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Dos en Formentera | ||||||
Maribel Vilaplana, presentadora de informativos de Canal Nou | ||||||
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Eran las ocho de la mañana y ya no podía más. Estaba en la cola de embarque del aeropuerto del Prat. Destino Ibiza. Después tomarían un fast que los llevaría hacia los mejores recuerdos: Formentera. Hoy empezaban sus vacaciones. Sus primeras vacaciones con su pequeño y sola. Sola o mejor dicho, libre. Libre, aunque agotada. Se había levantado a las cinco y media. Una ducha rápida para despejarse y un café cargado. Nada más. A esas horas el estómago todavía está demasiado aletargado. Casi tanto como su cabeza. Dejaba atrás una etapa de infarto. En poco más de tres meses se había separado y había cerrado dos oficinas. Laura es directora de banco, uno de esos oficios que en estos tiempos de crisis llegan a ser odiosos. Incertidumbre personal, exigencia agonizante de los jefes y continuas batallas con unos clientes que desconsolados y arruinados, confiaron en ella y en un falso bienestar que ahora les golpeaba directamente a la cara. En poco tiempo, Laura había pasado de ser un prometedor fichaje de un banco emergente en Barcelona a una mera vendedora de inmuebles impagados y de acciones de bolsa suicidas. Y ayer cerró otra oficina. Lo que vendría después estaba por ver. De momento vacaciones y en pocos días recibiría un mail con su próximo destino, con lo que ello conllevaba. Sin tiempo de reacción para organizarse una nueva vida que le pisaba los talones con intención de aplastarla. De momento, ni siquiera sabía si podría quedarse en la misma casa que proyectaron juntos. La misma en la que Jordi y ella invirtieron tantas ilusiones, muchos sueldos, grandes esfuerzos, muchas compensaciones pero demasiadas lágrimas. Jordi y Laura eran la combinación perfecta, ese par que encajaba al milímetro pero que no supo cómo colocar una nueva ficha que entró en sus vidas y en un espacio pensado sólo para dos. Isidro nació a los tres años de estrenar aquella fantástica casa que ahora dejaba atrás sin saber si podría volver a ella. Fue el día más intenso para Laura y Jordi pero la intensidad fue peligrosamente en aumento. Noches en vela, llantos continuos y desbordantes y dos padres novatos, felices pero perdidos. Tan perdidos como las caricias, los besos, los abrazos… tan perdidos como su tiempo, el de ellos dos. Tres años después, Isidro era lo más importante en sus vidas, pero sus vidas ya estaban demasiado distantes como para compartirlas. Tres había resultado un exceso, dos continuaba siendo la proporción perfecta. Laura e Isidro. Jordi e Isidro. Dos era su número, pensó Laura, mientras esperaba pacientemente que llegara su turno para volar hacia una isla en la que descubrió la magia de ese número. Fue cuatro años atrás. Jordi la abrazaba dulcemente. Delante de ellos, siendo testigo del momento, una pequeña montaña de piedras, todo un símbolo en el Faro de “Es Cap de Barbaria”. Unas piedras que colocadas estratégicamente podrían soportar el paso del tiempo, una espera que sólo significaba “algún día volveré a Formentera”. Un deseo que se combinaba con una luz cargada de energía que poco a poco se escondía tras el infinito mar ante los ojos de decenas de parejas que habían acudido a presenciar uno de los atardeceres más bellos y especiales. Ahora, desde el frío aeropuerto, Laura no conseguía entender qué narices les había pasado. Aquel día juró no perderle y regresar juntos a Es Cap para buscar sus piedras. Y hoy iba a volver, pero sin Jordi. Después de un vuelo tranquilo y de localizar las maletas, tomaron el barco que les llevaría hasta la isla de las “sargantanas”. ¡Dios, cómo pesa el equipaje!-maldijo Laura- y encima, Isidro no para de quejarse. Quería volver a casa para montar en la bici que le regaló su papá. Ahí supo como fastidiar a Laura, pisándole el regalo para su cumpleaños. La cabeza le iba a mil. Recordar la sonrisa de Jordi antes de despedir a Isidro la irritaba hasta desquiciarla. -Buena suerte- le dijo- ¡recuerdos a nuestra isla! Cómo podía ser tan cínico. Eso era lo único que podía pensar Laura. Le odiaba. Sabía cómo hacerle daño y aquel comentario fue una puñalada directa al corazón. Pero no iba a permitirle la gozada de verla sufrir, él sabia como de especial era Formentera para ella porque era de los dos. Después de la pesadilla de los últimos meses en el trabajo y la separación de Jordi, Laura se merecía recuperar la sonrisa y las aguas cristalinas, la arena blanca, el sol, la música del mercado de la Mola, las sabinas rozando el mar y las risas en el “Tiburón” de Illetes volverían, seguro que