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​Réquiem por un país que arde

Si no actuamos ahora, con firmeza y humanidad, corremos el riesgo de que el fuego no solo queme nuestros bosques, sino también la confianza en nuestras instituciones y el sentido mismo de comunidad
Maylene Cotto Andino
jueves, 21 de agosto de 2025, 13:09 h (CET)

ESPAÑA … ARDE. Nuestro país arde y con él también arde su memoria. No hablamos solo de bosques devorados ni de cifras que llenan titulares. Hablamos de vidas enteras reducidas a cenizas, de familias que en cuestión de minutos pierden aquello que durante generaciones habían construido. El fuego no distingue edades ni fragilidades: arranca por igual la casa humilde y la granja centenaria, la cuna del recién nacido y la silla del abuelo donde se guardaban anécdotas, silencios y confidencias.


Cada incendio es un réquiem no solo por lo visible —el humo que oscurece el cielo, los tejados derrumbados, los campos abrasados, los animales muertos, el olor a chamusquina que tardará años en desaparecer del todo— sino por lo invisible: las fotografías que ya nunca podrán volver a mirarse, los objetos heredados que transmitían una historia, las paredes que guardaban risas, lágrimas y proyectos compartidos. Es la identidad de una familia, de un pueblo y de un país la que se convierte en polvo negro, en oscuridad flotando en el aire. Las familias que lo han perdido todo no cargan solo con la angustia de quedarse sin techo. Cargan con la herida abierta de saberse desamparadas, invisibles ante unas leyes que se proclaman protectoras, pero que en la práctica no alcanzan a quienes lo han perdido todo en cuestión de minutos. En un país que suele enorgullecerse de amparar al más débil, sorprende —y duele— constatar cómo estas personas quedan relegadas a un vacío jurídico y emocional. Columpiándose entre las opiniones y declaraciones de representantes de todos los partidos que están utilizando el fuego como su diana particular para arrojarse dardos unos a otros y el terrible vacío legal en el que se encuentran.


Y, sin embargo, lo más devastador ocurre después. Cuando las llamas se extinguen y los focos mediáticos se apagan, queda la desolación de quienes lo han perdido todo. Familias que de la noche a la mañana pasan de la seguridad de su hogar a la incertidumbre de un refugio improvisado. Personas que, descubren que la ley es fría, lenta y, demasiadas veces, insuficiente o nunca llega. Este no es un artículo sobre fuego: es un llamado de atención sobre un sistema que, al no responder con la urgencia y humanidad que exige la tragedia, condena a miles de ciudadanos a un doble desamparo. Primero el incendio, luego la indiferencia. Y es ahí, en ese espacio de soledad y cenizas, donde se juega el verdadero sentido de comunidad, justicia y dignidad.


El fuego que consume la memoria


Las imágenes son siempre las mismas, aunque cambien los rostros y los lugares: personas que corren apenas con lo puesto; ancianos que, con lágrimas contenidas, se niegan a abandonar la silla donde tantas veces descansaron al atardecer; niños que, con ojos abiertos de asombro y miedo, ven cómo arden los cuadernos que guardan las primeras letras de su vida. Son escenas que nos recuerdan que la verdadera devastación no se mide solo en hectáreas calcinadas, sino en el peso invisible de lo perdido. Recordemos que un amplio porcentaje de la población española aún vive en los pueblos y en y del medio rural.


No basta con reconstruir muros ni con levantar techos nuevos, cuando lo que ha ardido son los afectos, los símbolos y las identidades que daban sentido al hogar. El fuego no solo destruye lo material: desgarra la trama invisible que une a las personas con su pasado. Arrebata fotografías amarillentas que guardaban generaciones, cartas manuscritas, objetos heredados que transmitían historias, manteles donde se celebraron tantas reuniones familiares, habitaciones donde resonaban risas y silencios compartidos.


Cada llama se convierte en un borrador implacable de memorias. Y lo devastador es que esas pérdidas son invisibles a los ojos del Estado, de los balances económicos, de los titulares que hablan de daños materiales. Sin embargo, pesan de manera insoportable en la vida de quienes quedan con las manos vacías. ¿Cómo se repone la imagen de un padre con su hijo en su primer día de colegio? ¿Cómo se reconstruye la voz de una abuela grabada en una cinta que ahora es solo ceniza? ¿Con qué ayudas se reconstruye el campo que ha ardido? ¿Está sopesando el gobierno las consecuencias que sobre esto trae a la economía de nuestro país ya de por si débil y carente? ¿Cuántas personas se han quedado y se quedarán sin empleo? En un país dónde la economía del retorno está a niveles de 0,0% ¿qué medidas puede promover el gobierno para que tantas familias no se queden doblemente en la calle?


