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Superfluo y ridículo, pero aún así, común

La equivocada voluntad de construir un estado de felicidad perpetuo, la competición insostenible por demostrar el éxito y el uso de palabras superlativas para hablar de lo cotidiano, nos convierte en maniquíes de galería; pero al fin al cabo, nos hace infelices
Jesús Portillo Fernández
martes, 7 de marzo de 2017, 00:21 h (CET)
El desgaste que está produciendo el mal uso de las palabras relacionadas con las virtudes, el valor, el sufrimiento y los límites de aguante en muchas personas, roza el insulto a los que verdaderamente sufren por motivos reales. El uso hiperbólico de atributos o estados (polarizados y maquineos en una especie de todo o nada) para reforzar la autoestima y alejarse de la realidad está debilitando a parte de varias generaciones, mientras se permiten el lujo de comparar sus insignificantes contratiempos con problemas reales de difícil solución. La costumbre de utilizar expresiones mayúsculas y grandilocuentes para nombrar sucesos medianamente ordinarios nos ha conducido a la insensibilización y a la incredulidad. No debemos olvidar que los deportistas no son “guerreros”, por más que el lenguaje periodístico-deportivo quiera presentarlos así; los youtubers no siempre son “expertos”, los expertos por un curso realmente no son expertos en nada, las personas populares o influyentes no siempre son las más “recomendables”, los contactos no tienen porqué ser “amigos” y un largo y absurdo etcétera.

Vivimos en la era de la exaltación del yo, de los mil espejos colgados en redes, de la voluntad de tener una vida artificialmente perfecta. Sin embargo, hemos olvidado el verdadero significado de palabras que, de tanto y mal uso, se han deformado o empobrecido.

De igual modo, han proliferado expresiones, en muchos casos haciéndose eco de posts de redes sociales, que banalizan el verdadero sufrimiento y la auténtica necesidad. Nadie “se muere” por quedarse sin móvil, nadie “está depresivo” porque su serie favorita no se emita, nadie “se siente totalmente desmotivado” por haber fallado una vez. Afirmaciones como “no puedo vivir con este peinado”, “mi vida no tiene sentido si me quedo sin megas” o “estoy al borde del colapso con mi vida social” representan la superfluidad y la falta de contacto con el mundo real. La absolutización del lenguaje repercute directamente en la percepción simplificada que tenemos de la realidad; la vida no es un interruptor con dos posiciones. Creer que se puede vivir en la cima de la felicidad (“on fire”) todo el tiempo es una ilusión, que además de imposible, es altamente perjudicial para la salud mental. Nos produce un desfase entre la insostible felicidad a la que nos hemos comprometido (con nosotros mismos y con nuestro círculo social) y la ordinaria realidad que vivimos con sus problemas naturales.

Exclamaciones como “¡mi vida está completa!” o “¡no sé que era de mi vida antes!” al comprar un producto, describen la pobreza cultural e intelectual de la ciudadanía. Muchos estarán pensando que se trata de modismos o frases hechas en tono humorístico, pero nada más lejos de la realidad. La fragilidad ante el fracaso, la falta de perseverancia para conseguir los proyectos, la conversión en problema de acontecimientos nimios, tienen en parte su origen, además de en la educación, en la forma de hablar que interiorizamos. Al adoptar expresiones también estamos asimilando sus significados, utilizándolos para describir las circunstancias que nos rodean y el modo en que las entendemos. En un mundo de princesas, superhéroes, apariencias y poses, seguidores, influyentes, pantallas, poco contacto físico, mayor distancia psicológica, desapego e individualismo, muchas palabras y pocos actos, mucho like y retweet, pero nulo apoyo real; es necesario plantearse hasta qué punto queremos formar parte y alimentar este sucedáneo barato.

Es imposible que todas las noches de fiesta sean “irrepetibles”, “épicas”, “inolvidables” o “magníficas”, pues no sabríamos diferenciar lo cotidiano de lo extraordinario, por definición. No todos pueden ser ganadores, no todos pueden tener talento, no todos son virtuosos. Sin embargo, hay héroes, guerreros, personas irrepetibles y actuaciones épicas que permanecen en la sombra del anominato. Gente que salva a gente con sus palabras o con sus actos, enfermos que se enfrentan a lo irremediable como si fueran eternos, comunidades que luchan por su libertad y sus derechos, etc.

El lenguaje, como el organismo vivo que es, refleja la idolatría al ego y la constante necesidad de afirmación ante el vacío que produce la comparación. No obstante, nunca es tarde para concentrarse en la naturalidad de la imperfección y en lo cotidiano de los errores; porque tener un día “normal”, pasar una noche “entretenida”, admirar a alguien sin “endiosarlo”, descubrir el “aprendizaje del fracaso” y el “humor de la equivocación” nos prepara para disfrutar verdaderamente de lo extraordinario. No es igual estar alegre que estar “eufórico”; no es lo mismo estar deprimido que “depresivo”, ni ser hábil que “virtuoso”, ni estar ocupado que “divertido”. El aburrimiento afina el ingenio, los errores aportan experiencia, los defectos realzan las virtudes, el fracaso destaca y da valor al éxito, la espera valora lo esperado y la rutina descubre la sorpresa. Muchas veces, “menos” es “más”. El novelista estadounidense Edgar Allan Poe dijo una vez: “No tengo fe en la perfección humana. El hombre es ahora más activo, no más feliz, ni más inteligente, de lo que lo fuera hace 6000 años”.

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Atravesamos tiempos extraños. El progreso tecnológico avanza a un ritmo vertiginoso, pero el alma del mundo parece agotada. Se habla de inteligencia artificial, de exploración espacial, de nuevas formas de energía, pero cada día mueren miles de personas por causas evitables, y la Tierra, nuestro único hogar, está al borde del colapso. En medio de esta contradicción brutal, muchos nos hacemos la misma pregunta, ¿qué futuro les dejamos a nuestros hijos?

A lo largo de mi infancia viví en una calle malagueña con ciertas pretensiones de vía principal. Por la parte de atrás, lindaba con la zona más típica del Perchel repleta de corralones. El lenguaje que provenía de sus dimes y diretes habituales era de lo más “florido y versallesco”.

Tenemos que hablar. Cuando uno crece en familia, la charla sobre sexo es uno de esos rituales de paso por el que se ha de transitar, primero como hijos y, después, cuando se madura y se avanza hacia el otro lado del espejo, como padres, actualizando la fórmula y haciéndola más llevadera. Siempre es un momento incómodo, pero esencial para mostrar la realidad a la que se enfrentan durante la adolescencia y, en consecuencia, el resto de su vida.

 
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