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Alfredo Hernández

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Hace unos días, hablando con unos amigos, comentábamos a la salida de Misa, que tal vez no valoramos el que podamos asistir libremente a su Celebración.

Y por ello, hagamos de su asistencia un “rito” rutinario al que pedimos que sea breve, cuanto más mejor, y del que salimos – habitualmente –como hemos entrado. Aunque algunos hayan comulgado y hasta hayan mirado sus manos de manera místicamente embelesada, porque en ellas ha depositado el sacerdote el Cristo que se ha entregado en el mismo Sacrificio, en el mismo Sacrificio del Calvario.

Claro es difícil hablar de la Santa Misa y no ser” boca de predicador”, cosa que no pretendimos ninguno de los que opinábamos de lo que supone la Celebración que, perpetuado en substancia, es la entrega de Cristo al Padre por la Redención de la Humanidad.

No quiero entrar en frases de santos y sus consideraciones. Me las guardo para mí. Como tampoco cito a santo Tomás y su profundidad Eucarística. Sólo hablo de la conversación con mis amigos, del poco tiempo que supone asistir a Misa- a la que parece no haya lugar en nuestro plan diario-y sin embargo, a buen seguro, a lo largo de la jornada perdemos varios minutos en ocupaciones, a veces, intranscendentes.

Y hablamos del privilegio que supone vivir en un país en el que, por ahora, no hay persecución religiosa palpable y, sin ser perseguido, poder confesar la fe y practicar unas prácticas de piedad en la que el culmen , el vértice, es la Santa Misa.

Leía el testimonio de una católica, Irina Sofroniskaya, a cuyo padre el estalinismo lo hizo desaparecer, para “ reeducarle.” A ella, una adolescente, a la salida de Misa fue detenida, y sin ningún juicio la enviaron a Siberia pero no renuncio de su condición de católica, como tantos cristianos deportados. Allí, en el Gulag siberiano, coincidió con un sacerdote católico que le administró la Primera Comunión con el Pan Eucarístico que “vivía” en un Sagrario de cartón. Asistía a la Santa Misa y en cuaderno escribía lo que, de su asistencia recordaba y le servía de humilde misal para seguirlo diariamente.

A la muerte de Stalin fue liberada. Contaba su vida a la vez que tocaba el piano. Ponía música, a algo grandioso e inexplicable para los cristianos que asistimos, y tal vez no valoremos, la presencia de Cristo. Del Cristo , que no se ve pero basta con el oído para creer en Él, aunque esté oculto.

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Alfredo Hernández
Alfredo Hernández
viernes, 18 de febrero de 2011, 15:25 h (CET)
Hace unos días, hablando con unos amigos, comentábamos a la salida de Misa, que tal vez no valoramos el que podamos asistir libremente a su Celebración.

Y por ello, hagamos de su asistencia un “rito” rutinario al que pedimos que sea breve, cuanto más mejor, y del que salimos – habitualmente –como hemos entrado. Aunque algunos hayan comulgado y hasta hayan mirado sus manos de manera místicamente embelesada, porque en ellas ha depositado el sacerdote el Cristo que se ha entregado en el mismo Sacrificio, en el mismo Sacrificio del Calvario.

Claro es difícil hablar de la Santa Misa y no ser” boca de predicador”, cosa que no pretendimos ninguno de los que opinábamos de lo que supone la Celebración que, perpetuado en substancia, es la entrega de Cristo al Padre por la Redención de la Humanidad.

No quiero entrar en frases de santos y sus consideraciones. Me las guardo para mí. Como tampoco cito a santo Tomás y su profundidad Eucarística. Sólo hablo de la conversación con mis amigos, del poco tiempo que supone asistir a Misa- a la que parece no haya lugar en nuestro plan diario-y sin embargo, a buen seguro, a lo largo de la jornada perdemos varios minutos en ocupaciones, a veces, intranscendentes.

Y hablamos del privilegio que supone vivir en un país en el que, por ahora, no hay persecución religiosa palpable y, sin ser perseguido, poder confesar la fe y practicar unas prácticas de piedad en la que el culmen , el vértice, es la Santa Misa.

Leía el testimonio de una católica, Irina Sofroniskaya, a cuyo padre el estalinismo lo hizo desaparecer, para “ reeducarle.” A ella, una adolescente, a la salida de Misa fue detenida, y sin ningún juicio la enviaron a Siberia pero no renuncio de su condición de católica, como tantos cristianos deportados. Allí, en el Gulag siberiano, coincidió con un sacerdote católico que le administró la Primera Comunión con el Pan Eucarístico que “vivía” en un Sagrario de cartón. Asistía a la Santa Misa y en cuaderno escribía lo que, de su asistencia recordaba y le servía de humilde misal para seguirlo diariamente.

A la muerte de Stalin fue liberada. Contaba su vida a la vez que tocaba el piano. Ponía música, a algo grandioso e inexplicable para los cristianos que asistimos, y tal vez no valoremos, la presencia de Cristo. Del Cristo , que no se ve pero basta con el oído para creer en Él, aunque esté oculto.

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