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Ante el resurgir de movimientos populistas

La revolución de las comunicaciones ha asestado un golpe fatal a los sistemas representativos tradicionales
José Carlos García Fajardo
jueves, 10 de julio de 2014, 23:14 h (CET)
La revista Foreign Policy decidió consultar a 17 expertos para que reflexionasen sobre ideas, valores e instituciones que se consideran inmutables y casi eternas. En la visión de los partidos políticos se olvida que su existencia no sólo es relativamente reciente, sino que la experiencia nos los muestra como irrelevantes e innecesarios para la convivencia social. El ex presidente de Brasil, Fernando Enrique Cardoso, afirmaba que, aunque los partidos fueran cruciales para la vida política moderna porque constituyen la base del sistema democrático representativo desde finales del siglo XIX, cada vez son más desbordados por realidades sociales, grupos de presión económicos y financieros, medios de comunicación y el protagonismo cada vez mayor de agentes de la sociedad civil agrupados en organizaciones autónomas y transnacionales. ¿Qué partido tiene una fuerza superior a la de los gestores de los poderosos fondos de pensiones de los países más ricos?

Asistimos al resurgir de alternativas sociales que hacen pensar que esas poderosas máquinas políticas desaparezcan pronto. Los partidos han fundado sus programas en divisiones ideológicas y de estatus social, que cada vez son menos importantes. Aunque la conciencia de clase sigue contando, las identidades étnicas, culturales, religiosas y sexuales tienen ya prioridad y representan afiliaciones que recorren de forma transversal los límites entre los partidos tradicionales. ¿Qué significan hoy las etiquetas de izquierda y derecha? ¿Cómo va a sorprendernos que los ciudadanos confíen cada vez menos en los políticos y se aíslen en abstencionismos electorales como en las últimas elecciones al Parlamento europeo?

Muchos autores sostienen que los ciudadanos tienen múltiples intereses, distintos sentimientos de pertenencia e identidades superpuestas, pero millones de ciudadanos ya prestan atención a nuevas formas de comunicación y se preguntan cómo será el paso de la utopía ilusionante a formas de participación eficaces y justas. No a líderes carismáticos que podrían estar vendiendo humo aprovechando la indignación creciente ante la corrupción e inoperancia de los sistemas políticos que padecemos. La confusión reinante va camino de desvirtuar la misma esencia de la participación democrática. Hay una fatiga creciente respecto a las formas tradicionales de representación y la gente ya no confía en los dirigentes políticos, porque prefieren expresar sus intereses de manera directa o a través de grupos de presión, movimientos populares en manifestaciones y en las redes sociales.

La revolución de las comunicaciones ha asestado un golpe fatal a los sistemas representativos tradicionales, pues los ciudadanos saben que pueden prescindir de los partidos para influir en la política. Los debates televisados, las turbias finanzas de los partidos y la patente influencia de los grupos de presión llegan al colmo con la pretensión de no pocos políticos de creerse dueños de su escaño y saltar de un partido a otro según sus intereses.


Participar sigue siendo fundamental, pero para ello no son imprescindibles estas organizaciones y hoy muchos estados y gobiernos acuden a los referendos para solventar asuntos fundamentales. Ya nadie cree que la democracia se reduzca a votar cada cuatro años ni que los políticos puedan actuar con patente de corso una vez alcanzado el poder.

O se transforman los partidos políticos o serán más innecesarios a medida que pase el tiempo. En las sociedades educadas e industrializadas ya nadie acepta las divisiones ideológicas y de clase. En nuestros días, la sociedad civil dispone de otros medios para informarse y para hacer oír su voz. El riesgo estriba en que asistamos impasibles al desmoronamiento y desprestigio de los partidos políticos sin organizar instituciones nuevas, sugerentes y eficaces que llenen el vacío que ocasionaría su desaparición. Al fin y al cabo, la clave del sistema democrático de libertades reside en la supremacía de la Ley y en la participación eficaz de los ciudadanos.

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