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​Feminismo marxista y neomarxismo

Detrás de cada época hay un conjunto de marcos conceptuales que orientan la acción de los individuos y de los pueblos
María del Carmen Calderón Berrocal
martes, 26 de agosto de 2025, 16:41 h (CET)

Las ideas han sido siempre fuerzas motoras en el devenir histórico. No basta con narrar acontecimientos o decisiones políticas: detrás de cada época hay un conjunto de marcos conceptuales que orientan la acción de los individuos y de los pueblos.


El papel de las ideas en la historia


Como advertía Aristóteles en la Ética a Nicómaco, comprender los procesos históricos exige también atender al mundo de las ideas, pues estas configuran tanto las estructuras sociales como la mentalidad colectiva.


En este marco, resulta necesario analizar cómo el marxismo clásico se transformó a lo largo del siglo XX en lo que hoy se denomina neomarxismo. Una de sus manifestaciones más visibles ha sido el feminismo contemporáneo, que adopta y adapta elementos de aquel pensamiento.


Del marxismo clásico al neomarxismo


Karl Marx interpretó la historia desde la lógica del materialismo histórico: la lucha de clases como motor del cambio social. La estructura económica (modo de producción) determinaba, según él, la superestructura (valores, cultura, instituciones). La historia avanzaba en etapas sucesivas marcadas por antagonismos:


- esclavo y amo,

- siervo y señor feudal,

- obrero y burgués.


Marx predijo que el proletariado industrial llevaría al capitalismo en sociedades avanzadas como Inglaterra.


Sin embargo, la revolución socialista se produjo primero en Rusia, un país con estructuras aún feudales.


Para justificar esta anomalía, algunos teóricos marxistas introdujeron el concepto de hegemonía, explicando que ciertos grupos —como el campesinado— podían asumir roles revolucionarios en ausencia del proletariado industrial.


Este modelo funcionó durante un tiempo, pero entró en crisis. El crecimiento económico en Occidente consolidó una amplia clase media y debilitó al obrero como sujeto revolucionario. Fue entonces cuando surgieron nuevas propuestas, como la de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, quienes en Hegemonía y estrategia socialista (1985) plantearon articular distintos movimientos sociales —feminismo, ecologismo, minorías sexuales, indigenismo, multiculturalismo— en una nueva estrategia común.


Así, el marxismo abandonó su centro en lo económico y trasladó la confrontación a lo cultural. La lucha de clases cedió paso a un mosaico de luchas identitarias y de valores.


Feminismo y disolución del sujeto


Dentro de este esquema, la mujer fue elevada a nuevo actor simbólico de la revolución. Sin embargo, el feminismo fue transformándose: al integrarse en una causa ideológica más amplia, su sujeto histórico —la mujer— se diluyó, abriendo paso al llamado posfeminismo. En esta fase, el movimiento ya no conserva una identidad clara, sino que se redefine en función de alianzas estratégicas.


El neomarxismo, además, genera microconflictos para movilizar a estos colectivos y les proporciona un enemigo común: el llamado heteropatriarcado capitalista. Esta figura concentra múltiples significados:


- el patriarcado, como meta a destruir para el feminismo;

- la heteronormatividad, para los colectivos sexuales; y

- el capitalismo, para otras corrientes críticas como el ecologismo o el multiculturalismo.


De la economía a la cultura


La mutación neomarxista desplaza la batalla de los medios de producción hacia los valores culturales. Se trata ya no de transformar la economía, sino de redefinir:


- la moral,

- el lenguaje,

- el arte,

- la educación y

- el derecho.


De ahí surge una de sus expresiones más influyentes en el mundo actual: la ideología de género.


Ideología de género


El término género tuvo en sus orígenes un uso descriptivo en antropología, pero en las últimas décadas se reinterpretó con una fuerte carga ideológica. Se distinguen tres niveles:


  • Sexo: la dimensión biológica.
  • Sexualidad: la dimensión psicológica y subjetiva.
  • Género: la construcción cultural.


Mientras que un enfoque integral los considera unidos, la ideología de género sostiene que el género puede desligarse por completo del dato biológico. Esto no solo redefine la identidad personal, sino que constituye un proyecto político que organismos internacionales —ONU, Unión Europea— promueven mediante una agenda de género aplicada sin consulta ciudadana ni consenso democrático.


