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Trabas para el diálogo

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El diálogo resulta básico para cualquier pretensión de vida comunitaria; para encauzar los agonismos y antagonismos es un procedimiento necesario. Cuando no se practica, los entendimientos se tornan muy problemáticos. Exige unas mínimas cualidades de franqueza, respeto, tenacidad, y naturalmente, voluntad de dialogar. Y de por sí, cuesta lo suyo reunir estas condiciones. Por eso, lamentamos las innecesarias dificultades que añadimos a dichas relaciones; introducimos maneras PERNICIOSAS de participación, de notables efectos contraproducentes. De manera solapada o bien a la vista de todos, proliferan los obstáculos que enturbian o impiden el intercambio de ideas sin que les prestemos gran atención.


Si bien la vehemencia brota con naturalidad cuando uno pone interés en lo que está diciendo, su intensidad puede ser percibida como una presión excesiva por los interlocutores de turno. Se requiere un mínimo de equilibrio en este sentido para evitar los forzamientos. De lo contrario, se ejercerán presiones, que lleguen a ser intolerables para un intercambio sensato de ideas; alcanzando formas de ACRITUD, molesta en principio y, progresivamente, entorpecedora del diálogo. Se trata de actitudes muy patentes en los supuestos diálogos comunitarios al uso. Los lenguajes viperinos, con denuestos e insultos, ponen de manifiesto la imposibilidad de una concordia satisfactoria.


Los antecedentes siempre son un factor a tener en cuenta, porque influyen de múltiples maneras en las acciones posteriores. En lo referente a un individuo concreto, el conjunto de sus vivencias previas contribuye a la configuración de sus actitudes actuales. A esa complejidad personal, siempre se añaden las diferentes repercusiones procedentes de los entornos. En este conglomerado de conexiones, quedan fuera de lugar las conclusiones rotundas y excluyentes. No será posible un avance significativo si los interlocutores presentan sus verdades como OBVIAS e indiscutibles, sin la tolerancia de contrastarlas con la de los compañeros participantes. Su rotundidad excluye las vías de colaboración discursiva.


Es habitual que prestemos atención preferente a las discordancias, impuestos en los afanes de las afirmaciones propias. Detectamos enseguida los matices de los interlocutores que no concuerdan con los nuestros. Imbuidos de ese afán, acogemos expresiones ajenas e impulsamos las propias, enfocados hacia las contrariedades. Sin embargo, pasamos de largo sobre una realidad frecuente, no hay tantas diferencias reales ante los objetivos planteados. Se habla de opiniones distintas, pero suelen ser FALSAS realidades; los datos, recursos y proyecciones subyacentes difieren menos. Esa conversación evade en cierta manera las posibilidades de una comprensión adecuada.


Si nos embarga alguna preocupación importante, todo nuestro ser, incluida la mente, modifica sus funcionamientos normales. A la hora de entablar una conversación, sobre todo, si la intensidad de los asuntos involucrados exige afinar las perspectivas, se notará esa fijación previa, que dificultará los intercambios con franqueza. De manera especial, cuando esa carga esté originada por las relaciones previas entre los interlocutores. Incluso interfieren las de carácter agradable, pero las dificultades surgen en peor grado si se trata de RESENTIMIENTOS enconados, aunque no se mencionen explícitamente. Con estos matices introducidos, se verá muy comprometida la fluidez de los diálogos programados.


En un tono de menor virulencia intencional, se generan otros obstáculos aparentemente intrascendentes; aunque su reiteración intempestiva destruye la evolución adecuada de las frases, no pocas veces la detiene en seco de modo irrecuperable. Me refiero a las INTERRUPCIONES frívolas y molestas, porque disgregan las líneas argumentales. Aunque algunas pueden ser convenientes por el desvarío momentáneo, o bien, para alguna precisión oportuna; son especialmente nocivas y frecuentes las intemperancias abocadas a la desvirtuación de los razonamientos. Empeoran su calificación si quien las provoca no pretende ninguna aportación significativa, con el descaro de dificultar el entendimiento con su oponente.


Solemos asumir que captamos todos los matices de cuanto se dice, nada más erróneo, incluso afirmaría lo contrario; apenas detectamos las señales superficiales y pasa desapercibida la mayor parte de los condicionantes. Por eso es importante prestar buena atención cuando se habla con otras personas, si queremos percatarnos del verdadero meollo de la conversación. Si esta trata de asuntos relevantes, una de las trampas en la que podemos caer es la de participar con DESATENCIÓN. De tal actitud sólo se derivarán malentendidos sucesivos, desconocimiento; alguien escapa de manera subrepticia y con ello tergiversa el sentido de las intervenciones, en realidad participa mal.


