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En España existe una curiosa “uniformidad ideológica” con respecto a ese prurito epatante

El ridículo y lo ridículo

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El sentido del ridículo, se dice, es un sentimiento muy desarrollado en esas 17 comunidades autónomas que antes llamábamos, sin rubor, “España”.

Proviene, a no dudarlo, de un maquillado complejo de inferioridad que reacciona con espanto ante una audiencia real o imaginaria. El “qué dirán” es un fantasma burlón que puede aparecer a la vuelta de cualquier esquina, en cualquier sarao con traje de faralaes, oficina, acto público, reunión privada, playa, feria… o simplemente cruzando la calle.

En los años noventa la televisión británica produjo una serie, “Keeping up appearances” (“Guardando las apariencias”) que demuestra que no sólo por estos lares se sufre de ese complejo de inferioridad que da paso al sentido del ridículo y al deseo de compensarlo.

El esquema argumental de aquella serie, realmente cómica y que incomprensiblemente nunca se ha visto por aquí, era el siguiente: Una ama de casa de mediana edad, casada con el contable de una empresa, sufre delirios de grandeza y centra todas sus actividades diarias en demostrar a los demás que ella y su familia pertenecen a una clase superior. Trastoca su apellido de casada, “Bucket” (Cubo) en “Bouquet”, confiriéndole un tono afrancesado que ella considera de lo más “chic”. Pretende tener conexiones “al más alto nivel”, que pueden ir del embajador de la China a Buckingham Palace. Finge unas vacaciones en un crucero de lujo por el Caribe, pero en realidad se queda en casa durante quince días con su sufrido marido, con las persianas bajadas… Hay tantas situaciones divertidas, absurdas, paradójicas, de “tierra, trágame”, como capítulos cuenta la serie, y, la verdad, es que uno acaba sintiendo cierta simpatía por la protagonista, a la que, a la postre, todo le sale mal en su empeño de representar un papel que no le corresponde, de ser quien no es.

¿Les suena de algo?

Ustedes me dirán.

En España –país en el que por fuerza has de ser de izquierdas o de derechas- existe una curiosa “uniformidad ideológica” con respecto a ese prurito epatante, resultado de ancestrales frustraciones. Y si no vean cómo nuestro anterior Primer Ministro, José Luis Rodríguez Zapatero, evitaba como podía, a duras penas, el tête à tête en las reuniones políticas internacionales; para que no se le notara que no tenía ni pajolera idea de inglés (cosa que, por cierto, también le sucedía a Aznar; aunque a éste lo alivió la campechanía de Bush, que le permitió poner los pies sobre la mesa en su residencia de verano a manera de compensación por los malos tragos… y luego nos salió con acento tejano. Menos mal que le duró poco)

Otro campechano, Revilla, hoy de nuevo Presidente de Cantabria, que iba en taxi a la Moncloa con un cargamento de anchoas de Santoña para el Presidente Zapatero, y escribió un “best seller” titulado “Nadie es más que nadie”, nos obsequió hace menos de dos años con los aromas de un impresionante Cohibas a los comensales del restaurante La Trainera, en Pedreña (Cantabria), ante la mirada atónita de los camareros y el silencio (¿cómplice?) de los clientes. Y si no que se pregunten al periodista Jesús Cintora, testigo de la cosa. Nadie se quejó (porque en España nadie se queja, hasta que aparecen los cuchillos cachicuernos).

Nadie es más que nadie, sí, pero a algunos les gusta pensar que sí lo son (como a la protagonista de la serie británica).

Pablo Iglesias, cuya madre ya lo ve Presidente del Gobierno, informó hace poco de su intención (cuando alcance el puesto que para él desea su santa y quizá algunos más) de prescindir de los tratamientos protocolarios de “excelentísimo”, “ilustrísimo”, “señoría” etc.; pero una de sus manos derechas (el líder de Podemos tiene varias, como el dios Shiva), de nombre Victoria Rosell, exigió que se le abriera la Sala de Autoridades del aeropuerto de Las Palmas (¿Cómo iba ella a juntarse con el vulgo?) Y ante la negativa –son las normas- del personal de AENA, ésta respondió airada con un equivalente al tradicional “Vd. no sabe con quién está hablando”. Su Señoría no estaba para nadie.

En esa prepotencia ridícula, todos coinciden.

Y no hay que llevar calcetines blancos o ir en chándal y con tacones de aguja al hiper para destacarse: basta con no tener capital en Panamá para ser un hortera; como afirmó Mario Conde no hace demasiado. Yo, lo confieso, con o sin tacones, pertenezco a ese club ¡qué le vamos a hacer!

