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Opinión
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¿Somos libres para divertirnos de verdad?

​El divertimiento del ocio y de las alegrías abreviadas

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Con motivo de los feroces ajustes en la economía argentina, una conocida me confesó la otra tarde, muy triste, que no podría viajar a Europa quizá nunca más. Enseguida pensé que personas como ella sólo sufren las consecuencias de su ideología (o de la adoptada por algún sofisma en las campañas electorales de la época), cuando ven tocado su bolsillo. Antes, se contentan con divertirse durante su tiempo de ocio, sin demasiado registro del otro pues suponen que la igualdad (cuanto menos ante la ley) es una igualación consistente en disminuir la vulnerabilidad mediante la caridad, alguna política pública o a como dé lugar siempre y cuando no se vea afectado su privilegio de gozar, por ejemplo de regias vacaciones. La cuestión, claro, es tener tiempo libre y sostener el ocio, que no cualquiera.


Ocio, el de los bien pagados, o tiempo para pasar felizmente el recreo de que se hacen los trabajadores, generalmente en familia para tener alguna alegría, tales diversiones nos han igualado, aunque pocos se den cuenta. Si para viajar, reunirte en un asado, ir al cine o al teatro se termina por seguir los pasos del procedimiento inevitable y burocrático en una suerte de colonización global “democratizada” que es hoy la industria del tiempo libre, podría una preguntarse: “¿el divertimiento auténtico, dónde está?” No hablo de países como Argentina, donde las diferencias entre los variados tipos de cambio, los impuestos por viajar al extranjero, las comisiones en los gastos con tarjeta de crédito, etcétera, alienan a cualquiera y  en que la inflación impide comprar a la mayoría los alimentos mínimos para festejar un cumpleaños austero o celebrar encuentros amistosos con empanadas caseras. Me refiero a los hábitos irrecuperables de la modernidad cuando el flâneur viajaba sin mapas y había juegos inocentes entre niños en casa o compartidos espontáneamente en el barrio. Cada ciudad, por lo demás, tenía su encanto; sus aeropuertos no se parecían, se conservaban las tradiciones arquitectónicas a punto de que, desde lejos, el viajante advertía estar yéndose de Austria para ingresar al Tirol italiano. Hoy, si se desea diversión, se debe trabajar para sujetos o personas jurídicas ocultas tras una plataforma o aplicación telefónica, que conquistan el mercado con anuncios de eterno bienestar y celestial fortuna. Anuncios, impecable e impersonalmente escritos por la IA, que está intentando suplir a los grandes publicitarios del mundo. Así, se cliquea, se investiga en la internet, se cazan códigos QR como mariposas; se completan formularios en línea, hay que suscribirse a revistas o “bajarse” una canción en las plataformas del rubro; tramitar una visa, renovar o pedir un pasaporte, buscar una entrada de cine o teatro (y rogar que se encuentre una ubicación razonable a buen precio porque casi siempre los espacios se agotan). Hasta se pueden realizar cursos para aprender habilidades ajenas. Por ejemplo, escribir, cocinar, conducir un auto o una bici; un velero, una avioneta o cultivar una huerta. Todo se encuentra a entera disposición del usuario para divertirse, pero a costa de cumplir pasos obligados en el procedimiento burocrático diseñado por otros, un buen negocio…


Un conocido lingüista y filólogo español radicado en Suecia, José Luis Ramírez, comentaba hace un tiempo que sobrevivir  en sociedad depende hoy de un equilibrio entre la esfera privada y la pública, tratando de impedir que una devore a la otra… Quizá este argumento no es enteramente trasladable a Argentina, pero nos guste o no, Occidente (Suecia incluida) se ha igualado en ese peculiar modo colectivo de “facilitarnos” la vida. Por un lado el ciudadano es sujeto y por el otro, convive. Y es en esa doble implicancia que exhibe sus paradojas, se estresa y necesita divertirse. La industria del entretiempo, el espectáculo, de las alegrías y el ocio, ahí están para servirle, previa visita burocrática a plataformas y aplicativos que diseñan y dirigen vaya a saberse qué empresas: siempre, pirámides cuyos vértices son difíciles de develar. La atención al cliente, despersonalizada y a cargo de robots, se encarga del resto.


