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No son pocos los antropólogos que predicen una próxima división de la especie humana, no ya en razas, sino en grupos evolutivos distintos

Pedro y el lobo

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Cualquiera que tenga una mínima formación sabe que, partiendo de un tronco común, la actual especie humana es el resultado de la evolución, sobreviviendo en cada momento histórico como dominante la rama más cualificada para ello de entre todos los grupos de Homos. Así, muchas subespecies de homínidos fueron quedando por el camino, pasándose del el Homo Afarensis hasta el actual Homo Sapiens, si bien no por ello hemos dejado de evolucionar, pues que no pocos antropólogos constatan que estamos en puertas de una nueva división de la especie.

Y sus razones no les faltan, bastando para comprenderlo no con tener unos sólidos conocimientos de antropología, sino siendo suficiente con la mera observación de nuestra sociedad. Nunca hubo empatía entre las subespecies de los Homo más allá de lo que exigía la relación tribal, y esto más por una cuestión de supervivencia individual que por ninguna clase de relación empática. Si algo caracteriza a las especies Homo es su naturaleza depredadora, su egocentrismo y su nihilismo, sin que en ello tenga nada que ver el grupo o subgrupo de que se trate, sea éste una raza o una rama cultural: cuando fueron necesarias las alianzas, se hicieron, y cuando fue necesario devorar al vecino, fueron antropófagos. No hay lealtad en la especie humana ni para con los propios miembros del clan, ni hay tampoco conciencia de especie, no habiendo dudado en ningún momento ninguna de las especie de antaño en mestizarse con otras especies con las que contendieron a muerte por la supervivencia o el territorio: si la necesidad instintiva apremiaba, cualquiera que estuviera a mano valía para satisfacerla, fuera esta necesidad alimentaria, de poder o sexual.

Hoy, la evolución sigue imponiendo las mismas reglas. La lealtad entre los miembros de la misma especie –se supone que todos los humanos pertenecemos hoy a la misma rama evolutiva-, sencillamente no existe: unos someten a otros (depredación), abusan de otros (dominio) y subyugan sexualmente a otros (antropofagia). Nada ha cambiado, no hay nada nuevo bajo el sol, que diría Qohelet.

Si hacemos una visión generalizada de nuestra sociedad contemporánea, parece un contrasentido que unos pocos miembros de la misma especie dejen morir de necesidad a la mayor parte de ella, entretanto a ellos les sobra de todo. Y, sin embargo, es obvio que una pequeña parte de la humanidad permanece impasible ante la cruel mortandad que impera en la mayor parte de la población mundial, cuando con apenas una parte mínima de sus excedentes bastaría para evitar su apocalipsis. Un euro sería suficiente para que sobreviviera un niño de Dafur durante un día, pongo por caso, pero los miembros poderosos de los dominios de Occidente –y aún los adinerados de su propio país- prefieren gastárselo en cosas absurdas, o nada más que tenerlos inútilmente inmovilizados engordando sus cuentas. Y esto por no considerar que los gastos onerosamente superfluos de los multimillonarios de Occidente, sin ir más lejos, bastarían no sólo para evitar cualquier clase de muertes por enfermedad o necesidad en cualquier rincón del globo, sino para convertir en clases medias a la totalidad de la humanidad. Por poner una nota de parangón, que para muestra vale un botón, con lo que gasta un multimillonario al día en lujos, gastos estúpidos o viajes de placer, se solucionaría para todo un año el problema de Dafur y nos ahorraríamos la pérdida de un millón de vidas humanas. Sin embargo, el hombre sigue siendo el depredador del hombre. Así, el que puede, lejos de sentir alguna emoción empática por sus semejantes, los somete a su capricho (depredación), se hace servir por ellos (dominio) y, si llega el caso, los convierte en nada más que carne para su satisfacción (antropofagia, sexual o no), llegándose a extremos tales como el tan superextendido como restringido cine snuff entre los más poderosos, sólo por darse una muy efímera satisfacción sexual.

La especie, efectivamente, se está dividiendo. Más allá de que mientras algunos individuos viven en realidades altamente tecnológicas otros lo hacen prácticamente en el port-neolítico, las diferencias son tantas, así en lo cultural como en lo económico (y todo lo que ello conlleva), que los modos de pensar y la evolución de los recursos naturales biológicos imprescindibles para la supervivencia están tomando caminos evolutivos completamente diferentes: unas sociedades sólo evolucionan su cerebro porque no precisan de ninguna otra maña para supervivir (ya tienen todo lo que precisan en las tiendas), entretanto los otros siguen siendo cazadores, agricultores o recolectores. Dos ramas bien diferenciadas del mismo tronco, que se están ralando irremediablemente debido a las exigencias imperiosas de sus propios modos de vida. Una separación basada en el desprecio nihilista de los poderosos para con los hoy débiles, y en el odio de quienes se sienten depredados para con sus depredadores.