Cualquier observador atento percibe que las palabras no son el único medio de expresión efectivo para el buen desarrollo de los diálogos; en torno a la expresividad no verbal se agrupa un extenso repertorio de registros de múltiples facetas. Desde la actitud de los personajes protagonistas, mirada, forma de vestirse, ritmos de actuación, se prestan a deducciones de cierto peso, a veces decisivas. De todo ello podemos deducir la importancia de determinados GESTOS para entorpecer el diálogo hasta desestructurarlo del todo. Constituyen un conjunto de manifestaciones muy expresivas para expresar un desdén o menosprecio cortantes. Los intervinientes tropiezan con esas intemperancias.


Una manera de disimular la ignorancia o la incapacidad argumentativa, es la de adoptar las actitudes prepotentes basadas en la fuerza, venga de donde venga; sea del dinero, del gobierno, machista, feminista o procedente de los medios de comunicación, redes o emisiones diversas. Falsean el carácter DELIBERATIVO de las intervenciones, silencian el tema central del debate, lo arriman a sus visiones particulares. Traban el diálogo con el artilugio de un cambio unilateral de la perspectiva planteada. Progresivamente se alejan de la realidad del conjunto de contertulios, para enfrascarse en matices, de tan particulares, irreconocibles para los demás. Desaparece de ese modo el objetivo inicial de estar hablando.


El ensamblaje de los antagonismos de diverso calado no se soluciona con intervenciones irracionales vestidas de nociones respetables. El mundo entero y los interiores personales atraviesan situaciones tensas. Es imperiosa la necesidad de poner al descubierto las ELUCUBRACIONES frívolas y deshonestas, de lo contrario, se impondrán a diario a cualquier otra orientación sensata.


Pudiera parecer muy complicado eso de no entorpecer los diálogos; siendo como es, muy sencillo en realidad. Dejando aparte la opción de callarse, el acomodo comunitario exige la directriz asumible por todos, de ser SATISFACTORIO para buscar las mejores soluciones. Perorar de cara al vacío, vociferantes y altaneros, es toda una manifestación de estupidez flagrante.

Trabas para el diálogo

Trabajar en su favor, beneficia a todos
Rafael Pérez Ortolá
viernes, 17 de noviembre de 2023, 11:09 h (CET)

El diálogo resulta básico para cualquier pretensión de vida comunitaria; para encauzar los agonismos y antagonismos es un procedimiento necesario. Cuando no se practica, los entendimientos se tornan muy problemáticos. Exige unas mínimas cualidades de franqueza, respeto, tenacidad, y naturalmente, voluntad de dialogar. Y de por sí, cuesta lo suyo reunir estas condiciones. Por eso, lamentamos las innecesarias dificultades que añadimos a dichas relaciones; introducimos maneras PERNICIOSAS de participación, de notables efectos contraproducentes. De manera solapada o bien a la vista de todos, proliferan los obstáculos que enturbian o impiden el intercambio de ideas sin que les prestemos gran atención.


Si bien la vehemencia brota con naturalidad cuando uno pone interés en lo que está diciendo, su intensidad puede ser percibida como una presión excesiva por los interlocutores de turno. Se requiere un mínimo de equilibrio en este sentido para evitar los forzamientos. De lo contrario, se ejercerán presiones, que lleguen a ser intolerables para un intercambio sensato de ideas; alcanzando formas de ACRITUD, molesta en principio y, progresivamente, entorpecedora del diálogo. Se trata de actitudes muy patentes en los supuestos diálogos comunitarios al uso. Los lenguajes viperinos, con denuestos e insultos, ponen de manifiesto la imposibilidad de una concordia satisfactoria.


Los antecedentes siempre son un factor a tener en cuenta, porque influyen de múltiples maneras en las acciones posteriores. En lo referente a un individuo concreto, el conjunto de sus vivencias previas contribuye a la configuración de sus actitudes actuales. A esa complejidad personal, siempre se añaden las diferentes repercusiones procedentes de los entornos. En este conglomerado de conexiones, quedan fuera de lugar las conclusiones rotundas y excluyentes. No será posible un avance significativo si los interlocutores presentan sus verdades como OBVIAS e indiscutibles, sin la tolerancia de contrastarlas con la de los compañeros participantes. Su rotundidad excluye las vías de colaboración discursiva.


