MADRID, 22 (OTR/PRESS) Desde el año 2000, la industria ha perdido protagonismo en la economía española. Su peso en el PIB ha descendido de manera constante, y con ello también su capacidad para generar empleo: el sector ha destruido cerca del 20% de los puestos de trabajo que ocupaba hace dos décadas. Esta desindustrialización ha continuado a pesar de que todos los gobiernos, sin excepción, han proclamado su intención de cambiar el modelo productivo del país, excesivamente centrado en los servicios y en el sector primario. La pérdida de competitividad industrial no se debe a una sola causa. A lo largo de los años, los altos costes energéticos, los cambios regulatorios constantes y una creciente sensación de inseguridad jurídica han dificultado la estabilidad de muchas empresas industriales. A esto se suma la complejidad administrativa: en España, las normativas autonómicas difieren considerablemente entre comunidades, lo que supone una barrera adicional para cualquier negocio que quiera operar en distintas regiones del país. Especialmente afectada ha sido la industria electrointensiva, la siderurgia, la química o la fabricación de materiales, que requiere de un suministro eléctrico abundante y estable. El encarecimiento de la energía, combinado con una política energética poco predecible, ha provocado el cierre de instalaciones, deslocalizaciones y una pérdida continua de competitividad frente a países vecinos. Más recientemente, esta falta de infraestructura energética adecuada se ha convertido en un obstáculo incluso para sectores emergentes. Inversiones extranjeras de alto valor añadido, como centros tecnológicos, empresas de semiconductores o grandes hubs logísticos, se han frenado o desviado a otros países por la falta de capacidad en la red eléctrica para nuevas conexiones. La paradoja es que, mientras en los discursos se apuesta por una reindustrialización verde y digital, en la práctica no se han logrado crear las condiciones necesarias para atraer y mantener industrias clave. Sin una estrategia energética clara, una simplificación normativa y una coordinación real entre administraciones, el país corre el riesgo de consolidar un modelo productivo desequilibrado y vulnerable ante futuras crisis.
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