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«Nos acostumbramos a levantarnos cada día como si no pudiera ser de otra manera; nos acostumbramos a la violencia como algo infaltable en las noticias; nos acostumbramos al paisaje habitual de pobreza y de la miseria caminando por las calles de nuestra ciudad», Jorge Mario Bergoglio (Papa Francisco I)

Habemus Papam

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Los caminos de Dios son inescrutables. Cuando un trono se queda vacante, inmediatamente se proclama al sucesor gritando: ¡Viva el Rey! Cuando la silla de Pedro queda disponible, todo se detiene. En la Iglesia se observa una vieja regla que dice: “In sede vacante nihil innovatur”. Con la sede vacante no se admite ningún cambio.

Ayer, a las 19 horas y 6 minutos, la fumata blanca surgía en lo alto del Vaticano, seguida del repicar de todas las campanas de Roma y del mundo católico. Aproximadamente una hora después, el cardenal protodiánoco —el más anciano de los cardenales de la orden de los diáconos— Jean-Louis Tauran, apareció en el balcón de las bendiciones, en la fachada de la basílica de San Pedro, para pronunciar las clásicas palabras “¡Annuntio vobis gaudium! Habemus Papam”.

Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires y cardenal primado de Argentina, había sido el elegido para calzar las sandalias del pescador, con el nombre de Francisco.

Desde la Edad Media, la elección de un nuevo Papa, ha constituido siempre un tiempo de conmoción, de meditación y de oración para la Iglesia Católica, pero también la apertura de una puerta por la que habrá de penetrar un renovador aire de esperanza.

Los ignotos caminos que conducen a la institución más antigua del mundo, se revelan a sus ojos, incomprensibles y hasta contradictorios, al asentarse sobre dos pilares tan opuestos como la democracia directa que habrá de elegir un monarca, cuyas decisiones serán inapelables.

Todo en este proceso, se nos revela como un aparente contrasentido. El Papa es elegido por los cardenales, quienes por tres veces habrán de jurarle obediencia, y sus disposiciones serán irrefutables. Se trata de una elección aislada del mundo, de ahí la denominación de cónclave, con clave, cerrado, y ello para que se desarrolle libre de las presiones de los poderes terrenales, pero al mismo tiempo, con la mirada puesta en las necesidades de la humanidad.

El cónclave es el momento cumbre de la Iglesia. Una Iglesia universal, para un mundo con peculiaridades y azares muy diferentes y con frecuencia, inmerso en circunstancias que configuran modelos sociales absolutamente contrapuestos. Por eso, la elección de un nuevo Papa, constituye siempre —en palabras de Benedicto XVI— un grave y delicado ejercicio de equilibrios, a veces tan arduos y espinosos, que con gran probabilidad, el resultado podría ser catastrófico, de no mediar el Espíritu Santo.

El elegido ocupará la silla de Pedro y desde la misma habrá de conducir barca del pescador sin alterar su rumbo, pero al mismo tiempo teniendo en cuenta los vientos que la obligarán a navegar bandeando peligrosas aguas encrespadas, que en todo momento intentarán hacerla zozobrar.

No es ningún regalo el que recibe el elegido para ser el siervo de los siervos y saber que el eco de su voz será escuchado con muy diferente ánimo, hasta en el último rincón del mundo. Sus ojos estarán fijos en él y de él lo esperarán todo. Lo que ate en la tierra, será anidado en el cielo y lo que desatare, desecho será en la morada del Señor. El precio de ese poder, será cargar, al igual que lo hizo Cristo, con los pecados del mundo. ¿Se sentirá con fuerzas el elegido para echar sobre sus hombros tan pesada cruz?.

No es infrecuente que una vez alcanzados los votos necesarios y terminada la elección, se produzcan momentos de duda, de angustia e incluso de rechazo por parte del escogido, al serle formulada la pregunta ritual: “¿Aceptas tu elección canónica a Sumo Pontífice?”. Jorge Mario Bergoglio fue el cardenal que junto a Joseph Ratzinger, recibió más votos en el Cónclave de 2005.

Parece ser cierto que en aquella ocasión, el ahora nuevo Papa, pidió casi con lágrimas en los ojos que no le votasen y que de salir elegido, no aceptaría el papado. Quizá entonces, aún no había llegado su momento, pero la paloma del Espíritu ya se había posado sobre su cabeza.

