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En Afganistán la venta y distribución de alcohol ha producido una situación de segregación que en cualquier país occidental sería considerada una ofensa penal

Amador Guallar, corresponsal en Afganistán

Kabul y la Ley Seca

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Sobrevolando Kabul / Foto: Amador Guallar


La Constitución afgana y la ley Islámica en el país son muy claras al respecto: el alcohol está prohibido. Pero no para todos. Sólo para los ciudadanos afganos, que están exentos de la misma si poseen doble nacionalidad y, cada vez que piden una copa en uno de los pocos bares que todavía sirven bebidas alcohólicas en la capital afgana, enseñan su pasaporte extranjero.

La pregunta es evidente: cómo se explica la existencia de locales donde se sirve alcohol en un país en el que su mera existencia está prohibida y perseguida por la ley? La respuesta es fácil, pero chocante. Porque los extranjeros no pueden vivir sin ese brebaje que la religión islámica califica de demoníaco.

La Comunidad Internacional en Afganistán necesita su licor, y como el gobierno afgano todavía los necesita para seguir existiendo ha creado varios paréntesis o paraísos legales para que los miembros de las Naciones Unidas, de las Organizaciones sin Ánimo de Lucro, contratistas, representantes de gobiernos, embajadas y fuerzas de seguridad y periodistas puedan seguir fieles a su tradición infiel de reunirse los jueves por la noche –en Afganistán como en muchos países musulmanes el día festivo de la semana es viernes –y  beber y beber al ritmo de la música y el griterío.

Diversión para los extranjeros que, en muchos casos, trabajan en causas nobles y humanitarias pero que semana tras semana no caen en la cuenta de que su diversión es sinónimo de segregación, de injusticia, porque en dichos locales los afganos tienen prohibida la entrada.

Imagínatelo. En tu propio país, en tu ciudad, en tu barrio, en tu calle, un lugar donde sólo los no nacionales pueden entrar. Supongo que la sensación se debe parecer a la de tener que sentarse en la parte de atrás del autobús por tu color de piel, o, como pasaba en los EEUU hace tan solo unas décadas, beber de la fuente de agua para blancos o negros.

Así, durante el día muchos pretenden defender y salvar una democracia mortecina, decadente, a penas democrática pero que es mejor que la alternativa, la forma de gobierno todavía más extremista e intransigente propuesta por los líderes Talibán, y por la noche brindan con sus colegas no afganos porque si lo hicieran con ellos éstos podrían acabar en la cárcel. Además, su presencia en dichos locales puede llevar a una redada de la policía nacional afgana y el lugar se quedaría sin alcohol durante días, o incluso semanas.

Pero esto no es lo peor. Según el Artículo 45 de la ley contra el alcohol aprobada por el Parlamento afgano en 2009 cualquier ciudadano que sea detenido transportando, consumiendo o vendiendo licor se enfrenta a una pena de prisión que puede variar entre los 10 días o los 20 años, según la cantidad. O, siguiendo la ley islámica conocida como Sharia, recibir hasta 60 latigazos en la espalda.

A cada cual con su conciencia. Por mi parte, yo sigo tomándome mis copas sin que esto me quite el sueño. Pero debería porque quizás ésta es una de las situaciones más hipócritas que he visto o vivido en este país.  Pero qué le vamos a hacer? Esta es la democracia islámica que occidente está apoyando, sin tener en cuenta que aquí, el individuo, apenas dispone de libertad de acción o conciencia.

Además, soy un infiel depravado y decadente, y después de una larga jornada arriesgando el pellejo me gusta saborear un buen Johnny Walker Black con hielo, siendo éste el escocés de máxima calidad que se puede encontrar en la capital. Una pena.

Por otro lado, y como ya sucedió en los Estados Unidos durante la prohibición de los años 20, la ilegalización del licor ha creado un mercado negro del que se benefician elementos criminales, y los organismos gubernamentales corruptos que los ayudan. Una industria que existe para satisfacer una necesidad tan antigua como la humanidad, pero que se lucra con brebajes infectos.

Muy pocos afganos pueden permitirse comprar alcohol original. Sólo los extranjeros poseen la capacidad económica para comprar botellas importadas desde Europa, Rusia o Dubai. A día de hoy una botella de whisky cuesta alrededor de 120 euros, el ron y la ginebra a unos 80 euros, y el vodka alrededor de los 50 euros. Por este motivo los afganos que quieren consumir alcohol y no pueden acceder a los locales diseñados para los miembros de la Comunidad Internacional deben acudir a las tiendas donde se vende el producto ilegal, la mayoría de ellas en los céntricos barrios de Share-Naw y Wazir Arbakhan, donde los precios van desde los 15 a  los 30 euros.

Pero en el mercado negro nadie se preocupa por la salud de sus clientes. La calidad del licor deja de ser importante y los derivados realizados con etanol pueden acabar con el hígado más fuerte. Como con todos los productos ilegalizados la venta de los mismos no requiere controles de calidad y salubridad.

Prueba de ello son los cinco jóvenes afganos que murieron hace un par de semanas tras consumir alcohol casero durante un boda en Kabul. Aunque el número podría ser mayor ya que otras 20 personas, todas entre los 18 y 20 años de edad, acabaron en el hospital, tres de ellas con coma etílico, tras intoxicarse con ese licor barato y producido, seguramente, en un sótano de Kabul con un alambique sucio y cargado con bala.

Seamos sinceros, los afganos beben como el que más, y la juventud de Kabul aún más. Y lo cierto es que es totalmente comprensible ya que en una sociedad tan intransigente como la afgana, si no te tomas una copa de vez en cuando acabas loco de remate.