Es habitual que prestemos atención preferente a las discordancias, impuestos en los afanes de las afirmaciones propias. Detectamos enseguida los matices de los interlocutores que no concuerdan con los nuestros. Imbuidos de ese afán, acogemos expresiones ajenas e impulsamos las propias, enfocados hacia las contrariedades. Sin embargo, pasamos de largo sobre una realidad frecuente, no hay tantas diferencias reales ante los objetivos planteados. Se habla de opiniones distintas, pero suelen ser FALSAS realidades; los datos, recursos y proyecciones subyacentes difieren menos. Esa conversación evade en cierta manera las posibilidades de una comprensión adecuada.


Si nos embarga alguna preocupación importante, todo nuestro ser, incluida la mente, modifica sus funcionamientos normales. A la hora de entablar una conversación, sobre todo, si la intensidad de los asuntos involucrados exige afinar las perspectivas, se notará esa fijación previa, que dificultará los intercambios con franqueza. De manera especial, cuando esa carga esté originada por las relaciones previas entre los interlocutores. Incluso interfieren las de carácter agradable, pero las dificultades surgen en peor grado si se trata de RESENTIMIENTOS enconados, aunque no se mencionen explícitamente. Con estos matices introducidos, se verá muy comprometida la fluidez de los diálogos programados.


En un tono de menor virulencia intencional, se generan otros obstáculos aparentemente intrascendentes; aunque su reiteración intempestiva destruye la evolución adecuada de las frases, no pocas veces la detiene en seco de modo irrecuperable. Me refiero a las INTERRUPCIONES frívolas y molestas, porque disgregan las líneas argumentales. Aunque algunas pueden ser convenientes por el desvarío momentáneo, o bien, para alguna precisión oportuna; son especialmente nocivas y frecuentes las intemperancias abocadas a la desvirtuación de los razonamientos. Empeoran su calificación si quien las provoca no pretende ninguna aportación significativa, con el descaro de dificultar el entendimiento con su oponente.


Solemos asumir que captamos todos los matices de cuanto se dice, nada más erróneo, incluso afirmaría lo contrario; apenas detectamos las señales superficiales y pasa desapercibida la mayor parte de los condicionantes. Por eso es importante prestar buena atención cuando se habla con otras personas, si queremos percatarnos del verdadero meollo de la conversación. Si esta trata de asuntos relevantes, una de las trampas en la que podemos caer es la de participar con DESATENCIÓN. De tal actitud sólo se derivarán malentendidos sucesivos, desconocimiento; alguien escapa de manera subrepticia y con ello tergiversa el sentido de las intervenciones, en realidad participa mal.


Cualquier observador atento percibe que las palabras no son el único medio de expresión efectivo para el buen desarrollo de los diálogos; en torno a la expresividad no verbal se agrupa un extenso repertorio de registros de múltiples facetas. Desde la actitud de los personajes protagonistas, mirada, forma de vestirse, ritmos de actuación, se prestan a deducciones de cierto peso, a veces decisivas. De todo ello podemos deducir la importancia de determinados GESTOS para entorpecer el diálogo hasta desestructurarlo del todo. Constituyen un conjunto de manifestaciones muy expresivas para expresar un desdén o menosprecio cortantes. Los intervinientes tropiezan con esas intemperancias.


Una manera de disimular la ignorancia o la incapacidad argumentativa, es la de adoptar las actitudes prepotentes basadas en la fuerza, venga de donde venga; sea del dinero, del gobierno, machista, feminista o procedente de los medios de comunicación, redes o emisiones diversas. Falsean el carácter DELIBERATIVO de las intervenciones, silencian el tema central del debate, lo arriman a sus visiones particulares. Traban el diálogo con el artilugio de un cambio unilateral de la perspectiva planteada. Progresivamente se alejan de la realidad del conjunto de contertulios, para enfrascarse en matices, de tan particulares, irreconocibles para los demás. Desaparece de ese modo el objetivo inicial de estar hablando.


El ensamblaje de los antagonismos de diverso calado no se soluciona con intervenciones irracionales vestidas de nociones respetables. El mundo entero y los interiores personales atraviesan situaciones tensas. Es imperiosa la necesidad de poner al descubierto las ELUCUBRACIONES frívolas y deshonestas, de lo contrario, se impondrán a diario a cualquier otra orientación sensata.


Pudiera parecer muy complicado eso de no entorpecer los diálogos; siendo como es, muy sencillo en realidad. Dejando aparte la opción de callarse, el acomodo comunitario exige la directriz asumible por todos, de ser SATISFACTORIO para buscar las mejores soluciones. Perorar de cara al vacío, vociferantes y altaneros, es toda una manifestación de estupidez flagrante.

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