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El término proviene del personaje mitológico Narciso, en griego, Nárkissos, un joven de extraordinaria belleza. Según la leyenda, especialmente en la versión de Ovidio, en sus Metamorfosis, Narciso despreciaba a quienes se enamoraban de él. Como castigo, los dioses lo hicieron enamorarse de su propio reflejo en el agua. Incapaz de separarse de su imagen, terminó muriendo por hambre, desesperación o suicidio y en el lugar donde cayó creció la flor del narciso.
En una época donde el estrés cotidiano parece inevitable, un movimiento creciente aboga por una filosofía radical: dejar de pelear completamente. No se trata de rendirse ante las injusticias, sino de reconocer el precio que pagamos cada vez que entramos en conflicto con otros.
La inteligencia artificial (IA) ha pasado de ser una promesa futurista a una realidad omnipresente en nuestras vidas. Desde asistentes virtuales que gestionan nuestras agendas hasta algoritmos que personalizan nuestras experiencias en línea, la IA se ha integrado de manera tan fluida en nuestro día a día que, para muchos, se ha vuelto indispensable. A medida que sus capacidades se expanden, surge una pregunta inquietante: ¿podemos volvernos adictos a la IA?
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