La vida social fue planificada después de la modernidad como una existencia “tecno”… Ni racional ni compulsivamente, nadie puede sustraerse. Se salvan los que tienen el talento (y la valentía) de divertirse entre amigos y en familia, que prefieren los interiores a los exteriores… Ello, con la creatividad de aquella infancia cuando jugábamos  con botones, muñecas viejas o soldaditos de plomo, sin que nuestros padres tuvieran que completar formularios, hacer colas interminables para obtener precios de descuento o hacerse de entradas teatrales en primera fila, calmando los angustiosos berrinches por parte de los autoritarios hijos de ahora.


No comenté a mi conocida que, aunque no pudiera viajar a Europa, su decepción se igualaba (de algún modo) a la desilusión del colectivo en asuntos más urgentes que el de ella, desde luego: el ajuste en Argentina no operó, sólo respecto de unos pocos. Tampoco le dije, porque supuse que no comprendería, que aun cuando viajara en primera clase, su afán por conocer nuevos mundos no sería  jamás el soñado: como partícipe de un divertimiento globalizado, nada singular ni mucho menos personalizado, al circular por los no-lugares poblados por pasajeros y aviones, negocios repetidos con marcas o recuerdos folclóricos locales, regresaría a casa con la sensación de haber sido una espectadora en ciudades bastante parecidas entre sí últimamente. No iba a ser envidiada por los que, en tren u ómnibus, querrían ver el mar o la montaña alguna vez: mover nos movemos todos durante los festivos o no festivos. La cuestión es el cómo y el para qué.                                                                                                  

La pregunta del millón que motivó mi conocida, porque soy de la generación de los analógicos obligados a transformarse en sujetos digitales para sobrevivir: ¿cómo se percibe el ocio o la abreviada alegría de un recreo robado al jornal, si hasta para ello hay que trabajar? ¿Somos libres para divertirnos de verdad? ¿O será que los pocos que zafan del diseño democratizado burocrático de esta vida-tecno (por su dinero pueden elaborar instrucciones propias de vida), será que se aburren tanto ellos del ocio, que para no sucumbir en soledad, resignan su amplia capacidad de elección, igualándose a los burocratizados del montón, aunque sea un poco? 

​El divertimiento del ocio y de las alegrías abreviadas

¿Somos libres para divertirnos de verdad?
Paula Winkler
sábado, 27 de abril de 2024, 11:57 h (CET)

Con motivo de los feroces ajustes en la economía argentina, una conocida me confesó la otra tarde, muy triste, que no podría viajar a Europa quizá nunca más. Enseguida pensé que personas como ella sólo sufren las consecuencias de su ideología (o de la adoptada por algún sofisma en las campañas electorales de la época), cuando ven tocado su bolsillo. Antes, se contentan con divertirse durante su tiempo de ocio, sin demasiado registro del otro pues suponen que la igualdad (cuanto menos ante la ley) es una igualación consistente en disminuir la vulnerabilidad mediante la caridad, alguna política pública o a como dé lugar siempre y cuando no se vea afectado su privilegio de gozar, por ejemplo de regias vacaciones. La cuestión, claro, es tener tiempo libre y sostener el ocio, que no cualquiera.


Ocio, el de los bien pagados, o tiempo para pasar felizmente el recreo de que se hacen los trabajadores, generalmente en familia para tener alguna alegría, tales diversiones nos han igualado, aunque pocos se den cuenta. Si para viajar, reunirte en un asado, ir al cine o al teatro se termina por seguir los pasos del procedimiento inevitable y burocrático en una suerte de colonización global “democratizada” que es hoy la industria del tiempo libre, podría una preguntarse: “¿el divertimiento auténtico, dónde está?” No hablo de países como Argentina, donde las diferencias entre los variados tipos de cambio, los impuestos por viajar al extranjero, las comisiones en los gastos con tarjeta de crédito, etcétera, alienan a cualquiera y  en que la inflación impide comprar a la mayoría los alimentos mínimos para festejar un cumpleaños austero o celebrar encuentros amistosos con empanadas caseras. Me refiero a los hábitos irrecuperables de la modernidad cuando el flâneur viajaba sin mapas y había juegos inocentes entre niños en casa o compartidos espontáneamente en el barrio. Cada ciudad, por lo demás, tenía su encanto; sus aeropuertos no se parecían, se conservaban las tradiciones arquitectónicas a punto de que, desde lejos, el viajante advertía estar yéndose de Austria para ingresar al Tirol italiano. Hoy, si se desea diversión, se debe trabajar para sujetos o personas jurídicas ocultas tras una plataforma o aplicación telefónica, que conquistan el mercado con anuncios de eterno bienestar y celestial fortuna. Anuncios, impecable e impersonalmente escritos por la IA, que está intentando suplir a los grandes publicitarios del mundo. Así, se cliquea, se investiga en la internet, se cazan códigos QR como mariposas; se completan formularios en línea, hay que suscribirse a revistas o “bajarse” una canción en las plataformas del rubro; tramitar una visa, renovar o pedir un pasaporte, buscar una entrada de cine o teatro (y rogar que se encuentre una ubicación razonable a buen precio porque casi siempre los espacios se agotan). Hasta se pueden realizar cursos para aprender habilidades ajenas. Por ejemplo, escribir, cocinar, conducir un auto o una bici; un velero, una avioneta o cultivar una huerta. Todo se encuentra a entera disposición del usuario para divertirse, pero a costa de cumplir pasos obligados en el procedimiento burocrático diseñado por otros, un buen negocio…


