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Los partidos son el artefacto mediante el que las oligarquías controlan espuriamente el sistema

¡Partidos, idos! (parte 4)

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Estamos en plena huida hacia no se sabe dónde sobre los patinetes de la supina inconsciencia, producto esta de una asunción de lo cotidiano-hediondo a su vez patrocinada por la aparente irremisibilidad. Solo así pueden seguir valiendo como socorrido dispositivo léxico de cambio dialéctico en las conversaciones de índole política vocablos como “ilusión” o “esperanza”. El primero de los términos sale a pasear de entre los labios de los políticos de uno u otro signo a diario: “Hemos de generar ilusión”, “Hemos de ser capaces de ilusionar a la ciudadanía…”. Ciertamente, si buscamos las acepciones de esta patrimonial voz, sus politizados usuarios son, sin saberlo, harto precisos al acometer dicho uso, toda vez que “ilusión” significa: “1. f. Concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos./ 2. f. Esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo./ 3. f. Viva complacencia en una persona, una cosa, una tarea, etc./ 4. f. Ret. Ironía viva y picante” (cfr. Diccionario de la RAE). En puridad, lo que hacen unos y otros agentes políticos es “ilusionar” a los ilusos; generar esperanza aun cuando saben que los horizontes se hallan obturados. Y aquí entramos a abordar la “esperanza” (así, en minúscula; no mentemos la bicha). Pues bien, estas son las acepciones que el Diccionario contempla de tal palabra: “1. f. Estado de ánimo que surge cuando se presenta como alcanzable lo que se desea./ 2. f. Mat. Valor medio de una variable aleatoria o de una distribución de probabilidad./ 3. f. Rel. En el cristianismo, virtud teologal por la que se espera que Dios otorgue los bienes que ha prometido”. Como se puede observar, a poco que se revisen las mencionadas acepciones de los dos términos aquí atraídos, en los años que llevamos de democracia no hemos hecho sino movernos entre la ilusión y la esperanza, al menos en lo tocante al ligamen de la ciudadanía con la cosa pública, llevada pa’lante esta por unos capataces que han ido denigrando, partidos mediante, el espacio público, arrinconando a los más y blindando el reducto decisorio, que las más de las veces ha sido puesto al servicio de una serie de oligarquías depredadoras por demás.



Y, así las cosas, nos hemos plantado, como afirmaba la profesora Máriam Martínez-Bascuñán, “en un momento de discursos, pero de pocas narraciones formadas. La ausencia de narrativas que den cuenta de dónde estamos o hacia dónde nos dirigimos explica en buena medida el ritmo acelerado de las transformaciones contemporáneas sin que lleguen a solidificarse en alguna cosa. También revela el desarraigo vital circundante, la conciencia de la pérdida del lugar que se ocupaba en el mundo, la identidad disuelta” (1).


El filósofo Manuel Cruz también incidía en el vacuo nivel de “espectacularización de la política” que vivimos, siendo el Hemiciclo de un tiempo a esta parte “el plató en el que se llevan a cabo varias ‘performances’ diseñadas no para los presentes sino para los espectadores que, al poco, obtienen noticia de las mismas a través de la televisión” (2), y todo mientras la irremisible dureza del colectivo deambular por el implacable paso de los días acontece ignorada por las alimañas aupadas por unas u otras circunstancias o “lobbies” a enmoquetados reductos decisorios.


El profesor Jorge Urdánoz Ganuza, desde un punto de vista crítico, pero con el dejo de una cierta esperanza (que no comparto), hacía (como nosotros al principio de este escrito) alusión a lo lingüístico-terminológico para arrojar luz sobre lo político, no en vano el lenguaje nos traslada ciertas esencias de lo que se cuece por entre la fronda vivencial. Pues bien, el profesor Urdánoz nos apercibía de las dos maneras de referir en inglés “responsabilidad”: “‘Responsability’ y ‘accountability’. El primer vocablo equivale a nuestra ‘responsabilidad moral’, y se aplica por tanto a los individuos. El segundo no tiene en castellano un equivalente exacto… ese es nuestro problema, y por eso solo nos es dado entender la responsabilidad política como responsabilidad personal. Nos falta un término para la ‘accountability’” (3), que sería la responsabilidad política allende lo meramente personal, algo semejante a la “rendición de cuentas”, circunloquio que no colmaba las aspiraciones del profesor por no antojársele eficaz al no ser subjetivable, ante lo que proponía “controlabilidad”: “Al contrario que la responsabilidad moral —interna, autónoma, personal— la controlabilidad sería externa, heterónoma e institucional. Los individuos tienen responsabilidad moral […]. Los partidos no pueden responder ante algo así, por lo que responden ante controles (externos). No son responsables, son controlables” (4), ahora bien, como reconocía Urdánoz, en nuestro país, más allá de las citas electorales, poco más hay en esa dirección: “Nuestra Ley de Partidos es un chiste. No incluye ni un solo control democrático entre elección y elección. No hay urnas entre las urnas” (5), ni va a haberlas, me atrevería a decir; ya es sintomático el hecho de que no exista un término de uso corriente referido a un control de los partidos externo a ellos mismos. El lenguaje, no en vano, se circunscribe a la realidad percibida.