A pesar de que desde el instante en el que se produce la aceptación, el elegido adquiere la plena potestad de la Iglesia Católica y de hecho ya la puede ejercer, la primera reacción —muy natural y humana— es sentirse invadido por la inmensa responsabilidad que acaba de asumir y por supuesto, la duda, de si será capaz de responder a lo que de él espera la humanidad. De hecho, las primeras palabras que Juan Pablo I dirigió a sus hermanos, los cardenales, tras ser elegido, fueron: “Que Dios os perdone por lo que habéis hecho”. Es en ese mismo punto, en el que el electo siente la infinita fragilidad de sus fuerzas, para soportar el inmenso peso de la tiara.

Como en un abrir y cerrar de ojos, hasta su gesto más imperceptible, será considerado como un mensaje que el escogido lanza a la humanidad. Cuando una vez aceptada la elección, el mayor de los cardenales diáconos le pregunta: “¿Cómo quieres ser llamado?”, el nombre que elija el designado, suele ser el indicativo, el índice que señale la dirección que en el futuro habrá de seguir su magisterio. El nombre del nuevo Papa tiene una profunda significación y por sí mismo, será su primer mensaje. Será la brújula que nos señale el rumbo que el nuevo Papa tomará para conducir la barca del pescador.

Inmediatamente después, los cardenales proceden a mostrar su acatamiento al magisterio del nuevo sucesor de Pedro, arrodillándose uno a uno y para los que el recién elegido Papa tendrá unas palabras de afecto, rogando a cada uno que rece por él, invocando la luz del Espíritu Santo.

Finalizado el acto de obediencia de los cardenales, y una vez revestido de las vestimentas papales, el nuevo Pastor se asomará al balcón central del Vaticano para presentarse ante la Iglesia y ante el mundo, como anuncio del advenimiento de un tiempo nuevo; un tiempo de renovación de la promesa hecha, en un nuevo milenio cargado de amenazas, pero también de esperanzas, porque tras el más crudo invierno, siempre nos sorprenderá una hermosa primavera.

Habemus Papam

«Nos acostumbramos a levantarnos cada día como si no pudiera ser de otra manera; nos acostumbramos a la violencia como algo infaltable en las noticias; nos acostumbramos al paisaje habitual de pobreza y de la miseria caminando por las calles de nuestra ciudad», Jorge Mario Bergoglio (Papa Francisco I)
César Valdeolmillos
jueves, 14 de marzo de 2013, 08:05 h (CET)
Los caminos de Dios son inescrutables. Cuando un trono se queda vacante, inmediatamente se proclama al sucesor gritando: ¡Viva el Rey! Cuando la silla de Pedro queda disponible, todo se detiene. En la Iglesia se observa una vieja regla que dice: “In sede vacante nihil innovatur”. Con la sede vacante no se admite ningún cambio.

Ayer, a las 19 horas y 6 minutos, la fumata blanca surgía en lo alto del Vaticano, seguida del repicar de todas las campanas de Roma y del mundo católico. Aproximadamente una hora después, el cardenal protodiánoco —el más anciano de los cardenales de la orden de los diáconos— Jean-Louis Tauran, apareció en el balcón de las bendiciones, en la fachada de la basílica de San Pedro, para pronunciar las clásicas palabras “¡Annuntio vobis gaudium! Habemus Papam”.

Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires y cardenal primado de Argentina, había sido el elegido para calzar las sandalias del pescador, con el nombre de Francisco.

Desde la Edad Media, la elección de un nuevo Papa, ha constituido siempre un tiempo de conmoción, de meditación y de oración para la Iglesia Católica, pero también la apertura de una puerta por la que habrá de penetrar un renovador aire de esperanza.

Los ignotos caminos que conducen a la institución más antigua del mundo, se revelan a sus ojos, incomprensibles y hasta contradictorios, al asentarse sobre dos pilares tan opuestos como la democracia directa que habrá de elegir un monarca, cuyas decisiones serán inapelables.

Todo en este proceso, se nos revela como un aparente contrasentido. El Papa es elegido por los cardenales, quienes por tres veces habrán de jurarle obediencia, y sus disposiciones serán irrefutables. Se trata de una elección aislada del mundo, de ahí la denominación de cónclave, con clave, cerrado, y ello para que se desarrolle libre de las presiones de los poderes terrenales, pero al mismo tiempo, con la mirada puesta en las necesidades de la humanidad.