Amador Guallar Photo Web Site

Kabul y la Ley Seca

En Afganistán la venta y distribución de alcohol ha producido una situación de segregación que en cualquier país occidental sería considerada una ofensa penal

Amador Guallar, corresponsal en Afganistán
Amador Guallar
lunes, 9 de enero de 2012, 08:47 h (CET)



Sobrevolando Kabul / Foto: Amador Guallar


La Constitución afgana y la ley Islámica en el país son muy claras al respecto: el alcohol está prohibido. Pero no para todos. Sólo para los ciudadanos afganos, que están exentos de la misma si poseen doble nacionalidad y, cada vez que piden una copa en uno de los pocos bares que todavía sirven bebidas alcohólicas en la capital afgana, enseñan su pasaporte extranjero.

La pregunta es evidente: cómo se explica la existencia de locales donde se sirve alcohol en un país en el que su mera existencia está prohibida y perseguida por la ley? La respuesta es fácil, pero chocante. Porque los extranjeros no pueden vivir sin ese brebaje que la religión islámica califica de demoníaco.

La Comunidad Internacional en Afganistán necesita su licor, y como el gobierno afgano todavía los necesita para seguir existiendo ha creado varios paréntesis o paraísos legales para que los miembros de las Naciones Unidas, de las Organizaciones sin Ánimo de Lucro, contratistas, representantes de gobiernos, embajadas y fuerzas de seguridad y periodistas puedan seguir fieles a su tradición infiel de reunirse los jueves por la noche –en Afganistán como en muchos países musulmanes el día festivo de la semana es viernes –y  beber y beber al ritmo de la música y el griterío.

Diversión para los extranjeros que, en muchos casos, trabajan en causas nobles y humanitarias pero que semana tras semana no caen en la cuenta de que su diversión es sinónimo de segregación, de injusticia, porque en dichos locales los afganos tienen prohibida la entrada.

Imagínatelo. En tu propio país, en tu ciudad, en tu barrio, en tu calle, un lugar donde sólo los no nacionales pueden entrar. Supongo que la sensación se debe parecer a la de tener que sentarse en la parte de atrás del autobús por tu color de piel, o, como pasaba en los EEUU hace tan solo unas décadas, beber de la fuente de agua para blancos o negros.

Así, durante el día muchos pretenden defender y salvar una democracia mortecina, decadente, a penas democrática pero que es mejor que la alternativa, la forma de gobierno todavía más extremista e intransigente propuesta por los líderes Talibán, y por la noche brindan con sus colegas no afganos porque si lo hicieran con ellos éstos podrían acabar en la cárcel. Además, su presencia en dichos locales puede llevar a una redada de la policía nacional afgana y el lugar se quedaría sin alcohol durante días, o incluso semanas.

Pero esto no es lo peor. Según el Artículo 45 de la ley contra el alcohol aprobada por el Parlamento afgano en 2009 cualquier ciudadano que sea detenido transportando, consumiendo o vendiendo licor se enfrenta a una pena de prisión que puede variar entre los 10 días o los 20 años, según la cantidad. O, siguiendo la ley islámica conocida como Sharia, recibir hasta 60 latigazos en la espalda.

A cada cual con su conciencia. Por mi parte, yo sigo tomándome mis copas sin que esto me quite el sueño. Pero debería porque quizás ésta es una de las situaciones más hipócritas que he visto o vivido en este país.  Pero qué le vamos a hacer? Esta es la democracia islámica que occidente está apoyando, sin tener en cuenta que aquí, el individuo, apenas dispone de libertad de acción o conciencia.

Además, soy un infiel depravado y decadente, y después de una larga jornada arriesgando el pellejo me gusta saborear un buen Johnny Walker Black con hielo, siendo éste el escocés de máxima calidad que se puede encontrar en la capital. Una pena.

Por otro lado, y como ya sucedió en los Estados Unidos durante la prohibición de los años 20, la ilegalización del licor ha creado un mercado negro del que se benefician elementos criminales, y los organismos gubernamentales corruptos que los ayudan. Una industria que existe para satisfacer una necesidad tan antigua como la humanidad, pero que se lucra con brebajes infectos.

Muy pocos afganos pueden permitirse comprar alcohol original. Sólo los extranjeros poseen la capacidad económica para comprar botellas importadas desde Europa, Rusia o Dubai. A día de hoy una botella de whisky cuesta alrededor de 120 euros, el ron y la ginebra a unos 80 euros, y el vodka alrededor de los 50 euros. Por este motivo los afganos que quieren consumir alcohol y no pueden acceder a los locales diseñados para los miembros de la Comunidad Internacional deben acudir a las tiendas donde se vende el producto ilegal, la mayoría de ellas en los céntricos barrios de Share-Naw y Wazir Arbakhan, donde los precios van desde los 15 a  los 30 euros.

Pero en el mercado negro nadie se preocupa por la salud de sus clientes. La calidad del licor deja de ser importante y los derivados realizados con etanol pueden acabar con el hígado más fuerte. Como con todos los productos ilegalizados la venta de los mismos no requiere controles de calidad y salubridad.

Prueba de ello son los cinco jóvenes afganos que murieron hace un par de semanas tras consumir alcohol casero durante un boda en Kabul. Aunque el número podría ser mayor ya que otras 20 personas, todas entre los 18 y 20 años de edad, acabaron en el hospital, tres de ellas con coma etílico, tras intoxicarse con ese licor barato y producido, seguramente, en un sótano de Kabul con un alambique sucio y cargado con bala.

Seamos sinceros, los afganos beben como el que más, y la juventud de Kabul aún más. Y lo cierto es que es totalmente comprensible ya que en una sociedad tan intransigente como la afgana, si no te tomas una copa de vez en cuando acabas loco de remate.

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