Anton Bruckner (1824 – 1896), compositor austriaco de quien conmemoramos el Bicentenario de su nacimiento, fue un hombre con una personalidad algo difícil: complejo de inferioridad, timidez, inseguridad… pasó largos años estudiando los diversos aspectos de la música, tocando el órgano y danto clases. Él se presentaba ante el jurado calificador con falta de confianza en sí mismo, pero luego eran reconocidos sus brillantes conocimientos e interpretaciones. Ese carácter retraído perduró toda su vida de soltero, pues aunque trató varias veces de casarse no fue correspondido.
Hombre de una profunda religiosidad y fe simple pero robusta; aspectos que impregnaron sus composiciones que comenzaron a hacerse notables cuando ya tenía más de cuarenta años y hasta los setenta y dos tuvo espacio para completar una obra diversa, original y sobresaliente. Su catálogo comprende sinfonías, música para órgano, varias misas y otras obras de carácter instrumental y vocal. Resaltaremos tres de las más destacadas:
Indudablemente el «Te Deum» sobresale por la grandiosidad y la fuerza de la orquesta y coros que expresan de forma estremecedora y solemne el agradecimiento al Dios Eterno por su poder y magnificencia.
La «Novena Sinfonía. Dedicada al Dios amado» quiere mostrar el misterio del acercamiento a Dios. La obra quedó interrumpida tras el tercer movimiento, el Adagio. Bruckner ya no se sintió con fuerzas para escribir el cuarto movimiento, que incluso parece no hacerse necesario. En algún momento comentó que esa laguna podría suplirse con el «Te Deum».
Y por último «Misa Nº 3 en fa menor», honda expresión de religiosidad, reflejo de una vida de intensos sufrimientos y luchas interiores por parte de Bruckner que se hacen especialmente patentes al comienzo y final de la obra con un silencioso murmullo y que en algún que otro pasaje ofrece un lirismo melancólico y velado. Son los sentimientos y la delicada sensibilidad del artista.
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