El ridículo y lo ridículo

En España existe una curiosa “uniformidad ideológica” con respecto a ese prurito epatante
Luis del Palacio
jueves, 21 de abril de 2016, 09:18 h (CET)
El sentido del ridículo, se dice, es un sentimiento muy desarrollado en esas 17 comunidades autónomas que antes llamábamos, sin rubor, “España”.

Proviene, a no dudarlo, de un maquillado complejo de inferioridad que reacciona con espanto ante una audiencia real o imaginaria. El “qué dirán” es un fantasma burlón que puede aparecer a la vuelta de cualquier esquina, en cualquier sarao con traje de faralaes, oficina, acto público, reunión privada, playa, feria… o simplemente cruzando la calle.

En los años noventa la televisión británica produjo una serie, “Keeping up appearances” (“Guardando las apariencias”) que demuestra que no sólo por estos lares se sufre de ese complejo de inferioridad que da paso al sentido del ridículo y al deseo de compensarlo.

El esquema argumental de aquella serie, realmente cómica y que incomprensiblemente nunca se ha visto por aquí, era el siguiente: Una ama de casa de mediana edad, casada con el contable de una empresa, sufre delirios de grandeza y centra todas sus actividades diarias en demostrar a los demás que ella y su familia pertenecen a una clase superior. Trastoca su apellido de casada, “Bucket” (Cubo) en “Bouquet”, confiriéndole un tono afrancesado que ella considera de lo más “chic”. Pretende tener conexiones “al más alto nivel”, que pueden ir del embajador de la China a Buckingham Palace. Finge unas vacaciones en un crucero de lujo por el Caribe, pero en realidad se queda en casa durante quince días con su sufrido marido, con las persianas bajadas… Hay tantas situaciones divertidas, absurdas, paradójicas, de “tierra, trágame”, como capítulos cuenta la serie, y, la verdad, es que uno acaba sintiendo cierta simpatía por la protagonista, a la que, a la postre, todo le sale mal en su empeño de representar un papel que no le corresponde, de ser quien no es.

¿Les suena de algo?

Ustedes me dirán.

En España –país en el que por fuerza has de ser de izquierdas o de derechas- existe una curiosa “uniformidad ideológica” con respecto a ese prurito epatante, resultado de ancestrales frustraciones. Y si no vean cómo nuestro anterior Primer Ministro, José Luis Rodríguez Zapatero, evitaba como podía, a duras penas, el tête à tête en las reuniones políticas internacionales; para que no se le notara que no tenía ni pajolera idea de inglés (cosa que, por cierto, también le sucedía a Aznar; aunque a éste lo alivió la campechanía de Bush, que le permitió poner los pies sobre la mesa en su residencia de verano a manera de compensación por los malos tragos… y luego nos salió con acento tejano. Menos mal que le duró poco)

Otro campechano, Revilla, hoy de nuevo Presidente de Cantabria, que iba en taxi a la Moncloa con un cargamento de anchoas de Santoña para el Presidente Zapatero, y escribió un “best seller” titulado “Nadie es más que nadie”, nos obsequió hace menos de dos años con los aromas de un impresionante Cohibas a los comensales del restaurante La Trainera, en Pedreña (Cantabria), ante la mirada atónita de los camareros y el silencio (¿cómplice?) de los clientes. Y si no que se pregunten al periodista Jesús Cintora, testigo de la cosa. Nadie se quejó (porque en España nadie se queja, hasta que aparecen los cuchillos cachicuernos).

Nadie es más que nadie, sí, pero a algunos les gusta pensar que sí lo son (como a la protagonista de la serie británica).

Pablo Iglesias, cuya madre ya lo ve Presidente del Gobierno, informó hace poco de su intención (cuando alcance el puesto que para él desea su santa y quizá algunos más) de prescindir de los tratamientos protocolarios de “excelentísimo”, “ilustrísimo”, “señoría” etc.; pero una de sus manos derechas (el líder de Podemos tiene varias, como el dios Shiva), de nombre Victoria Rosell, exigió que se le abriera la Sala de Autoridades del aeropuerto de Las Palmas (¿Cómo iba ella a juntarse con el vulgo?) Y ante la negativa –son las normas- del personal de AENA, ésta respondió airada con un equivalente al tradicional “Vd. no sabe con quién está hablando”. Su Señoría no estaba para nadie.

En esa prepotencia ridícula, todos coinciden.

Y no hay que llevar calcetines blancos o ir en chándal y con tacones de aguja al hiper para destacarse: basta con no tener capital en Panamá para ser un hortera; como afirmó Mario Conde no hace demasiado. Yo, lo confieso, con o sin tacones, pertenezco a ese club ¡qué le vamos a hacer!

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