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'The descent', de Neil Marshall

Gonzalo G. Velasco
Gonzalo G. Velasco
lunes, 24 de octubre de 2005, 00:40 h (CET)
La película que hoy nos ocupa viene a ser algo así como la versión subterránea de Alien pero con seis Ripleys en lugar de una y otros tantos bichos asesinos. La dirige Neil Marshall, el autor de la notable Dog Soldiers, un título de culto entre los amigos del fantástico que a su vez venía a ser el resultado de sumarle a una película bélica un licántropo descontextualizado. Diré, para ir calentando motores y sorprenderles con un giro de guión a posteriori, que The Descent empieza de la peor manera posible: con un largo, larguísimo, y aburrido, aburridísimo, acto de planteamiento cuajado de tópicos y diálogos huecos.

Tanto es así que, mientras asistía al amodorrante espectáculo, me preguntaba con inquietud si el tal Neil Marshall habría oído hablar alguna vez de las elipsis narrativas. Incluso cuando las chicas acceden a la cueva (pues a fin de cuentas de eso va la cosa, de un grupo de jovencitas inocentes atrapadas en una cueva con inquilinos sorpresa), pensaba que al final me la iba a dar con queso y que lo que estaba viendo no era una ficción, sino un documental sobre deportes de riesgo al estilo de la reciente (y fabulosa), Touching the Void. Pero entonces, a cuarenta y pico minutos del inicio, el director se dejó de paparruchas y entró en materia, y la verdad es que lo hizo con una vehemencia, un poderío visual, y un dominio de los resortes narrativos de la serie B que pocas veces este cronista ha visto en una pantalla de cine. Para ser honestos, utilizar una expresión como “serie B” referido a The Descent, no hace justicia a la tremenda labor de sus responsables por mucho que el espíritu de dicho cine revolotee alegremente sobre todo el metraje.

Ahora bien, no nos confundamos, el film dista bastante de ser el colmo de la originalidad. De hecho, no resulta difícil encontrar en sus entrañas (y nunca mejor dicho), huellas de otras joyas del celuloide de terror, desde el diseño de las criaturas, inspirado a partes iguales en el Nosferatu de Murnau y en el Gollum de Peter Jackson, hasta todo el espectáculo de casquería directamente importado del cine gore setentero de los grandes maestros: Romero (que esta semana estrena la cuarta parte de su saga de zombies), Wes Craven o incluso Tobe Hopper . Lo que ocurre es que Neil Marshall ordena y dinamiza todo el batiburrillo de ideas, conceptos y homenajes, de una forma tan compacta que, el resultado, lejos de la estética posmoderna a la que estamos desgraciadamente tan acostumbrados, aproxima su creación a las orillas del clasicismo de género.

Una ambientación de auténtico infarto (por primera vez en lustros alguien ha conseguido hacerme saltar del asiento), una utilización sabia del fuera de campo, un maquillaje espeluznante que demuestra que lo físico convence más que lo digital cuando se trata de asustar al personal, un tratamiento sonoro perturbador como pocos, e incluso algún tímido pero convincente conato de otorgar cierta profundidad psicológica a los personajes, completan la retahíla de virtudes de The Descent, una película que, si gozan del cine de terror, no se marean donando sangre, y son tolerantes con los arranques dilatados en exceso, deberían ver por decreto ley.

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