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Opinión
Etiquetas | Presidente | Izquierda | Dioses | utopia
No pretendo que se arrepienta del inmenso daño que está haciendo a su país; ni a la izquierda; ni al partido del que un día fue expulsado por intentar violar la democracia interna del mismo

La primera utopía

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“Toda mi doctrina está aquí: el triunfo natural del mal sobre el bien, y el triunfo sobrenatural de Dios sobre el mal. Aquí está la condenación de todos los sistemas progresistas y perfecciones con que los modernos filósofos, embaucadores de profesión, han intentado adormecer a los pueblos, esos niños inmortales”. Donoso Cortés.


Señor presidente: si he de serle sincero, no tengo la menor esperanza de que estas reflexiones lleguen a su conocimiento, y en el supuesto de que llegase a tener noticia de ellas, puedan causar el menor efecto en sus mudables propósitos.


Soy consciente de que mis palabras son una gota de agua en la inmensidad de los océanos. Incluso es posible que las mismas constituyan una osadía infinita, al ser yo un insignificante humano y usted ser la corona de las cumbres del Olimpo político. Por eso yo voy andando y usted en el Puma o en el Phalcon, aunque vaya del salón de su residencia al recinto en el que se asienta el trono de su intimidad.


Pero mientras que usted, cada vez que se ve obligado a pisar la calle, tiene que ampliar el perímetro de seguridad para no sufrir la incomodidad de escuchar los reproches de quienes no comparten su imaginario progresismo, yo tengo la fortuna de poder sentir el calor de los abrazos de mis amigos sin verme apostrofado en mi libre deambular por las calles de mi ciudad.


No pretendo que se arrepienta del inmenso daño que está haciendo a su país; ni a la izquierda; ni al partido del que un día fue expulsado por intentar violar la democracia interna del mismo, pretendiendo ganar una votación de forma fraudulenta.


No espero su arrepentimiento porque ello es un sentimiento propio de los insignificantes humanos, y usted, en su ansia de inmortalidad, de infinitud, de eternidad, preocupado de como pasará a la historia, es posible  que piense que su lugar es estar asentado entre los dioses en el trono del universo, sobre las doradas cumbres del Olimpo.


Si atendemos a la visión que de su realidad tiene a bien ilustrarnos cada día, a nosotros, pobres seres terrenales, nos percatamos de cuan inconmensurable es nuestra ingratitud al no reconocer que tras su ascensión al sitial de Zeus, despreciando lo impuro y aborreciendo como cualquier dios la injusticia y la maldad, se inició en la Tierra una época de bonanza conocida como progresismo. A partir de ese momento dejaron de existir las leyes, los jueces y los tribunales porque la Justicia, por primera vez en la  historia de la humanidad, comenzó a ser respetada de forma innata por todos nosotros, los hombres, las mujeres y los no binarios, y gracias a la acción benéfica de su forma de gobernar, vivimos en paz, abundancia y armoniosa concordia, sin necesidad de trabajar, pues de su mano manan todos los frutos necesarios para nuestro bienestar, gracias a lo cual vivimos en una eterna primavera.


Por mucho que nos esforcemos, los insignificantes humanos nunca podremos alcanzar a comprender el divino sacrificio que está haciendo para levantar el muro que nos preserve de la maldad que representa todo aquel que se atreve a discrepar de sus actos.


Usted,  señor presidente, no se cansa de decirnos que es el escudo que nos preserva de los fríos inviernos en que nos veríamos sumidos en caso de faltarnos su protección. Desaparecería la abundancia benéfica de la que ahora disfrutamos y tendríamos que trabajar duramente la tierra para poder obtener algún fruto con el que alimentarnos; se desvanecería la armonía que nos han proporcionado sus acuerdos, y nos veríamos envueltos por las tinieblas que provocan la desdicha del ser humano; la paz y la concordia, fruto de sus pactos y su actitud dialogante, huirían de nuestra sociedad para dar paso a la violencia de un pasado siniestro, en el que únicamente reinarían la esclavitud, la corrupción y la codicia. Se evaporaría el sueño de su progresismo, sin el cual la vida volvería a ser una sucesión de sufrimientos y fechorías, y en la que Eris, la diosa de la discordia, se interpondría entre hermanos, padres e hijos, hombres y mujeres, pobres y ricos, y trabajadores y empresarios. Reinaría de nuevo el caos, y Temis, la diosa de la justicia, abandonaría el mundo.


Pero señor presidente: recuerde que el Olimpo fue la primera utopía de todos los tiempos, y usted carece de los divinos bucles de Zeus, que con solo agitarlos, podía hacer temblar el Universo. Es hora de abandonar sus etéreos sueños mitológicos, descender a la tierra, y pisar la cruda realidad.

Ni usted es un dios, ni habita en el Olimpo. Al fin y al cabo la mitología puede ser vista como una forma de proyección, de deseo o de fantasía, que usa la ilusión y la esperanza para crear mundos ideales y utópicos que nada tienen que ver con la realidad.


Los humanos ya tuvieron ocasión de constatar su inseguridad e insignificancia al comprobar que no podían apagar el brillo de las estrellas.

