La nostalgia nos remite y apunta, tanto desde la razón natural como desde la luz de la fe, a un amor sin límites, inmortal y eterno. Es justamente la meta a la que tiende la virtud de la esperanza cristiana que, como enseña de nuevo el Catecismo “responde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; (…); protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna.” (CEC, n.1818).
Las semillas de eternidad que toda persona recibe en su alma inmortal cobran en el cristiano, por la gracia de la caridad divina, una nueva intensidad que lo impulsa, como ha expresado san Josemaría, a dar “a cada instante -aun a los aparentemente vulgares- vibración de eternidad” (Forja, n. 917). Es tanto como animarnos a llenar de amor y de esperanza, la entera jornada plena de aparentes nimiedades; o lo que es lo mismo, a trabajar con los pies muy en la tierra y, a la vez, y por el amor de Dios, sin ataduras que impidan tener nuestro corazón en el Cielo.
Los cristianos deseamos que si escriben algo en el epitafio de la nuestra, responda a una vida transida de alegre esperanza; y, por tanto, que sea como un trasunto de las palabras del Prefacio en las misas de difuntos, donde confesamos: “La vida de tus fieles, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”.
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