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Yo no quiero ser Charlie

Los únicos culpables de las muertes de París son evidentemente quienes las han perpetrado
Pedro de Hoyos
lunes, 12 de enero de 2015, 08:00 h (CET)
No sé si llegará a haber pronto una tercera guerra mundial, pero dado el carácter estúpido de la Humanidad es más que probable. Hasta hace algún tiempo pensábamos que serían guerras por la comida o por el agua, pero bien podría ser por la religión. Europa, Occidente, ha perdido toda relación significativa con la religión, centrándose tal vez en el trabajo o en el placer. Cada pueblo entroniza lo que le parece oportuno y los que vivimos en el primer mundo al parecer hemos decidido ir a lo tangible, olvidándonos de otros valores espirituales que fueron fundamentales y se han convertido mayoritariamente en superfluos.

Así todos aquellos que ponen a Dios, su Dios, en el centro de su vida, como único objeto de atención nos parecen rechazables, despreciables y mentecatos, mientras nosotros a ellos les parecemos rechazables, despreciables y mentecatos. Incluso a los más radicalizados y enfermos les parecemos dignos de ser ametrallados.

Los únicos culpables de las muertes de París son evidentemente quienes las han perpetrado, los que les han animado, auxiliado y dirigido. Contra ellos debe caer el rechazo de la sociedad culta y evolucionada, el juicio pertinente y en su caso las más duras condenas. La vida debe ser respetada como el máximo don de la Humanidad. Ni Dios debe oponerse a ella, ni Dios se opone.

Pero yo no soy Charlie Hebdo. Toda mi solidaridad con ellos y sus familias, injusta y brutalmente tratados, despojados de su vida en nombre de un Dios terrible, vengador e injusto. Pero no, yo no soy Charlie. Entiendo perfectamente el derecho a la libertad de expresión, lo entiendo y lo comparto puesto que lo utilizo casi cada día; sé que las críticas son imprescindibles, necesarias y muy convenientes, incluidas las críticas a la religión, a las religiones, pero no entiendo las burlas, no entiendo que se hieran a sabiendas los sentimientos de otros, especialmente si son tan profundos como son los sentimientos religiosos de los musulmanes.

Al lado de la libertad de expresión, en el mismo altar de la democracia, debe estar el respeto a los demás, la atención para no ofender sus ideas, el cuidado por sus sentimientos. Si divinizamos la libertad, puesto que sin ella no podríamos vivir, debemos entender todo aquello que los demás han divinizado, también ellos tienen derecho a poner en sus altares ideológicos aquello que estimen oportuno. Puedo criticar pero no debo burlarme. No se trata solo de que todo el mundo respete mis ideas, que sí, sino también yo debo respetar las ideas de todo el mundo. Yo debo ser respetado con el mismo empeño que debo respetar a los demás. Debo ponerme límites, debo frenarme allá donde sé que hago daño. Menospreciar a los demás, sus ideas y sus sentimientos no es defender la libertad de prensa sino abusar de ella. Hay en los menosprecios un sentimiento de superioridad sobre el otro que es improcedente, innecesario y poco responsable.

De los asesinatos de París tienen la culpa exclusivamente los asesinos, quienes los animaron, impulsaron, entrenaron o ayudaron; quede claro que una vez muertos los responsables directos deberían ser juzgados quienes les dieron las armas y entrenamiento. Y en caso de ser encontrados culpables deberían pudrirse en las cárceles.

Pero yo no soy Charlie, no quiero ser Charlie, yo no hago de la provocación la bandera de mi vida, porque presentar una portada en la que las tres personas de la Santísima Trinidad están sodomizándose entre sí no es crítica sino burla y desprecio, y a eso ya no se tiene derecho. No, jamás yo seré Charlie.

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