Sin embargo, si esto es así visto desde una óptica global, no sucede otra cosa, en sustancia, en lo particular de un país y aun de una sociedad menor, habiendo en éstas, aunque en una escala diferente, quienes son depredadores y depredados, explotadores y explotados, servidos y servidores y dominadores y dominados. También aquí, en las sociedades menores, se está dividiendo la especie de tal modo que aunque hoy convive el poderoso con el débil (aunque no en la misma vecindad), se podría asegurar que la división de la especie se está verificando entre una elite y la generalidad del resto: son radicalmente distintas sus necesidades, sus ocupaciones, sus modos de pensar y sus objetivos evolutivos, y sus naturalezas biológicas, como es natural, evolucionan en el sentido de satisfacer sus afanes y sus órganos en especializarse en ello. Ni de lejos podría comprender el modo de ser o pensar de un poderoso quien no lo sea, o viceversa: su orden es otro, ajeno, distinto, radicalmente extraño.

La especie, pues, inevitablemente se está dividiendo, si bien es un proceso que nunca, desde la noche de la Protohistoria, ha dejado de suceder. Hoy, la distancia entre los dos grupos es tan enorme que no parece haber nada que identifique como común a ambos grupos, más allá de las características generales de sus cuerpos y del número de miembros de éstos.

Una especie, la dominante, que considera a la otra, los dominados, nada más que cabaña, rebaño o bienes de consumo. Sólo así puede entenderse nuestra realidad contemporánea, y, con ello, nuestro inevitable destino. Valorándolo desde esta óptica, puede comprenderse cómo la elite maneja a la ciudadanía, ofreciéndola el herrén del ocio o el entretenimiento (a cada grupo el que le conviene: sexo, fútbol, fe, telenovelas, ideologías, cine, etc.), la oportuna ideología política y aún la fe religiosa, entretanto los esclavizan con leyes, órdenes dictatoriales o democráticos (tanto da si obtienen lo que quieren) y fes de chicha y nabo, a fin de que los dominados los sirvan y sostengan en su bienestar, en la satisfacción de sus necesidades (incluidas las sexuales) y en sus palacios de cristal.

El desarrollo de la inteligencia de la elite evidencia su poder de control sobre la rama post-neolítica que conforma el grueso de la población, ingeniándoselas para traerlos y llevarlos por donde les conviene y aún enfrentándolos para que se maten entre sí a causa de divisiones artificiales creadas para evitar una oposición que pudiera ser peligrosa para ellos. Ejemplo de todo esto es la política, en la que unos individuos que ni siquiera pueden entender la forma de vida o los padecimientos de la población, son quienes se ofrecen a ella para hacer lo que ni siquiera entienden, si bien gozando con la ingenuidad de su cabaña, quienes son capaces de morir por ellos, aunque cuando alcancen el poder sólo les generen sufrimiento y deudas. O con la deuda de las naciones, producidas artificialmente por la elite para que sus cabañas, contenta y comprensivamente, las sufraguen con intereses. He aquí la prueba del nueve de las habilidades de las dos nuevas especies que conviven en el planeta.

Adempero, hay peligros inmediatos que pueden someter al conjunto de las especies del planeta a una situación de supervivencia extrema. La estabilidad planetaria, bien sea por cuestiones medioambientales (contaminación, agotamiento de recursos, etc.), tecnológicas (guerras globales, catástrofes nucleares, etc.) y aun cósmicas (emisiones coronales solares, Elenin, Nibiru, asteroides, etc.), parece estar seriamente comprometida en los próximos meses o años (Pedro siempre dijo la verdad en cuanto que venía el lobo, sólo se equivocó en el cuándo), y en este sentido la elite ha previsto una serie de recursos particularmente onerosos para garantizarse la supervivencia, como bunquers y refugios subterráneos.

Queda por verse, como es natural, si consiguen sobrevivir al primer embate, que ya de por sí es más que dudoso, pero, sobre todo, queda por ver de qué son capaces cuando salgan de sus bunquers y se en enfrenten a una supervivencia sin tecnología. De nada les servirá entonces su cerebro hiperdesarrollado y ningún valor tendrá entonces su oro o sus billetes de banco. Entonces, tal vez, tendrán que contender por sobrevivir contra el grupo post-neolítico superespecializado que abandonaron a su suerte en el exterior, exponiéndolo al exterminio, y no tendrán otra que comprobar que su evolución, para ese supuesto, era el camino equivocado. Así, pasarán de ser la especie dominante a una subespecie dominada, consagrando la eterna ley de la evolución: sólo el más cualificado puede sobrevivir.