Desconexión entre la ley y la realidad humana


Aunque la normativa existe, muchas familias estarán desprotegidas por:


  • Burocracia: plazos ajustados (habitualmente, solo un mes para solicitar ayudas desde la finalización del siniestro).
  • Fragilidad institucional: comunidades autónomas con recursos mal empleados o paralizados o simplemente descoordinados con mala administración.
  • Incertidumbre: familias esperando tras practicar evacuaciones forzosas sin información clara ni acompañamiento real ni siquiera sicológico, basta con ver el telediario.


A pesar de que pueda haber olas de solidaridad ciudadana inspiradora —infinitas donaciones, mercadillos, comidas comunitarias—, muchas personas siguen sin saber cómo acceder a los apoyos legales previstos.


En España: Declaración de "Zona Afectada Gravemente por Emergencia de Protección Civil"


  • Se regula por la Ley 17/2015, de 9 de julio, del Sistema Nacional de Protección Civil, concretamente en su artículo 23, que establece el procedimiento para declarar dicha zona; y en el artículo 24, donde se detallan las medidas auxiliares aplicables a personas, empresas, infraestructuras y administraciones afectadas.
  • La declaración debe ser adoptada mediante un acuerdo del Consejo de ministros, actualmente de vacaciones, tras valorar los daños materiales o personales y la alteración grave de los servicios esenciales o de la vida de la población.
  • Una vez declarada, se habilitan ayudas econó­micas a particulares, subsidios a empresas, exenciones fiscales y líneas de préstamo preferenciales, entre otros apoyos, pero… ¿llegarán estas ayudas a las familias? Y ¿qué pasará con los bosques que pertenecen al estado, seguiremos teniendo, como escribí en una columna anterior la ley de “apágalo ahora” y cero prevenciones?


A nivel de la Unión Europea: coordinación y solidaridad frente a desastres


  • El Artículo 196 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE) establece que la Unión debe fomentar la cooperación entre Estados miembros para mejorar sistemas de prevención, protección y respuesta ante desastres, complementando las acciones nacionales.
  • La Decisión n.º 1313/2013/UE, parte del Mecanismo de Protección Civil de la UE, promueve una respuesta coordinada entre Estados miembros y establece capacidades comunes de respuesta (EERC) y comunicación (ERCC), además de facilitar asistencia mutua.
  • El Reglamento (UE) 2021/836, que modifica la Decisión 1313/2013, refuerza la solidaridad europea en emergencias de gran escala donde la ayuda nacional no sea suficiente.
  • También está activo el Fondo de Solidaridad de la Unión Europea (EUSF), que proporciona ayudas financieras a Estados miembros que sufren desastres naturales graves, entendidos como aquellos con daños estimados superiores a 3 mil millones de euros o al 0,6 % del PIB.


Conclusión


Las llamas no solo devastan paisajes: revelan, como un espejo cruel, las fisuras más hondas de nuestra sociedad. Cada incendio expone la fragilidad de un país que se proclama solidario, pero que, en la práctica, deja a demasiadas familias en un desierto de trámites, promesas incumplidas, visitas del político de turno que no sabe qué decir, y ayudas que llegan tarde o simplemente nunca llegan. Es aquí donde la tragedia natural se transforma en tragedia política y social: cuando el dolor de perderlo todo se ve agravado por la indiferencia o la lentitud del Estado. Un país que arde no puede permitirse respuestas a medias. No basta con declaraciones solemnes ni con titulares que prometen apoyo. Lo que las víctimas necesitan son acciones reales y verificables: ayudas económicas que lleguen sin dilación, exenciones fiscales inmediatas, acompañamiento psicológico y jurídico, reconstrucción rápida de infraestructuras, y, sobre todo, un reconocimiento de que detrás de cada casa quemada hay una vida que exige ser protegida.


Porque el fuego, aunque lo consuma todo, no debería tener el poder de borrar la dignidad de un pueblo. Esa dignidad debe ser garantizada por las instituciones y cuidada por la comunidad. No hablamos solo de levantar nuevas paredes: hablamos de reconstruir un pacto social que asegure que nadie, jamás, quede huérfano de Estado cuando lo pierde todo. La memoria también necesita justicia. Los recuerdos familiares, los objetos cargados de afecto, los espacios donde se tejió la historia íntima de tantas familias, no volverán. Pero sí puede volver la certeza de que el dolor no se vive en soledad, de que un país que se dice solidario no deja a sus hijos en la cuneta cubierto de cenizas.


Este réquiem es, en el fondo, un llamado a renacer: a no resignarse a que el humo se lleve también la esperanza. Si no actuamos ahora, con firmeza y humanidad, corremos el riesgo de que el fuego no solo queme nuestros bosques, sino también la confianza en nuestras instituciones y el sentido mismo de comunidad. Que esta devastación nos obligue a algo más que al lamento: a una reconstrucción que ponga la vida, la memoria y la justicia en el centro. Porque un país que se levanta de sus cenizas con dignidad es un país que honra a sus muertos, acompaña a sus vivos, reconstruye su paisaje y se atreve a mirar al futuro sin miedo a volver a arder.

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