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Algunos de los más terribles dictadores acabaron sus días como lo que fueron

Huyeron como ratas

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A veces conviene hacer un parón y echar la vista atrás. Escrutar un poco menos la actualidad y reflexionar algo más sobre la historia.

Comencemos por Mussolini. Aquel líder histriónico que se había calzado la bota de Italia durante más de veinte años para pisotear a su pueblo no tuvo el glorioso final que soñaba. Durante los dos últimos años de su vida hubo que conformarse con presidir la República Social Italiana, un protectorado nazi que limitaba la Italia fascista al tercio norte de una península ocupada por los Aliados. Lejos quedaban el Coliseo, los Foros Imperiales y ese balcón de la Plaza Venecia desde donde escupía sus ideas a la muchedumbre allí congregada . Pero en abril del 45 ni siquiera esa farsa pudo mantenerse en pie.

Los alemanes ya tenían bastante con seguir defendiendo Berlín, quedando Mussolini y sus secuaces a merced de unos partisanos más sedientos de sangre que de justicia. El Duce huyó de su guarida milanesa, disfrazado de soldado, en un convoy alemán. Pero antes de que lograse cruzar los Alpes fue descubierto y arrestado. Cerca del lago Como, y junto a su inseparable Clara Petacci, fue fusilado. Los cadáveres de los amantes fascistas fueron trasladados de inmediato a Milán. Allí los dejaron a merced de la turba. El resultado fue el de unos cuerpos vapuleados brutalmente, que terminaron colgados boca abajo junto a una gasolinera. Una imagen dantesca que servía de colofón a una vida que poco tuvo de comedia y menos aún de divina.

Sigamos con Ceaucescu. El dictador rumano también maltrató a su pueblo durante dos largas décadas. Su rostro era como el de un campesino que rumiaba odio, el de un ágrafo con delirios de grandeza que no dudó en arrasar medio Bucarest para construir una kilométrica avenida que desembocase en ese monstruo de piedra que es el Palacio del Pueblo.

Eso sí, cuando en diciembre del 89 buena parte del ejército se sumó a los revolucionarios que luchaban por derrocar aquel régimen asesino, Ceaucescu y su esposa no tardaron en tomar un helicóptero que les alejase de la capital de una nación que ya no era la suya. Pero la huida no fue completa. Se vieron obligados a tomar tierra en Targoviste, donde fueron apresados y ejecutados tras un juicio sumario. La imagen de sus cuerpos abatidos dio la vuelta al mundo. Con ellos había caído la última piedra del Muro.

Terminemos con Gadafi. El sátrapa de atuendos imposibles había instalado su jaima de excentricidades y horror sobre el desierto libio durante más de cuarenta años. Su rostro, desfigurado por el bótox y la demencia, venía ocupando las portadas de los diarios desde que en febrero de 2011 la ciudad de Bengasi, y con ella media Libia, se rebelase contra su régimen.

A finales de agosto tuvo que recluirse en Sirte, su ciudad natal, pues las tropas opositoras habían llegado a Trípoli. Cuando ni siquiera allí estaba seguro, decidió acometer un desesperado plan de huida que resultaría fallido. Los rebeldes lo hallaron escondido en una cloaca -la metáfora aquí cristaliza perfecta-. Entre golpes e insultos imploró esa clemencia que a tantos otros él mismo había negado. Le dieron muerte y su cuerpo fue ultrajado. Una vez más, la imagen del verdugo ajusticiado por su pueblo fue rápidamente difundida.

Huyeron como ratas

Algunos de los más terribles dictadores acabaron sus días como lo que fueron
Carlos Salas González
miércoles, 13 de junio de 2012, 07:16 h (CET)
A veces conviene hacer un parón y echar la vista atrás. Escrutar un poco menos la actualidad y reflexionar algo más sobre la historia.

Comencemos por Mussolini. Aquel líder histriónico que se había calzado la bota de Italia durante más de veinte años para pisotear a su pueblo no tuvo el glorioso final que soñaba. Durante los dos últimos años de su vida hubo que conformarse con presidir la República Social Italiana, un protectorado nazi que limitaba la Italia fascista al tercio norte de una península ocupada por los Aliados. Lejos quedaban el Coliseo, los Foros Imperiales y ese balcón de la Plaza Venecia desde donde escupía sus ideas a la muchedumbre allí congregada . Pero en abril del 45 ni siquiera esa farsa pudo mantenerse en pie.

Los alemanes ya tenían bastante con seguir defendiendo Berlín, quedando Mussolini y sus secuaces a merced de unos partisanos más sedientos de sangre que de justicia. El Duce huyó de su guarida milanesa, disfrazado de soldado, en un convoy alemán. Pero antes de que lograse cruzar los Alpes fue descubierto y arrestado. Cerca del lago Como, y junto a su inseparable Clara Petacci, fue fusilado. Los cadáveres de los amantes fascistas fueron trasladados de inmediato a Milán. Allí los dejaron a merced de la turba. El resultado fue el de unos cuerpos vapuleados brutalmente, que terminaron colgados boca abajo junto a una gasolinera. Una imagen dantesca que servía de colofón a una vida que poco tuvo de comedia y menos aún de divina.

Sigamos con Ceaucescu. El dictador rumano también maltrató a su pueblo durante dos largas décadas. Su rostro era como el de un campesino que rumiaba odio, el de un ágrafo con delirios de grandeza que no dudó en arrasar medio Bucarest para construir una kilométrica avenida que desembocase en ese monstruo de piedra que es el Palacio del Pueblo.

Eso sí, cuando en diciembre del 89 buena parte del ejército se sumó a los revolucionarios que luchaban por derrocar aquel régimen asesino, Ceaucescu y su esposa no tardaron en tomar un helicóptero que les alejase de la capital de una nación que ya no era la suya. Pero la huida no fue completa. Se vieron obligados a tomar tierra en Targoviste, donde fueron apresados y ejecutados tras un juicio sumario. La imagen de sus cuerpos abatidos dio la vuelta al mundo. Con ellos había caído la última piedra del Muro.

Terminemos con Gadafi. El sátrapa de atuendos imposibles había instalado su jaima de excentricidades y horror sobre el desierto libio durante más de cuarenta años. Su rostro, desfigurado por el bótox y la demencia, venía ocupando las portadas de los diarios desde que en febrero de 2011 la ciudad de Bengasi, y con ella media Libia, se rebelase contra su régimen.

A finales de agosto tuvo que recluirse en Sirte, su ciudad natal, pues las tropas opositoras habían llegado a Trípoli. Cuando ni siquiera allí estaba seguro, decidió acometer un desesperado plan de huida que resultaría fallido. Los rebeldes lo hallaron escondido en una cloaca -la metáfora aquí cristaliza perfecta-. Entre golpes e insultos imploró esa clemencia que a tantos otros él mismo había negado. Le dieron muerte y su cuerpo fue ultrajado. Una vez más, la imagen del verdugo ajusticiado por su pueblo fue rápidamente difundida.

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