Pedro y el lobo

No son pocos los antropólogos que predicen una próxima división de la especie humana, no ya en razas, sino en grupos evolutivos distintos
Ángel Ruiz Cediel
martes, 20 de septiembre de 2011, 06:47 h (CET)
Cualquiera que tenga una mínima formación sabe que, partiendo de un tronco común, la actual especie humana es el resultado de la evolución, sobreviviendo en cada momento histórico como dominante la rama más cualificada para ello de entre todos los grupos de Homos. Así, muchas subespecies de homínidos fueron quedando por el camino, pasándose del el Homo Afarensis hasta el actual Homo Sapiens, si bien no por ello hemos dejado de evolucionar, pues que no pocos antropólogos constatan que estamos en puertas de una nueva división de la especie.

Y sus razones no les faltan, bastando para comprenderlo no con tener unos sólidos conocimientos de antropología, sino siendo suficiente con la mera observación de nuestra sociedad. Nunca hubo empatía entre las subespecies de los Homo más allá de lo que exigía la relación tribal, y esto más por una cuestión de supervivencia individual que por ninguna clase de relación empática. Si algo caracteriza a las especies Homo es su naturaleza depredadora, su egocentrismo y su nihilismo, sin que en ello tenga nada que ver el grupo o subgrupo de que se trate, sea éste una raza o una rama cultural: cuando fueron necesarias las alianzas, se hicieron, y cuando fue necesario devorar al vecino, fueron antropófagos. No hay lealtad en la especie humana ni para con los propios miembros del clan, ni hay tampoco conciencia de especie, no habiendo dudado en ningún momento ninguna de las especie de antaño en mestizarse con otras especies con las que contendieron a muerte por la supervivencia o el territorio: si la necesidad instintiva apremiaba, cualquiera que estuviera a mano valía para satisfacerla, fuera esta necesidad alimentaria, de poder o sexual.

Hoy, la evolución sigue imponiendo las mismas reglas. La lealtad entre los miembros de la misma especie –se supone que todos los humanos pertenecemos hoy a la misma rama evolutiva-, sencillamente no existe: unos someten a otros (depredación), abusan de otros (dominio) y subyugan sexualmente a otros (antropofagia). Nada ha cambiado, no hay nada nuevo bajo el sol, que diría Qohelet.

Si hacemos una visión generalizada de nuestra sociedad contemporánea, parece un contrasentido que unos pocos miembros de la misma especie dejen morir de necesidad a la mayor parte de ella, entretanto a ellos les sobra de todo. Y, sin embargo, es obvio que una pequeña parte de la humanidad permanece impasible ante la cruel mortandad que impera en la mayor parte de la población mundial, cuando con apenas una parte mínima de sus excedentes bastaría para evitar su apocalipsis. Un euro sería suficiente para que sobreviviera un niño de Dafur durante un día, pongo por caso, pero los miembros poderosos de los dominios de Occidente –y aún los adinerados de su propio país- prefieren gastárselo en cosas absurdas, o nada más que tenerlos inútilmente inmovilizados engordando sus cuentas. Y esto por no considerar que los gastos onerosamente superfluos de los multimillonarios de Occidente, sin ir más lejos, bastarían no sólo para evitar cualquier clase de muertes por enfermedad o necesidad en cualquier rincón del globo, sino para convertir en clases medias a la totalidad de la humanidad. Por poner una nota de parangón, que para muestra vale un botón, con lo que gasta un multimillonario al día en lujos, gastos estúpidos o viajes de placer, se solucionaría para todo un año el problema de Dafur y nos ahorraríamos la pérdida de un millón de vidas humanas. Sin embargo, el hombre sigue siendo el depredador del hombre. Así, el que puede, lejos de sentir alguna emoción empática por sus semejantes, los somete a su capricho (depredación), se hace servir por ellos (dominio) y, si llega el caso, los convierte en nada más que carne para su satisfacción (antropofagia, sexual o no), llegándose a extremos tales como el tan superextendido como restringido cine snuff entre los más poderosos, sólo por darse una muy efímera satisfacción sexual.

La especie, efectivamente, se está dividiendo. Más allá de que mientras algunos individuos viven en realidades altamente tecnológicas otros lo hacen prácticamente en el port-neolítico, las diferencias son tantas, así en lo cultural como en lo económico (y todo lo que ello conlleva), que los modos de pensar y la evolución de los recursos naturales biológicos imprescindibles para la supervivencia están tomando caminos evolutivos completamente diferentes: unas sociedades sólo evolucionan su cerebro porque no precisan de ninguna otra maña para supervivir (ya tienen todo lo que precisan en las tiendas), entretanto los otros siguen siendo cazadores, agricultores o recolectores. Dos ramas bien diferenciadas del mismo tronco, que se están ralando irremediablemente debido a las exigencias imperiosas de sus propios modos de vida. Una separación basada en el desprecio nihilista de los poderosos para con los hoy débiles, y en el odio de quienes se sienten depredados para con sus depredadores.

