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La Semana Santa de Málaga está repleta de momentos extraordinarios que consiguen transmitir a los espectadores una vivencia especial, casi milagrosa. Uno de ellos es el momento en que la imagen del Señor del Paso, delante de la tribuna principal, se vuelve hacia el pueblo y le bendice. Una bendición que hemos recibido desde hace más de 400 años los malagueños que nos hemos arracimado en la plaza central de nuestra ciudad.
La muerte de Jesús en la cruz, lejos de representar una derrota, dio paso a una afirmación radical: la vida no termina con la muerte. En los relatos cristianos, su resurrección se convierte en el fundamento de una esperanza que sigue conmoviendo a millones de personas dos mil años después.
No es casual que ayer, Sábado Santo, no me haya pronunciado en absoluto. No es olvido ni indiferencia, sino más bien una actitud de espera, luto y fe contenida. Es un día en el que la Iglesia calla, acompaña a María en su dolor indecible, y permanece junto al sepulcro sellado. No se celebra la Eucaristía, no hay palabras de júbilo, no hay predicación, porque el Verbo hecho carne, ha sido entregado al silencio de su muerte terrenal.
Continuando con nuestra saga de artículos dedicados al análisis y reflexión de los símbolos y signos de la Pascua cristiana, presentamos el Viernes Santo, que se caracteriza, litúrgicamente, por la ausencia de la celebración eucarística. Este silencio litúrgico no es un vacío, sino una poderosa elocuencia que nos introduce en la magnitud del significado del sacrificio de Cristo.
La crucifixión era uno de los castigos más brutales que el hombre ha utilizado a lo largo de la historia. Atado o clavado en una cruz de madera, el condenado sufría una terrible agonía física y mental hasta su muerte. Durante la Semana Santa, los cristianos de todo el orbe, conmemoramos y “revivimos” después de más de dos mil años la condena más injusta, cruel y cobarde que el inmenso poder del imperio romano hizo del Hombre más justo, bondadoso y “revolucionario” de todos los tiempos.
Continuando con nuestra serie de reflexiones en torno a la Pascua, hoy quisiéramos invitarlos a reflexionar en torno al Jueves Santo, umbral del Triduo Pascual, que trasciende la mera conmemoración histórica para erigirse como un denso compendio de significantes que interpelan la condición humana en su relación con lo divino y terrenal.
En esta primera entrega de reflexiones en torno a los símbolos cruciales de la Pascua, queremos invitarlos a analizar el significado filosófico y teológico de la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén. El domingo de Pascua irrumpe en la historia como la culminación de un drama que se gestó en el corazón de un Israel expectante, marcado por profundas tradiciones y anhelos de liberación.
Pascua significa “pasar”: así como el pueblo hebreo pasó por el mar rojo a la tierra prometida, también nosotros salimos de la esclavitud de la muerte a una vida en libertad que continúa después de esta, en la casa del Padre. Pascua es el paso de la muerte a la vida, la experiencia de que la resurrección de Jesús es también la nuestra: "Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba...; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra" (nos dice san Pablo).
El seguidor más cercano al mensaje de Jesús, pese a no haber convivido con Él, es Pablo de Tarso. Un ciudadano romano que había dedicado parte de su vida a perseguir a los cristianos. En un momento determinado se encuentra con la presencia de Cristo Resucitado en su mente a través de una revelación. Se convierte en un ferviente apóstol del cristianismo y escribe en una de sus cartas una frase totalmente esclarecedora: “Si Cristo no hubiera resucitada vana sería nuestra fe”.
Virgen Soberana de la Alegría, hoy me postro ante ti, con devoción, al contemplar Tu henchido corazón superadas las penas que tenía. Porque hoy mismo, dulcísima María, que sigues a Jesús con ilusión, muestras el Rostro lleno de emoción al cumplirse lo que Él mismo decía.
Me diste mucho más que merecía, y yo, como un mezquino, te pagué; aunque sabes que nunca te negué y siempre procuré tu cercanía. Aún me apena mi tacañería, por la escasa virtud con que expliqué que Tú eres el origen de mi fe y que mi fuerza está en la Eucaristía .
Virgen de los Dolores, Coronada, que callas tu dolor entristecida, ¿Cómo pudiste soportar la herida que hicieron a Jesús la madrugada? La Carne de Tu carne lacerada, consecuencia de una traición urdida, con el pago ruin de una ruin mordida tuvo que ser como una puñalada.
En estos días de Semana Santa, me viene a la memoria, ignoro el porqué, la cuestión de las reliquias, objetos esenciales a lo largo de nuestra historia. Su apariencia y rasgos se ofrecen variados, desde recortes del cuerpo de un santo, como huesos o cabello, hasta lugares considerados sacros y devenidos destino de peregrinación, pasando por artefactos asociados a eventos significativos o a la propia divinidad, como la túnica de Jesucristo.
Los cuadros impresionistas deben contemplarse con una perspectiva adecuada, para que en nuestros ojos se formen las imágenes completas. Así también, la Semana Santa debe ser vivida desde nuestros ojos del alma para poder comprender su sentido profundo.
La Pascua ya no es lo que era, hace tiempo que aquellas fiestas pascueras de mi adolescencia están escondidas, pero no olvidadas, en el cajón de la historia reposando junto a viejos trastos. El advenimiento del «600», automóvil que democratizó la movilidad sobre cuatro ruedas en aquella España en blanco y negro, y la multiplicación de las llamadas «segundas residencias» mataron aquellas celebraciones de mi infancia y adolescencia.
Una noticia que es intemporal y universal. Una noticia que cambió para siempre el curso de la historia y que, pese a los vaivenes de la vida y la inoperancia de muchos de sus transmisores, sigue llegando tan fresca y esperanzadora como el primer día. Llevo transmitiendo buenas noticias desde hace una veintena de años. Echando un vistazo a mi archivo descubro que cada Domingo de Resurrección acabo diciendo lo mismo.
A lo largo de esta semana hemos estado rememorando la Pasión y Muerte de Jesucristo. Han pasado veinte siglos desde entonces, pero cada año, cuando llega el primer domingo de luna llena de primavera, celebramos la Semana Santa, coincidiendo con la Pascua Judía.
Llegaron las fiestas de Semana Santa después de dos años sin celebrarla a causa de la pandemia. Siempre me ha resultado un tanto incongruente llamar fiestas a la semana en que Jesús de Nazaret después de haber lavado los pies de sus discípulos y dado su cuerpo y su sangre, es apresado en Getsemaní y comienza su Pasión.
Desde el domingo de Resurrección hasta el domingo de Pentecostés son cincuenta días de gloria que al coincidir con la primavera propiciaban ferias y fiestas en tiempos que no sufríamos de ninguna pandemia y había más cristianos con fe.
Los sanitarios, los transportistas, los servidores del orden, los trabajadores de las tiendas de alimentación y los supermercados, los que están dejando el pellejo en la fabricación y la investigación de remedios para la pandemia, los padres y los maestros que hacen más llevaderos estos días a nuestros niños, los abuelos que sufrimos con paciencia la ausencia de los nuestros y que asumimos que seremos los últimos en volver a la normalidad, los voluntarios que se están multiplicando para atender dificultades, los cuidadores y los internos en las residencias de ancianos, los consagrados que se esfuerzan en hacernos presente al Señor en cada momento, Etc.
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