Tan grande y persistente era esta jaqueca que tanteó más que buscar el analgésico en el botiquín, convirtiendo el estante del yodo y las pomadas en un ensayo del ballet Bolshoi. Una vez localizado el tubo de comprimidos, costó Dios y ayuda desenroscar la tapa, y todo para que la primera pastilla se deslizara torpemente hasta terminar haciéndose pedazos en la encimera. Los recogió uno a uno y fue depositándolos con parsimonia en el vaso de agua, medio lleno tal como acostumbraba a ver las cosas antes de la agonía de medio año que había devastado sus creencias y restaurado los peores prejuicios.
El sonido efervescente del burbujeo fue relajándole poco a poco, y así se dejó atrapar lentamente por la miríada de pequeños aspersores que saltaban fuera del vaso para refrescarle paulatinamente el rostro. Asistió una vez más al proceso en el cual los componentes pasaban a formar parte de una causa mayor (en teoría). A través del cristal observaba como desaparecían en el magma esa barba blancuzca detrás de la cual reinaba el estupor. Y aquel rostro pétreo que no tenía problemas en cambiar un principio por su contrario. Y esta sonrisa anaranjada que siempre parecía querer equidistar por imperativo legal (pero sin conseguirlo). Y finalmente esa coleta ensortijada que no podía reprimir sus ganas de decir la última palabra antes de disolverse en el líquido blancuzco de la precampaña.