volverían. Isidro se quejó nada más ver la habitación. ¿Aquí vamos a vivir mamá? - le protestó airadamente. No empezó bien el reencuentro. Tenía que admitirlo. Después del viaje, demasiado ajetreado para un pequeño de algo más de tres años, la habitación no estaba lista. Tuvieron que esperar casi dos horas, soportando un calor inusual, cargados de maletas, con hambre y sin encontrar en ninguno de los bolsos a Coco, el amigo inseparable de Isidro, con el consabido disgusto del niño. Lo peor es que Laura sospechaba que se había extraviado en el barco. Con tanto jaleo y sin nadie que le ayudara a llevar las maletas el peluche azul chillón había sido cruelmente abandonado. Aún así, y a pesar de las adversidades, Laura sacó su mejor sonrisa, contó hasta diez haciendo oídos sordos al berrinche de su hijo, le colocó como pudo el bañador y los manguitos y ella estrenó su fantástico bikini de las rebajas. A tirones y con toda la dignidad bajó con Isidro a la playa del hotel. La playa de Migjorn, azul y tranquila como ninguna, donde ella y Jordi dejaban pasar las horas bajo el sol, entre caricias y baños refrescantes sin más preocupación que la de dejarse llevar esperando que el sol se marchara y con él el resto de turistas para quedarse solos. Solos, sentados en la arena, con los pies rozando las olas más atrevidas, Jordi abrazándola y susurrándole al oído cuánto la quería, No necesitaban más. Ellos solos se bastaban. Y allí estaba su playa, tan azul y intensa como siempre pero llena de toallas, tumbonas y italianos que gritaban hasta para darse los buenos días. Sí, era algo distinta a como la recordaba pero seguro que se reconciliaría con la vida después de un buen baño. Eso, si es que conseguía encontrar un hueco donde colocar sus toallas, su capazo, una inmensa pelota que había tenido que comprarle a Isidro para que se olvidara momentáneamente de Coco. Coco fue un regalo de Jordi. Se lo trajo después de uno de sus múltiples viajes de trabajo. Era abogado y según él, uno de los mejores. Tanto como para tener que hipotecar la mayor parte de su tiempo entre togas, sumarios y visitas a la cárcel. Eran pocos los días que llegaba a casa antes de las nueve. Curiosamente, los casos crecieron con la llegada de Isidro. Laura tuvo que apechugar prácticamente sola los primeros meses, los más duros. Y cuando llegaba el fin de semana, Jordi estaba demasiado cansado para ocuparse de los pañales, las papillas o los baños. Y por supuesto de Laura que se incorporó a las 16 semanas a su puesto de directiva con un nuevo reto, conseguir que el encaje de bolillos en que se había convertido su vida no la acabara ahogando en un enredo insoportable. Ahora las conversaciones se limitaban a si el niño había comido o dormido y si los cólicos iban o no a dejarles descansar. Hecho el repaso, los incómodos silencios invadían los espacios que compartían. Irse a la cama era la mejor escapatoria. Pero la cama se les había quedado pequeña. Poco espacio para dos que necesitan sentir la distancia para descansar. Esa misma cama en la que antes se perdían hasta caer rendidos y abrazados. La del hotel de Formentera les encantaba. Era bastante más estrecha que la de casa y eso les ayudaba a no peder el contacto entre sus pieles bronceadas por el sol de la isla. Cuántos rayos les habían acariciado aquel verano y que sensación de libertad y paz les daba recorrer las playas con aquella vespa azul que alquilaron en el mismo puerto de la Savina. A Jordi le encantaba que Laura se soltara su negra melena y se colocara un pañuelo anudado en el cuello. ¡Estás preciosa! Es como si te hubieran sacado de una antigua película italiana. Y entonces se ponía a cantar O sole mio como un loco. No pudo evitar sonreír mientras recordaba y precisamente fue la música la que rompió el encanto y le devolvió a la realidad.” Bomba, para bailar, esto es una bomba…”. Y allí estaba él, bronceado, musculado, con su camiseta identificativa del hotel y voceando como si estuviera en un mercado. -¡Aquagym señora¡, venga, todo el mundo al agua que hay que moverse- gritaba el animador. Ufff..., ya sólo le faltaba el típico inglés borracho para cerciorarse de que le habían cambiado el billete de destino y en realidad estaba en un macro hotel de Punta Cana. ¿Dónde estaba la magia de Formentera? ¿Y por qué Isidro no paraba de quejarse? Mamá piscina, mamá piscina. Su cabeza estaba a punto de estallar. No se había levantado antes de salir el sol y había recorrido un buen trozo del mediterráneo para acabar bañándose en una piscina infestada de niños que no paraban de gritar. Pero Isidro pudo más, como siempre. Y allí estaba ella, dejando que el agua clorada resecara su piel todavía blanca y sedienta