Es realmente fastidioso tener que aguantar a unos partidos que están fuera de tiempo no haciendo otra cosa que usurpar enormes porcentajes de soberanía popular. Las partitocráticas oligarquías son un eslabón intermedio entre la ciudadanía y otras oligarquías mayores. El profesor Dalmacio Negro Pavón hacía una escalofriante radiografía de los actuales sistemas democráticos: “Parodiando la ‘jaula de hierro’ de Max Weber, no es demasiado exagerado afirmar que los gobiernos europeos están encerrando a sus súbditos en jaulas de cristal irrompible desde las que pueden contemplar el espectáculo de la sociedad política de las oligarquías, comentarlo sin traspasar la corrección política e incluso salir a pasear, cuando les convocan los oligarcas para cumplir el rito elemental que reserva para la masa la religión democrática legitimadora de la oligarquía: el voto. ‘La democracia es votar’ es un eslogan que repiten los políticos a sus súbditos infantiles entre los que se encuentran los mismos políticos” (6). También apuntaba Negro Pavón cómo las mencionadas oligarquías legislan a su gusto y antojo en nombre del pueblo y añadía: “Pareto pensaba que era ésta una de las causas del declive inevitable de la democracia al hacer del gobierno un desgobierno, una suerte de desorganización organizada por las oligarquías en su beneficio” (7). Y en este entramado, ya casi nadie duda de que los partidos son el artefacto mediante el que las oligarquías controlan espuriamente el sistema férreamente reinante en nuestro Occidente democrático.


Ante el panorama expuesto en el presente artículo solo cabe parafrasear a la cantante Jeanette cuando entonaba aquello de: “Solo quedan las ganas de llorar…”.


Notas

(1) Martínez-Bascuñán, M. (10-1-2017): “Narrar el mundo”, “El País”, p. 11.

(2) Cruz, M. (31-3-2018): “El ego ciega tus ojos”, “El país”, p. 13.

(3) Urdánoz Ganuza, J. (13-4-2018): “El silencio de los partidos”, “El País”, p. 11.

(4) Ibid.

(5) Ibid.

(6) Negro Pavón, D. (2015): “La ley de hierro de la oligarquía”, Madrid, Encuentro, pp. 53-54.

(7) Ibid., p. 56.

¡Partidos, idos! (parte 4)

Los partidos son el artefacto mediante el que las oligarquías controlan espuriamente el sistema
Diego Vadillo López
miércoles, 24 de octubre de 2018, 09:02 h (CET)

Estamos en plena huida hacia no se sabe dónde sobre los patinetes de la supina inconsciencia, producto esta de una asunción de lo cotidiano-hediondo a su vez patrocinada por la aparente irremisibilidad. Solo así pueden seguir valiendo como socorrido dispositivo léxico de cambio dialéctico en las conversaciones de índole política vocablos como “ilusión” o “esperanza”. El primero de los términos sale a pasear de entre los labios de los políticos de uno u otro signo a diario: “Hemos de generar ilusión”, “Hemos de ser capaces de ilusionar a la ciudadanía…”. Ciertamente, si buscamos las acepciones de esta patrimonial voz, sus politizados usuarios son, sin saberlo, harto precisos al acometer dicho uso, toda vez que “ilusión” significa: “1. f. Concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos./ 2. f. Esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo./ 3. f. Viva complacencia en una persona, una cosa, una tarea, etc./ 4. f. Ret. Ironía viva y picante” (cfr. Diccionario de la RAE). En puridad, lo que hacen unos y otros agentes políticos es “ilusionar” a los ilusos; generar esperanza aun cuando saben que los horizontes se hallan obturados. Y aquí entramos a abordar la “esperanza” (así, en minúscula; no mentemos la bicha). Pues bien, estas son las acepciones que el Diccionario contempla de tal palabra: “1. f. Estado de ánimo que surge cuando se presenta como alcanzable lo que se desea./ 2. f. Mat. Valor medio de una variable aleatoria o de una distribución de probabilidad./ 3. f. Rel. En el cristianismo, virtud teologal por la que se espera que Dios otorgue los bienes que ha prometido”. Como se puede observar, a poco que se revisen las mencionadas acepciones de los dos términos aquí atraídos, en los años que llevamos de democracia no hemos hecho sino movernos entre la ilusión y la esperanza, al menos en lo tocante al ligamen de la ciudadanía con la cosa pública, llevada pa’lante esta por unos capataces que han ido denigrando, partidos mediante, el espacio público, arrinconando a los más y blindando el reducto decisorio, que las más de las veces ha sido puesto al servicio de una serie de oligarquías depredadoras por demás.



