Las películas que sin ser pornográficas en sentido estricto contienen escenas de sexo real son algo relativamente frecuente en la industria del cine. Realizadores como Nagisa Oshima (El Imperio de los Sentidos), Lars Von Trier (Los Idiotas), o Michael Winterbottom (Nine Songs), han coqueteado con la fricción genital para articular un discurso más o menos elaborado sobre el tema. El último en unirse al tren de la carne trémula es John Cameron Mitchell, el atípico director de Hedwig and the Angry Inch, que vuelve por sus fueros para tratar de epatarnos con una película que comienza con una autofelación, concluye con un orgasmo globalizado, y por el camino muestra alguna que otra orgía multitudinaria, tríos homosexuales con interpretación coral del himno norteamericano incluido, escenas de sadomasoquismo light y un variado repertorio de técnicas masturbatorias. Todo muy rompedor.
Pero en el fondo, tanta provocación no es más que una estratagema del director mediante la cual no pretende ni escandalizarnos ni estimular nuestra libido, sino secuestrar nuestra atención para que escuchemos lo que tiene que decir acerca de la condición humana, que es bastante poco, en una maniobra exhibicionista y egocéntrica digna del mejor Shin Chan enseñando el culo. Porque en Shortbus todo es una coartada destinada a ilustrar al espectador acerca de las bondades de la cooltronia neoyorkina (entendiendo la “cooltronia” como una suma entre cool y cutre, como el cine de Sofia Coppola, por ejemplo), una exaltación pretenciosa de la frivolidad, un postizo y aparentemente transgresor traje de drag queen. De este modo, la película consigue algo inédito: que sus personajes nos resulten más sinceros, conmovedores y realistas cuando se entregan a la lujuria que cuando su director adopta esa insoportable pose de filosofo neoyorkino venido a menos y trata de profundizar, al más puro estilo indie, en la psique de unos individuos que, más allá del sexo, ya nos importan un comino porque son una sarta de memos con bifidus activo que se creen el centro del mundo.
Pese a todo, el film contiene líneas de diálogo francamente excepcionales (que no diálogos propiamente dichos), algunas secuencias de gran eficacia cómica, y varias resoluciones de puesta en escena muy originales en su planteamiento y en su desarrollo, como por ejemplo, la estructuración narrativa del metraje en clave orgásmica, con sus prolegómenos, sus cambios de postura, y su clímax final o el recurso, a modo de transición, a esa hermosa replica de New York en papel maché por donde la cámara deambula con gran elegancia. También es un acierto la ambientación moral de la historia, con el once de septiembre flotando siempre sobre los personajes como un halo de desesperanza, y el apagón de 2003 desempeñando el mismo papel que las ranas de Magnolia, los zombies de George A. Romero o los pájaros de Hitchcock. Pero donde Cameron Mitchell se revela como un autor que sabe manejar los códigos expresivos de su medio es en la utilización de la banda sonora, que consigue muchas veces transmitir lo que las imágenes no pueden (¿o no quieren?) transmitir. En resumen, Shortbus es una película de apariencia tan cuidada y resultona como la de sus personajes, pero como ellos, en cuanto el sexo se agota como posibilidad, pierde cualquier interés.
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