Un conocido lingüista y filólogo español radicado en Suecia, José Luis Ramírez, comentaba hace un tiempo que sobrevivir  en sociedad depende hoy de un equilibrio entre la esfera privada y la pública, tratando de impedir que una devore a la otra… Quizá este argumento no es enteramente trasladable a Argentina, pero nos guste o no, Occidente (Suecia incluida) se ha igualado en ese peculiar modo colectivo de “facilitarnos” la vida. Por un lado el ciudadano es sujeto y por el otro, convive. Y es en esa doble implicancia que exhibe sus paradojas, se estresa y necesita divertirse. La industria del entretiempo, el espectáculo, de las alegrías y el ocio, ahí están para servirle, previa visita burocrática a plataformas y aplicativos que diseñan y dirigen vaya a saberse qué empresas: siempre, pirámides cuyos vértices son difíciles de develar. La atención al cliente, despersonalizada y a cargo de robots, se encarga del resto.


La vida social fue planificada después de la modernidad como una existencia “tecno”… Ni racional ni compulsivamente, nadie puede sustraerse. Se salvan los que tienen el talento (y la valentía) de divertirse entre amigos y en familia, que prefieren los interiores a los exteriores… Ello, con la creatividad de aquella infancia cuando jugábamos  con botones, muñecas viejas o soldaditos de plomo, sin que nuestros padres tuvieran que completar formularios, hacer colas interminables para obtener precios de descuento o hacerse de entradas teatrales en primera fila, calmando los angustiosos berrinches por parte de los autoritarios hijos de ahora.


No comenté a mi conocida que, aunque no pudiera viajar a Europa, su decepción se igualaba (de algún modo) a la desilusión del colectivo en asuntos más urgentes que el de ella, desde luego: el ajuste en Argentina no operó, sólo respecto de unos pocos. Tampoco le dije, porque supuse que no comprendería, que aun cuando viajara en primera clase, su afán por conocer nuevos mundos no sería  jamás el soñado: como partícipe de un divertimiento globalizado, nada singular ni mucho menos personalizado, al circular por los no-lugares poblados por pasajeros y aviones, negocios repetidos con marcas o recuerdos folclóricos locales, regresaría a casa con la sensación de haber sido una espectadora en ciudades bastante parecidas entre sí últimamente. No iba a ser envidiada por los que, en tren u ómnibus, querrían ver el mar o la montaña alguna vez: mover nos movemos todos durante los festivos o no festivos. La cuestión es el cómo y el para qué.                                                                                                  

La pregunta del millón que motivó mi conocida, porque soy de la generación de los analógicos obligados a transformarse en sujetos digitales para sobrevivir: ¿cómo se percibe el ocio o la abreviada alegría de un recreo robado al jornal, si hasta para ello hay que trabajar? ¿Somos libres para divertirnos de verdad? ¿O será que los pocos que zafan del diseño democratizado burocrático de esta vida-tecno (por su dinero pueden elaborar instrucciones propias de vida), será que se aburren tanto ellos del ocio, que para no sucumbir en soledad, resignan su amplia capacidad de elección, igualándose a los burocratizados del montón, aunque sea un poco? 

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