Sin embargo, si esto es así visto desde una óptica global, no sucede otra cosa, en sustancia, en lo particular de un país y aun de una sociedad menor, habiendo en éstas, aunque en una escala diferente, quienes son depredadores y depredados, explotadores y explotados, servidos y servidores y dominadores y dominados. También aquí, en las sociedades menores, se está dividiendo la especie de tal modo que aunque hoy convive el poderoso con el débil (aunque no en la misma vecindad), se podría asegurar que la división de la especie se está verificando entre una elite y la generalidad del resto: son radicalmente distintas sus necesidades, sus ocupaciones, sus modos de pensar y sus objetivos evolutivos, y sus naturalezas biológicas, como es natural, evolucionan en el sentido de satisfacer sus afanes y sus órganos en especializarse en ello. Ni de lejos podría comprender el modo de ser o pensar de un poderoso quien no lo sea, o viceversa: su orden es otro, ajeno, distinto, radicalmente extraño.

La especie, pues, inevitablemente se está dividiendo, si bien es un proceso que nunca, desde la noche de la Protohistoria, ha dejado de suceder. Hoy, la distancia entre los dos grupos es tan enorme que no parece haber nada que identifique como común a ambos grupos, más allá de las características generales de sus cuerpos y del número de miembros de éstos.

Una especie, la dominante, que considera a la otra, los dominados, nada más que cabaña, rebaño o bienes de consumo. Sólo así puede entenderse nuestra realidad contemporánea, y, con ello, nuestro inevitable destino. Valorándolo desde esta óptica, puede comprenderse cómo la elite maneja a la ciudadanía, ofreciéndola el herrén del ocio o el entretenimiento (a cada grupo el que le conviene: sexo, fútbol, fe, telenovelas, ideologías, cine, etc.), la oportuna ideología política y aún la fe religiosa, entretanto los esclavizan con leyes, órdenes dictatoriales o democráticos (tanto da si obtienen lo que quieren) y fes de chicha y nabo, a fin de que los dominados los sirvan y sostengan en su bienestar, en la satisfacción de sus necesidades (incluidas las sexuales) y en sus palacios de cristal.

El desarrollo de la inteligencia de la elite evidencia su poder de control sobre la rama post-neolítica que conforma el grueso de la población, ingeniándoselas para traerlos y llevarlos por donde les conviene y aún enfrentándolos para que se maten entre sí a causa de divisiones artificiales creadas para evitar una oposición que pudiera ser peligrosa para ellos. Ejemplo de todo esto es la política, en la que unos individuos que ni siquiera pueden entender la forma de vida o los padecimientos de la población, son quienes se ofrecen a ella para hacer lo que ni siquiera entienden, si bien gozando con la ingenuidad de su cabaña, quienes son capaces de morir por ellos, aunque cuando alcancen el poder sólo les generen sufrimiento y deudas. O con la deuda de las naciones, producidas artificialmente por la elite para que sus cabañas, contenta y comprensivamente, las sufraguen con intereses. He aquí la prueba del nueve de las habilidades de las dos nuevas especies que conviven en el planeta.

Adempero, hay peligros inmediatos que pueden someter al conjunto de las especies del planeta a una situación de supervivencia extrema. La estabilidad planetaria, bien sea por cuestiones medioambientales (contaminación, agotamiento de recursos, etc.), tecnológicas (guerras globales, catástrofes nucleares, etc.) y aun cósmicas (emisiones coronales solares, Elenin, Nibiru, asteroides, etc.), parece estar seriamente comprometida en los próximos meses o años (Pedro siempre dijo la verdad en cuanto que venía el lobo, sólo se equivocó en el cuándo), y en este sentido la elite ha previsto una serie de recursos particularmente onerosos para garantizarse la supervivencia, como bunquers y refugios subterráneos.

Queda por verse, como es natural, si consiguen sobrevivir al primer embate, que ya de por sí es más que dudoso, pero, sobre todo, queda por ver de qué son capaces cuando salgan de sus bunquers y se en enfrenten a una supervivencia sin tecnología. De nada les servirá entonces su cerebro hiperdesarrollado y ningún valor tendrá entonces su oro o sus billetes de banco. Entonces, tal vez, tendrán que contender por sobrevivir contra el grupo post-neolítico superespecializado que abandonaron a su suerte en el exterior, exponiéndolo al exterminio, y no tendrán otra que comprobar que su evolución, para ese supuesto, era el camino equivocado. Así, pasarán de ser la especie dominante a una subespecie dominada, consagrando la eterna ley de la evolución: sólo el más cualificado puede sobrevivir.

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