de salitre. Qué bien sabía su piel salada. Besar sus hombros recién salidos del agua… Era una sensación que le provocaba hambre y sed, mucha sed. Jordi lo sabía y solía sorprenderla con una cerveza muy fría en la terraza de la barbacoa. Sentarse allí con el bañador todavía húmedo, refrescarse los labios y devorar unas patatas fritas frente al mar era una gozada difícil de borrar. Ya que Isidro no cedía con la playa y empezaba a helarse en la piscina, quizás le podía sobornar con un helado y así ese instante volvería a recorrer su cuerpo. - Lo siento señora, no quedan mesas libres, tendrá que esperar o tomarse el helado en la barra- el camarero no les dio más opción. Isidro cogió una rabieta de las suyas. Quería sentarse, o quizás bañarse otra vez en la piscina, o tomar un helado, o comer unos macarrones como los de su abuela, o volver a casa, a Barcelona. Estaba agotado, el día no había empezado bien, continuaba mal y pintaba peor y el niño no entendía de paciencia. Empezó a llamar a gritos a su padre. Laura también la perdió, la paciencia y se echó a llorar. Muerta de vergüenza ante el espectáculo que estaba dando cogió a Isidro en brazos y se marchó a la habitación. Allí cayó rendida junto a Isidro en la cama y entonces los sueños la llevaron de nuevo con Jordi. Peleas, y abrazos, gritos y silencios, risas y lágrimas, proyectos y decepciones… Cuando despertó Isidro seguía dormido a su lado, tranquilo. Miró su relajada carita y vio el rostro de su ex marido en pequeño. Los ojos se emborracharon de nuevo de tristeza. Se había equivocado. Una vez más. Había ido a buscar al sitio equivocado. ¿Por qué había vuelto a Formentera? ¿A quién estaba buscando allí?¿Quizás al Jordi que se esfumó cuando llegaron las responsabilidades? En ese instante se percató de su condena. Jordi la tenía atrapada, el pasado la había atrapado y el presente no sabía como dibujarlo. Se sentía sola, angustiada, incapaz de volver a cargar con las maletas, harta de aparentar ser la madre coraje. Se sintió derrotada. Miró el reloj. Las siete de la tarde. Tomó en brazos a Isidro y bajó a una playa que empezaba a dejarse ver. La multitud iba desapareciendo poco a poco. Dejó suavemente a Isidro en una hamaca vacía cerca de la orilla. Seguía plácidamente dormido. Y entró en el mar. Sola. Dejó que las olas golpearan dulcemente su cuerpo. Y entonces se sumergió. Abrió los ojos y dejó que sus brazos y sus piernas se abrieran libremente, que todo su cuerpo se relajara y se dejara abrazar por la densidad de las aguas y entonces escuchó ese silencio ensordecedor que sólo puede regalarte las profundidades del mar de Formentera. Allí estaba ella, sola, libre y en paz. Una sensación que la atrapó. Allí abajo no estaba Jordi, ni sus jefes, ni las rabietas de Isidro. Allí solo estaba ella, allí empezó a respirar. Cuando el agua entró en sus pulmones sintió que un fuego le quemaba el alma. Su reacción fue rápida. Cruzar la línea que separa el mar del aire y llenar su cuerpo nuevamente de vida. Después de un ataque de tos horroroso consiguió abrir los ojos y lo primero que vio fue la manita de Isidro que la saludaba insistentemente desde la orilla. ¡Mami! En ese instante supo que con Jordi o sin él, Laura volvía a ser una y única. Empezaba a contar en su vida, una vida en la que de momento sumaba a su hijo y quién sabe si a alguien más. Sólo tendría que dejarse llevar por la magia de Formentera.
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El pasado 23 de mayo, en el marco del VII Encuentro Internacional de Poesía Sabersinfin, llevamos a cabo una mesa de diálogo que, sin temor a exagerar, considero histórica. Quizá por primera vez —al menos en Latinoamérica— se reunieron tres rectores universitarios para dialogar en torno al tema Poesía, universidad y educación superior.
En los albores de la historia, entre el murmullo de los olivos griegos y los árboles Bodhi de la India, dos filosofías florecieron como flores en el desierto del sufrimiento humano. El estoicismo, con su armadura de razón, y el budismo, con su manto de compasión, surgieron para responder a la misma pregunta eterna: ¿cómo vivir en un mundo de caos y dolor sin quebrarnos?
Los peinadores de canas recordarán una revista mítica de humor, La Codorniz, cuyo lema decía: “la revista más audaz, para el lector más inteligente”. Hace décadas que desapareció y, sin embargo, todavía forma parte de un acervo literario (el del humor) que cada vez se cultiva menos en España. Acaba de aparecer una novela breve y enjundiosa, que me ha llevado a evocar aquel humor fino e incisivo de la revista: “El destino se ha reído de Zeppelín de Ganímedes”.
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