Y, así las cosas, nos hemos plantado, como afirmaba la profesora Máriam Martínez-Bascuñán, “en un momento de discursos, pero de pocas narraciones formadas. La ausencia de narrativas que den cuenta de dónde estamos o hacia dónde nos dirigimos explica en buena medida el ritmo acelerado de las transformaciones contemporáneas sin que lleguen a solidificarse en alguna cosa. También revela el desarraigo vital circundante, la conciencia de la pérdida del lugar que se ocupaba en el mundo, la identidad disuelta” (1).


El filósofo Manuel Cruz también incidía en el vacuo nivel de “espectacularización de la política” que vivimos, siendo el Hemiciclo de un tiempo a esta parte “el plató en el que se llevan a cabo varias ‘performances’ diseñadas no para los presentes sino para los espectadores que, al poco, obtienen noticia de las mismas a través de la televisión” (2), y todo mientras la irremisible dureza del colectivo deambular por el implacable paso de los días acontece ignorada por las alimañas aupadas por unas u otras circunstancias o “lobbies” a enmoquetados reductos decisorios.


El profesor Jorge Urdánoz Ganuza, desde un punto de vista crítico, pero con el dejo de una cierta esperanza (que no comparto), hacía (como nosotros al principio de este escrito) alusión a lo lingüístico-terminológico para arrojar luz sobre lo político, no en vano el lenguaje nos traslada ciertas esencias de lo que se cuece por entre la fronda vivencial. Pues bien, el profesor Urdánoz nos apercibía de las dos maneras de referir en inglés “responsabilidad”: “‘Responsability’ y ‘accountability’. El primer vocablo equivale a nuestra ‘responsabilidad moral’, y se aplica por tanto a los individuos. El segundo no tiene en castellano un equivalente exacto… ese es nuestro problema, y por eso solo nos es dado entender la responsabilidad política como responsabilidad personal. Nos falta un término para la ‘accountability’” (3), que sería la responsabilidad política allende lo meramente personal, algo semejante a la “rendición de cuentas”, circunloquio que no colmaba las aspiraciones del profesor por no antojársele eficaz al no ser subjetivable, ante lo que proponía “controlabilidad”: “Al contrario que la responsabilidad moral —interna, autónoma, personal— la controlabilidad sería externa, heterónoma e institucional. Los individuos tienen responsabilidad moral […]. Los partidos no pueden responder ante algo así, por lo que responden ante controles (externos). No son responsables, son controlables” (4), ahora bien, como reconocía Urdánoz, en nuestro país, más allá de las citas electorales, poco más hay en esa dirección: “Nuestra Ley de Partidos es un chiste. No incluye ni un solo control democrático entre elección y elección. No hay urnas entre las urnas” (5), ni va a haberlas, me atrevería a decir; ya es sintomático el hecho de que no exista un término de uso corriente referido a un control de los partidos externo a ellos mismos. El lenguaje, no en vano, se circunscribe a la realidad percibida.


Es realmente fastidioso tener que aguantar a unos partidos que están fuera de tiempo no haciendo otra cosa que usurpar enormes porcentajes de soberanía popular. Las partitocráticas oligarquías son un eslabón intermedio entre la ciudadanía y otras oligarquías mayores. El profesor Dalmacio Negro Pavón hacía una escalofriante radiografía de los actuales sistemas democráticos: “Parodiando la ‘jaula de hierro’ de Max Weber, no es demasiado exagerado afirmar que los gobiernos europeos están encerrando a sus súbditos en jaulas de cristal irrompible desde las que pueden contemplar el espectáculo de la sociedad política de las oligarquías, comentarlo sin traspasar la corrección política e incluso salir a pasear, cuando les convocan los oligarcas para cumplir el rito elemental que reserva para la masa la religión democrática legitimadora de la oligarquía: el voto. ‘La democracia es votar’ es un eslogan que repiten los políticos a sus súbditos infantiles entre los que se encuentran los mismos políticos” (6). También apuntaba Negro Pavón cómo las mencionadas oligarquías legislan a su gusto y antojo en nombre del pueblo y añadía: “Pareto pensaba que era ésta una de las causas del declive inevitable de la democracia al hacer del gobierno un desgobierno, una suerte de desorganización organizada por las oligarquías en su beneficio” (7). Y en este entramado, ya casi nadie duda de que los partidos son el artefacto mediante el que las oligarquías controlan espuriamente el sistema férreamente reinante en nuestro Occidente democrático.


Ante el panorama expuesto en el presente artículo solo cabe parafrasear a la cantante Jeanette cuando entonaba aquello de: “Solo quedan las ganas de llorar…”.


Notas

(1) Martínez-Bascuñán, M. (10-1-2017): “Narrar el mundo”, “El País”, p. 11.

(2) Cruz, M. (31-3-2018): “El ego ciega tus ojos”, “El país”, p. 13.

(3) Urdánoz Ganuza, J. (13-4-2018): “El silencio de los partidos”, “El País”, p. 11.

(4) Ibid.

(5) Ibid.

(6) Negro Pavón, D. (2015): “La ley de hierro de la oligarquía”, Madrid, Encuentro, pp. 53-54.

(7) Ibid., p. 56.

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