las revoluciones que se han producido en nuestro país, y en todo el mundo, aunque se reclamen gloriosas, se impusieron por la fuerza, contra la voluntad de parte de la población y terminaron en formas de gobierno insospechadas.

No es necesario comentar las nuestras que llenan los siglos XIX y XX, de las que se sigue hablando y discutiendo. El destronamiento de Isabel II para traer a un efímero Amadeo de Saboya, la primera república, más efímera aún, la restauración canovista para volver a los Borbones que se hunden en 1931, para dar paso a una república convulsa, que hace exclamar a Ortega aquellos de “no es esto, no es esto” y que desaparece en una guerra civil, para volver a instaurar una monarquía en la persona que designó Franco.

La revolución marxista, que tantas ilusiones despertó, se hundió bajo el peso de un negro pasado. Los chinos, sin dejar de llamarse comunistas, se han convertido en voraces capitalistas. Cuba continua fuera del tiempo con su interminable revolución castrista incapaz de salir de su escasez y miseria.

La democracia es el mejor método para evitar precisamente las revoluciones, pues el poder puede pasar de unas manos a otras, de unos partidos a otros, de forma pacífica, según el resultado electoral. Lo grave es que dejemos de creer en el sistema y busquemos atajos para el cambio, como, por ejemplo, ganar en las algaradas callejeras lo perdido en las urnas.

Estamos enfadados con la situación pero ¡cuidado! No vayamos a optar por algo peor.

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