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Examen de reválida

Un cuento breve de Francisco Castro Guerra
Francisco Castro Guerra
jueves, 5 de julio de 2018, 06:42 h (CET)

Unos viajeros caminan apresurados hacia la estación. Entre ellos van dos estudiantes que tienen que realizar los exámenes de reválida en la cuidad. España rural en la década de1960, nada está cerca, para llegar a todo siempre hay que viajar.


Billete de ida y vuelta a la capital, son algo más económicos. Aunque, pensándolo bien, uno de los estudiantes desearía coger uno de ida y no regresar jamás a este pueblo de comadres e intolerantes. En su cartera de cuero, además de los libros, lleva dos cuadernos atiborrados de frases, poemas y pensamientos. También tiene docenas de cartas mataselladas. Correspondencia de ida y vuelta con un amor imposible.


Pasa el camino pensativo. Su vida solitaria es tan dura en su pueblo. Diecisiete años y ninguna amistad, solo sus libros y la escritura. Por eso, esta ilusión ante el hallazgo de un par, de una persona capaz de entenderlo, de compartir su hastío del mundo, le ha dado una nueva visión de la vida.


Dos años carteándose con profusión y un amor que ha ido horneándose con el mejor de los cuidados. Un amor como pocos existen, a pesar de no haberse visto más que tres veces. Eso viene meditando durante el trayecto. Cuando el tren comienza a entrar parsimonioso en la estación, el estudiante termina de escribir un nuevo poema.


Los viajeros caminan por el andén en dirección a la puerta de la estación. El estudiante, con sus libros y cuadernos a resguardo, camina taciturno. Un empleado del ferrocarril, con un flamante uniforme de botones dorados, mira con desinterés a la procesión de viajeros. Es un hombre de treinta años, infelizmente casado. Casi al final de la ristra de viajeros está el estudiante. Ferroviario y estudiante cruzan sus miradas durante apenas dos segundos. No se dirigen la palabra, pero saben mucho el uno del otro. Cientos de cartas intercambiadas lo atestiguan.

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Los pobladores acostumbraban dormir muy temprano. Las luces del pueblo se encendían a las seis de la tarde y eran apagadas a las nueve de la noche, puede afirmarse que era ironía del tiempo. El vecindario del barrio hablaba del burdel y en especial de la mente enfermiza de una mujer, su pasión la llevó a la cárcel, su encanto de mujer le garantizaba los halagos de sus admiradores, pero el día del hecho criminal, en un abrir y cerrar de ojos se esfumó su encanto y la venta de su cuerpo.

Muchas gracias, Señor, por enseñarme, a postrarme ante a Ti con devoción, y por abrir Tu noble Corazón donde poder, dichoso, refugiarme.

 
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