(“Siempre resulta amarga y prematura la muerte de aquéllos que proyectan algo inmortal”)
Tal día como hoy, sábado, 29 de septiembre de 2007, festividad de los Santos Arcángeles, Gabriel, Miguel y Rafael, de hace cuatro años, el tren de tu vida, padre, llegó a su destino, la estación final, de nombre fatal, Muerte. Y tú, que otrora fuiste el maquinista orate y hasta el motor loco (pero no de atar) de la locomotora que tiraba de tu familia, dijiste “basta ya”; y así acaeció, fue u ocurrió, que estallaste, mas, semejando una piñata o, mejor aún, una bomba japonesa, esparciste a tu alrededor, o sea, erogaste entre quienes te trataron y ahora te tratan de recordar caramelos y golosinas de sensatez, simpatía, solidaridad y tolerancia, y peladillas de Amor, en su amplia, completa y variopinta gama de calores y colores, olores, saberes y sabores, esto es, de emociones y sentimientos.
Aunque creo que no se te escapa (ergo, acaso te resulte redundante), quiero escribirte, dilecto progenitor mío, Eusebio, que, si, según cuenta la leyenda, don Sebastián Francisco de Miranda y Rodríguez llegó a reunir un surtido muestrario de cajitas de nácar y oro, en cuyos interiores solía guardar los recortes de los vellos pubianos que acostumbraba (a) tomar a sus amantes, guapos o feos (todo depende del color del cristal a través del cual se mire la selecta colección) trofeos, servidor (por favor, no te hagas el epatado), E. S. O., un andoba de Cornago, está dispuesto y procurará, quiero decir que pondrá todos los medios a su alcance para duplicar las tres mil cajitas, conquistas o rebajas de otros tantos triángulos de Venus que hizo quien fue general de cuatro ejércitos distintos, el español, el francés, el norteamericano y el venezolano, y coronel del ruso, o sea, trenzar seis mil textos, entre urdiduras y “urdiblandas”, bajo (y/o sobre) la susodicha divisa, marbete o marca que, gustoso, me cediste o prestaste en usufructo sin pedirme nada a cambio, nada como contrapartida, nada, padre, en prenda.
Si me prometes que no lo tomarás por jactancia o presunción, te (ur)diré lo que sigue, que tienes un epígono inconcuso en éste, tu hijo, que suele portar en el estilo de su péñola y en la punta de su mui una verdad, como un templo de grande, que aprendió de ti, ésta, que sólo alcanza la certeza quien, calzando zancos, zapatos o zuecos para acrecentar la ventaja propia, los cede para atenuar el retraso ajeno.
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