La primera utopía

No pretendo que se arrepienta del inmenso daño que está haciendo a su país; ni a la izquierda; ni al partido del que un día fue expulsado por intentar violar la democracia interna del mismo
César Valdeolmillos
lunes, 29 de enero de 2024, 10:24 h (CET)

“Toda mi doctrina está aquí: el triunfo natural del mal sobre el bien, y el triunfo sobrenatural de Dios sobre el mal. Aquí está la condenación de todos los sistemas progresistas y perfecciones con que los modernos filósofos, embaucadores de profesión, han intentado adormecer a los pueblos, esos niños inmortales”. Donoso Cortés.


Señor presidente: si he de serle sincero, no tengo la menor esperanza de que estas reflexiones lleguen a su conocimiento, y en el supuesto de que llegase a tener noticia de ellas, puedan causar el menor efecto en sus mudables propósitos.


Soy consciente de que mis palabras son una gota de agua en la inmensidad de los océanos. Incluso es posible que las mismas constituyan una osadía infinita, al ser yo un insignificante humano y usted ser la corona de las cumbres del Olimpo político. Por eso yo voy andando y usted en el Puma o en el Phalcon, aunque vaya del salón de su residencia al recinto en el que se asienta el trono de su intimidad.


Pero mientras que usted, cada vez que se ve obligado a pisar la calle, tiene que ampliar el perímetro de seguridad para no sufrir la incomodidad de escuchar los reproches de quienes no comparten su imaginario progresismo, yo tengo la fortuna de poder sentir el calor de los abrazos de mis amigos sin verme apostrofado en mi libre deambular por las calles de mi ciudad.


No pretendo que se arrepienta del inmenso daño que está haciendo a su país; ni a la izquierda; ni al partido del que un día fue expulsado por intentar violar la democracia interna del mismo, pretendiendo ganar una votación de forma fraudulenta.


No espero su arrepentimiento porque ello es un sentimiento propio de los insignificantes humanos, y usted, en su ansia de inmortalidad, de infinitud, de eternidad, preocupado de como pasará a la historia, es posible  que piense que su lugar es estar asentado entre los dioses en el trono del universo, sobre las doradas cumbres del Olimpo.


Si atendemos a la visión que de su realidad tiene a bien ilustrarnos cada día, a nosotros, pobres seres terrenales, nos percatamos de cuan inconmensurable es nuestra ingratitud al no reconocer que tras su ascensión al sitial de Zeus, despreciando lo impuro y aborreciendo como cualquier dios la injusticia y la maldad, se inició en la Tierra una época de bonanza conocida como progresismo. A partir de ese momento dejaron de existir las leyes, los jueces y los tribunales porque la Justicia, por primera vez en la  historia de la humanidad, comenzó a ser respetada de forma innata por todos nosotros, los hombres, las mujeres y los no binarios, y gracias a la acción benéfica de su forma de gobernar, vivimos en paz, abundancia y armoniosa concordia, sin necesidad de trabajar, pues de su mano manan todos los frutos necesarios para nuestro bienestar, gracias a lo cual vivimos en una eterna primavera.


Por mucho que nos esforcemos, los insignificantes humanos nunca podremos alcanzar a comprender el divino sacrificio que está haciendo para levantar el muro que nos preserve de la maldad que representa todo aquel que se atreve a discrepar de sus actos.


Usted,  señor presidente, no se cansa de decirnos que es el escudo que nos preserva de los fríos inviernos en que nos veríamos sumidos en caso de faltarnos su protección. Desaparecería la abundancia benéfica de la que ahora disfrutamos y tendríamos que trabajar duramente la tierra para poder obtener algún fruto con el que alimentarnos; se desvanecería la armonía que nos han proporcionado sus acuerdos, y nos veríamos envueltos por las tinieblas que provocan la desdicha del ser humano; la paz y la concordia, fruto de sus pactos y su actitud dialogante, huirían de nuestra sociedad para dar paso a la violencia de un pasado siniestro, en el que únicamente reinarían la esclavitud, la corrupción y la codicia. Se evaporaría el sueño de su progresismo, sin el cual la vida volvería a ser una sucesión de sufrimientos y fechorías, y en la que Eris, la diosa de la discordia, se interpondría entre hermanos, padres e hijos, hombres y mujeres, pobres y ricos, y trabajadores y empresarios. Reinaría de nuevo el caos, y Temis, la diosa de la justicia, abandonaría el mundo.


Pero señor presidente: recuerde que el Olimpo fue la primera utopía de todos los tiempos, y usted carece de los divinos bucles de Zeus, que con solo agitarlos, podía hacer temblar el Universo. Es hora de abandonar sus etéreos sueños mitológicos, descender a la tierra, y pisar la cruda realidad.

Ni usted es un dios, ni habita en el Olimpo. Al fin y al cabo la mitología puede ser vista como una forma de proyección, de deseo o de fantasía, que usa la ilusión y la esperanza para crear mundos ideales y utópicos que nada tienen que ver con la realidad.


Los humanos ya tuvieron ocasión de constatar su inseguridad e insignificancia al comprobar que no podían apagar el brillo de las estrellas.

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