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Historias de un karaoke

Una tragicomedia que no desafina

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Cuando entramos en un karaoke, nos encontramos con dos tipos de personas (principalmente): las que acuden con sus amigos a echar unas risas y las que se toman este invento chino muy en serio porque encuentran en el micrófono y la música una forma de disfrutar y de evadirse de la realidad. “Historias de un karaoke” se centra en este segundo tipo de “friquis”, a los que rodea de todo tipo de traumas y tragedias, para mostrar sus historias a los del primer grupo, el público, que entra en uno de esos locales con la mera pretensión de divertirse. En este sentido, puedo asegurar a los espectadores que encontrarán mucho humor pero también drama, precisamente porque la comicidad de los personajes nace de sus desgracias, un recurso manido pero generalmente eficaz en el género.

La música, que puede parecer imprescindible si atendemos al título de la obra y al lugar en el que se desarrolla, es en realidad una excusa para ilustrar las historias de los personajes. En toda la obra sólo aparecen cuatro canciones, y no enteras, lo que conviene advertir a los que busquen un musical. No obstante, esos temas están llenos de significado para los protagonistas (no tan claro queda para el público), que encuentran sus penas y complejos reflejados en sus letras. Además, como suele suceder en los karaokes, tener buena voz es lo de menos.

Juanjo Artero, Elisa Matilla, Ángel Pardo y Pepa Rus no desafinan, ni al cantar ni al encarnar a personajes más o menos complejos pero, en general, “raros”. Sin duda, el más excéntrico es el de Artero, notable en el papel de un hombre maniático en proceso de divorcio, seguido del de Matilla, de más a menos al encarnar a una mujer traumatizada tras ser abandonada por un chino. El dueño del karaoke, el más normal excepto por una tara física “íntima” (la trama menos elaborada pero muy bien representada por Ángel Pardo), y la camarera, marcada por un ridículo pasado profesional (en manos de una irregular pero natural Pepa Rus), completan el plantel de individuos solitarios cuyas historias confluyen, se mezclan y terminan… algo mejor que empiezan pero siempre dentro de vidas tan patéticas que consiguen transmitir ternura y compasión.

El director de esta obra, Juan Luis Iborra, junto a Antonio Albert, demuestra que se le dan bien estas comedias agridulces, como ya comprobamos con “Mentiras, incienso y mirra”. Comparando ambas producciones, “Historias de un karaoke” narra historias más sencillas, cuenta con una escenografía aún más básica (sólo el karaoke) y, en lo argumental, gana en risas pero es más difícil identificarse en sus protagonistas. No obstante, consigue la empatía con el público gracias a temas y emociones universales como la soledad y la necesidad de ser comprendido, querido y/o respetado. Todo ello tratado con tanta ironía como cariño hacia los personajes. Por cierto, las risas comienzan media hora antes de la función, minutos en los que el micrófono es para los espectadores que se atrevan a subir al escenario a cantar su canción favorita. Genial prólogo de una obra muy entretenida.

Una tragicomedia que no desafina

Historias de un karaoke
Alberto Mendo
sábado, 12 de noviembre de 2011, 22:27 h (CET)
Cuando entramos en un karaoke, nos encontramos con dos tipos de personas (principalmente): las que acuden con sus amigos a echar unas risas y las que se toman este invento chino muy en serio porque encuentran en el micrófono y la música una forma de disfrutar y de evadirse de la realidad. “Historias de un karaoke” se centra en este segundo tipo de “friquis”, a los que rodea de todo tipo de traumas y tragedias, para mostrar sus historias a los del primer grupo, el público, que entra en uno de esos locales con la mera pretensión de divertirse. En este sentido, puedo asegurar a los espectadores que encontrarán mucho humor pero también drama, precisamente porque la comicidad de los personajes nace de sus desgracias, un recurso manido pero generalmente eficaz en el género.

La música, que puede parecer imprescindible si atendemos al título de la obra y al lugar en el que se desarrolla, es en realidad una excusa para ilustrar las historias de los personajes. En toda la obra sólo aparecen cuatro canciones, y no enteras, lo que conviene advertir a los que busquen un musical. No obstante, esos temas están llenos de significado para los protagonistas (no tan claro queda para el público), que encuentran sus penas y complejos reflejados en sus letras. Además, como suele suceder en los karaokes, tener buena voz es lo de menos.

Juanjo Artero, Elisa Matilla, Ángel Pardo y Pepa Rus no desafinan, ni al cantar ni al encarnar a personajes más o menos complejos pero, en general, “raros”. Sin duda, el más excéntrico es el de Artero, notable en el papel de un hombre maniático en proceso de divorcio, seguido del de Matilla, de más a menos al encarnar a una mujer traumatizada tras ser abandonada por un chino. El dueño del karaoke, el más normal excepto por una tara física “íntima” (la trama menos elaborada pero muy bien representada por Ángel Pardo), y la camarera, marcada por un ridículo pasado profesional (en manos de una irregular pero natural Pepa Rus), completan el plantel de individuos solitarios cuyas historias confluyen, se mezclan y terminan… algo mejor que empiezan pero siempre dentro de vidas tan patéticas que consiguen transmitir ternura y compasión.

El director de esta obra, Juan Luis Iborra, junto a Antonio Albert, demuestra que se le dan bien estas comedias agridulces, como ya comprobamos con “Mentiras, incienso y mirra”. Comparando ambas producciones, “Historias de un karaoke” narra historias más sencillas, cuenta con una escenografía aún más básica (sólo el karaoke) y, en lo argumental, gana en risas pero es más difícil identificarse en sus protagonistas. No obstante, consigue la empatía con el público gracias a temas y emociones universales como la soledad y la necesidad de ser comprendido, querido y/o respetado. Todo ello tratado con tanta ironía como cariño hacia los personajes. Por cierto, las risas comienzan media hora antes de la función, minutos en los que el micrófono es para los espectadores que se atrevan a subir al escenario a cantar su canción favorita. Genial prólogo de una obra muy entretenida.

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