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Todo aquello que causé lo tendré que reparar

Algunos seres espirituales se apartaron de Dios, con lo que cayeron y cayeron a las profundidades
Vida Universal
lunes, 3 de octubre de 2016, 11:09 h (CET)
El hombre cosecha lo que él ha sembrado. Lo que se nos presenta en esta vida lo hemos provocado nosotros mismos, posiblemente en una vida anterior. Esto que es un conocimiento ancestral es también compartido hoy día por millones de personas. Sin embargo lo que no muchas personas saben es que hoy mismo, es decir a cada momento, podemos reconocer y purificar aquello que estaba pendiente de ordenar, es decir de purificar. ¿No es esto una gran misericordia? Podemos estar agradecidos de que Dios nos regale una y otra vez la oportunidad de liberarnos de nuestras cargas y purificarnos en vez de, como afirma la Iglesia, disponer de una única vida en la que todo se tendría que decidir de modo definitivo.

El principio de la reencarnación no tiene sin embargo nada que ver con una «auto redención», que haría del acto redentor del Nazareno algo innecesario. Todo lo contrario, sólo la fuerza redentora del Cristo de Dios es la que nos permite levantarnos una y otra vez cuando hemos caído. Igualmente Su fuerza nos conduce a generar un cambio en nosotros desde el interior, para paulatinamente irnos desarrollando cada vez más hacia lo superior, de encarnación en encarnación, y cumpliendo más y más Su voluntad. No en balde Jesús dijo: «Yo Soy el camino, la verdad y la vida.»

El alma era originalmente en el Reino de Dios un ser espiritual libre de cargas pecaminosas. Pero un día algunos seres espirituales se apartaron de Dios, con lo que cayeron y cayeron, dicho literalmente, a las profundidades. Esta Caída se produjo por lo tanto debido a la rebelión contra Dios. Algunos seres divinos querían ser omnipresentes, querían ser como Dios. Pero como existe un solo Dios y una sola Ley Absoluta que lo abarca todo, en realidad uno no se puede rebelar contra Dios. Quien se rebela cae en el efecto de sus causas, en la cosecha de su siembra.

De este modo, por el suceso de la Caída, los seres caídos cayeron en una condensación cada vez más intensa, pasando de lo espiritual, de la sustancia sutil a una existencia material, a una envoltura material. En este traje material, es decir como seres humanos, el alma está atada en su vehículo corporal a la ley de Causa y efecto, que en última instancia ella misma creó. En tanto el alma esté sometida a estas legitimidades en su cuerpo físico, tiene también que reparar el desorden que con sus pecados ha provocado en el orden cósmico. Esto que a priori cuesta entender es en realidad algo muy claro y evidentemente justo. Porque no se puede esperar de Dios –como lo hacen abiertamente los teólogos– que Él haga desaparecer como por arte de magia el desorden que un alma ha provocado con su comportamiento negativo y excesivamente pecaminoso. Pues Dios concedió a Sus hijos la libertad, y esta libertad, unida a la ley de Causa y efecto, implica que aquello que yo mismo he provocado, también lo tengo que reparar yo mismo.

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