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Catar, mientras se prepara para ser el foco global con el controvertido Mundial de fútbol de 2022, posee dos armas de poder blando que deberían envidiar todos los aspirantes a la hegemonía del mundo islámico

​El pequeño influyente

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La muerte de Qasem Soleimani es el baño de realidad que Washington ofrece a Teherán. Dentro de una crisis crónica, Irán ve como sus medianos y frágiles tentáculos se enredan entre la conservación de la teocracia islámica y la restauración del Imperio persa.

Por su parte, Arabia Saudita continúa en su infructuosa guerra en Yemen al tiempo que mantiene una arriesgada competencia con Rusia por el precio del petróleo; en este contexto prepara su papel de anfitrión en la cumbre del G20 como oportunidad para limpiar su imagen.

En el tablero geopolítico musulmán la potencia chiita y el referente sunita pierden protagonismo en beneficio de la alianza entre Turquía y Catar, un vínculo que se sella con gas y se justifica ideológicamente por medio de los Hermanos Musulmanes.

Ante el bloqueo que sus vecinos del golfo le impusieron, Catar nutre sus supermercados con productos turcos al mismo ritmo que la base militar de uso conjunto en las afueras de Doha se llena de soldados turcos. Mientras tanto, Turquía no para de recibir inversiones y créditos cataríes.

De esta forma, Turquía se despereza de su espera europea y su pertenencia atlántica para irradiar reminiscencias otomanas que suelen intercalar buenas y malas noticias: el gasoducto TurkStream, el cual transfiere gas natural de Rusia a Europa, lo convierte en una pieza clave, pero Grecia, Chipre e Israel le dan una bofetada con la firma del acuerdo que proyecta abastecer a la Unión Europea con gas natural del Mediterráneo oriental mediante la construcción del gasoducto EastMed.

Otro actor importante es Egipto que, con la inauguración de la base militar de Berenice, la mayor de Oriente Medio, contesta a la base TURKSOM en las inmediaciones de Mogadiscio. Este frente abierto por Turquía en el Cuerno de África calienta el mar Rojo y hace más evidente que existen dos bloque rivales, el turco-catarí y el de Arabia Saudita, Egipto y Emiratos Árabes Unidos. Sin embargo, cada uno de estos países persigue su propio interés con la suficiente fortaleza para participar del juego que premia con el título de potencia regional; Irán es un ejemplo claro en este escenario que tanto conviene a Estados Unidos.

Así pues, los movimientos de estos grandes Estados musulmanes destinados a expandir su influencia se vuelven más transparentes y algo torpes: Arabia Saudita se empantana en Yemen, Irán se expone demasiado en Irak, y Turquía se empecina tanto en el caos sirio como en el libio.

En cambio, Catar, aun habiéndose convertido en el marginado de las monarquías del golfo por abusar de su autonomía, hace compensar su pequeño tamaño con su gran cantidad de gas natural para producir una practicidad más sofisticada que no esconde ese carácter extremadamente ambicioso traducido en injerencia. Los límites entre sus adversarios y sus aliados son muy borrosos, pues su relación con Irán no le impide mantener la más importante base aérea estadounidense en la región y participar en las acciones que lidera Estados Unidos para velar por el libre tránsito de petroleros en el golfo Pérsico.

Catar, mientras se prepara para ser el foco global con el controvertido Mundial de fútbol de 2022, posee dos armas de poder blando que deberían envidiar todos los aspirantes a la hegemonía del mundo islámico: la cadena televisiva Al Jazeera y la ONG Qatar Charity. Al Jazeera se ha alineado con la opinión árabe opuesta al intervencionismo turco en Siria, lo cual refleja que, como su gas, el minúsculo emirato pretende fluir por doquier sin ser claramente visible.

​El pequeño influyente

Catar, mientras se prepara para ser el foco global con el controvertido Mundial de fútbol de 2022, posee dos armas de poder blando que deberían envidiar todos los aspirantes a la hegemonía del mundo islámico
Augusto Manzanal Ciancaglini
martes, 31 de marzo de 2020, 13:21 h (CET)

La muerte de Qasem Soleimani es el baño de realidad que Washington ofrece a Teherán. Dentro de una crisis crónica, Irán ve como sus medianos y frágiles tentáculos se enredan entre la conservación de la teocracia islámica y la restauración del Imperio persa.

Por su parte, Arabia Saudita continúa en su infructuosa guerra en Yemen al tiempo que mantiene una arriesgada competencia con Rusia por el precio del petróleo; en este contexto prepara su papel de anfitrión en la cumbre del G20 como oportunidad para limpiar su imagen.

En el tablero geopolítico musulmán la potencia chiita y el referente sunita pierden protagonismo en beneficio de la alianza entre Turquía y Catar, un vínculo que se sella con gas y se justifica ideológicamente por medio de los Hermanos Musulmanes.

Ante el bloqueo que sus vecinos del golfo le impusieron, Catar nutre sus supermercados con productos turcos al mismo ritmo que la base militar de uso conjunto en las afueras de Doha se llena de soldados turcos. Mientras tanto, Turquía no para de recibir inversiones y créditos cataríes.

De esta forma, Turquía se despereza de su espera europea y su pertenencia atlántica para irradiar reminiscencias otomanas que suelen intercalar buenas y malas noticias: el gasoducto TurkStream, el cual transfiere gas natural de Rusia a Europa, lo convierte en una pieza clave, pero Grecia, Chipre e Israel le dan una bofetada con la firma del acuerdo que proyecta abastecer a la Unión Europea con gas natural del Mediterráneo oriental mediante la construcción del gasoducto EastMed.

Otro actor importante es Egipto que, con la inauguración de la base militar de Berenice, la mayor de Oriente Medio, contesta a la base TURKSOM en las inmediaciones de Mogadiscio. Este frente abierto por Turquía en el Cuerno de África calienta el mar Rojo y hace más evidente que existen dos bloque rivales, el turco-catarí y el de Arabia Saudita, Egipto y Emiratos Árabes Unidos. Sin embargo, cada uno de estos países persigue su propio interés con la suficiente fortaleza para participar del juego que premia con el título de potencia regional; Irán es un ejemplo claro en este escenario que tanto conviene a Estados Unidos.

Así pues, los movimientos de estos grandes Estados musulmanes destinados a expandir su influencia se vuelven más transparentes y algo torpes: Arabia Saudita se empantana en Yemen, Irán se expone demasiado en Irak, y Turquía se empecina tanto en el caos sirio como en el libio.

En cambio, Catar, aun habiéndose convertido en el marginado de las monarquías del golfo por abusar de su autonomía, hace compensar su pequeño tamaño con su gran cantidad de gas natural para producir una practicidad más sofisticada que no esconde ese carácter extremadamente ambicioso traducido en injerencia. Los límites entre sus adversarios y sus aliados son muy borrosos, pues su relación con Irán no le impide mantener la más importante base aérea estadounidense en la región y participar en las acciones que lidera Estados Unidos para velar por el libre tránsito de petroleros en el golfo Pérsico.

Catar, mientras se prepara para ser el foco global con el controvertido Mundial de fútbol de 2022, posee dos armas de poder blando que deberían envidiar todos los aspirantes a la hegemonía del mundo islámico: la cadena televisiva Al Jazeera y la ONG Qatar Charity. Al Jazeera se ha alineado con la opinión árabe opuesta al intervencionismo turco en Siria, lo cual refleja que, como su gas, el minúsculo emirato pretende fluir por doquier sin ser claramente visible.

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