Ruptura con la tradición occidental


La implantación de esta ideología exige desmantelar el legado cultural de Occidente, fruto de la convergencia de tres raíces:


- Atenas: razón y filosofía.

- Roma: derecho.

- Jerusalén: visión espiritual judeocristiana.


Este conjunto configuró el sistema axiológico que sostuvo la civilización occidental desde el principio.


La ideología de género, al desvincular la identidad humana de cualquier referencia objetiva o trascendente, socava este sistema y propone en su lugar una visión relativista y subjetiva.


Revolución Francesa, Mayo del 68 y crisis cultural


La Revolución Francesa (1789) rompió con la cosmovisión cristiana, aunque mantuvo ciertos valores morales básicos.


El Mayo del 68, en cambio, supuso una auténtica revolución cultural: relativismo, rechazo de la tradición, segunda revolución sexual y cuestionamiento de la autoridad en la familia, la escuela y la Iglesia.


Este movimiento, fue más revuelta cultural que revolución clásica, fue breve pero con consecuencias profundas. Sus efectos alcanzaron también a la Iglesia, que tras el Concilio Vaticano II experimentó transformaciones litúrgicas y pastorales que muchos perciben como una renuncia a ejercer plenamente su autoridad.


Neomarxismo cultural y metacapitalismo


La ideología de género aparece, entonces, como heredera de Mayo del 68 y se vincula con un proyecto más amplio: la alianza entre neomarxismo cultural y poder financiero global.

Desde foros como el Club Bilderberg se habría impulsado un modelo que persigue:


- Un nuevo orden mundial.

- Una nueva concepción del ser humano.

- Una religión mundial sincretista, subordinada al poder.


En suma, el feminismo marxista, dentro de la evolución del neomarxismo, no solo reconfigura el papel de la mujer, sino que participa de una transformación cultural más profunda: la sustitución del sistema de valores heredado de la tradición grecolatina y judeocristiana por un nuevo orden simbólico centrado en la autoconstrucción individual y la relativización de toda norma trascendente, recordemos el caso de Donna Haraway.


Donna Haraway (1944– )


Es una filósofa, bióloga y teórica feminista estadounidense, considerada una de las pensadoras más influyentes en el cruce entre feminismo, ciencia y tecnología. Sus aportes principales son:


Manifiesto Cyborg (1985). Texto clave del feminismo contemporáneo. Haraway utiliza la figura del cyborg (híbrido de máquina y organismo) como metáfora para cuestionar las fronteras rígidas:


- hombre/mujer,

- naturaleza/cultura,

- humano/máquina,

- físico/virtual.


Propone que en lugar de buscar una "esencia femenina", el feminismo debería pensar en identidades múltiples, parciales e híbridas. Critica tanto el feminismo esencialista como el patriarcado capitalista y militarista.


Feminismo tecnocientífico- Haraway estudia cómo el conocimiento científico no es neutral, sino que está atravesado por relaciones de poder y género. Defiende un conocimiento “situado”: reconocer que todo saber se produce desde una perspectiva concreta, nunca desde una supuesta objetividad universal.


Crítica al antropocentrismo. En obras posteriores como The Companion Species Manifesto (2003) y Staying with the Trouble (2016), Haraway cuestiona la visión del ser humano como centro de la existencia. Desarrolla el concepto de “especies compañeras”, donde humanos, animales, máquinas y ecosistemas están interconectados. Aboga por formas de convivencia más respetuosas con otras especies y con la Tierra.


Pensamiento poshumanista. Haraway es considerada precursora del poshumanismo, al replantear qué significa “ser humano” en la era de la biotecnología, la informática y la crisis ecológica. Propone abandonar la idea del “sujeto autónomo” moderno para pensar en redes, ensamblajes y relaciones interdependientes.


Haraway propone un feminismo que dialogue con la ciencia y la tecnología, que  critique el poder de los discursos científicos tradicionales y abra nuevas formas de pensar la identidad, el género y la relación entre humanos, máquinas y naturaleza.

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