El cónclave es el momento cumbre de la Iglesia. Una Iglesia universal, para un mundo con peculiaridades y azares muy diferentes y con frecuencia, inmerso en circunstancias que configuran modelos sociales absolutamente contrapuestos. Por eso, la elección de un nuevo Papa, constituye siempre —en palabras de Benedicto XVI— un grave y delicado ejercicio de equilibrios, a veces tan arduos y espinosos, que con gran probabilidad, el resultado podría ser catastrófico, de no mediar el Espíritu Santo.

El elegido ocupará la silla de Pedro y desde la misma habrá de conducir barca del pescador sin alterar su rumbo, pero al mismo tiempo teniendo en cuenta los vientos que la obligarán a navegar bandeando peligrosas aguas encrespadas, que en todo momento intentarán hacerla zozobrar.

No es ningún regalo el que recibe el elegido para ser el siervo de los siervos y saber que el eco de su voz será escuchado con muy diferente ánimo, hasta en el último rincón del mundo. Sus ojos estarán fijos en él y de él lo esperarán todo. Lo que ate en la tierra, será anidado en el cielo y lo que desatare, desecho será en la morada del Señor. El precio de ese poder, será cargar, al igual que lo hizo Cristo, con los pecados del mundo. ¿Se sentirá con fuerzas el elegido para echar sobre sus hombros tan pesada cruz?.

No es infrecuente que una vez alcanzados los votos necesarios y terminada la elección, se produzcan momentos de duda, de angustia e incluso de rechazo por parte del escogido, al serle formulada la pregunta ritual: “¿Aceptas tu elección canónica a Sumo Pontífice?”. Jorge Mario Bergoglio fue el cardenal que junto a Joseph Ratzinger, recibió más votos en el Cónclave de 2005.

Parece ser cierto que en aquella ocasión, el ahora nuevo Papa, pidió casi con lágrimas en los ojos que no le votasen y que de salir elegido, no aceptaría el papado. Quizá entonces, aún no había llegado su momento, pero la paloma del Espíritu ya se había posado sobre su cabeza.

A pesar de que desde el instante en el que se produce la aceptación, el elegido adquiere la plena potestad de la Iglesia Católica y de hecho ya la puede ejercer, la primera reacción —muy natural y humana— es sentirse invadido por la inmensa responsabilidad que acaba de asumir y por supuesto, la duda, de si será capaz de responder a lo que de él espera la humanidad. De hecho, las primeras palabras que Juan Pablo I dirigió a sus hermanos, los cardenales, tras ser elegido, fueron: “Que Dios os perdone por lo que habéis hecho”. Es en ese mismo punto, en el que el electo siente la infinita fragilidad de sus fuerzas, para soportar el inmenso peso de la tiara.

Como en un abrir y cerrar de ojos, hasta su gesto más imperceptible, será considerado como un mensaje que el escogido lanza a la humanidad. Cuando una vez aceptada la elección, el mayor de los cardenales diáconos le pregunta: “¿Cómo quieres ser llamado?”, el nombre que elija el designado, suele ser el indicativo, el índice que señale la dirección que en el futuro habrá de seguir su magisterio. El nombre del nuevo Papa tiene una profunda significación y por sí mismo, será su primer mensaje. Será la brújula que nos señale el rumbo que el nuevo Papa tomará para conducir la barca del pescador.

Inmediatamente después, los cardenales proceden a mostrar su acatamiento al magisterio del nuevo sucesor de Pedro, arrodillándose uno a uno y para los que el recién elegido Papa tendrá unas palabras de afecto, rogando a cada uno que rece por él, invocando la luz del Espíritu Santo.

Finalizado el acto de obediencia de los cardenales, y una vez revestido de las vestimentas papales, el nuevo Pastor se asomará al balcón central del Vaticano para presentarse ante la Iglesia y ante el mundo, como anuncio del advenimiento de un tiempo nuevo; un tiempo de renovación de la promesa hecha, en un nuevo milenio cargado de amenazas, pero también de esperanzas, porque tras el más crudo invierno, siempre nos sorprenderá una hermosa primavera.

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