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Etiquetas | Rey | Abdicación

Carta a la Jefatura del Estado

La abdicación podría ser un acierto o una maniobra desafortunada
Carlos Ortiz de Zárate
martes, 3 de junio de 2014, 07:15 h (CET)
Me hubiera gustado hacer llegar este mensaje a sus destinatarios, pero no he conseguido encontrar un canal más directo. Me sirvo de lo que tengo a mi alcance, con la esperanza de que llegue a su destino.

La abdicación sería un acierto si, como lo hiciera el Conde de Barcelona, el entorno del heredero tiene armado un proyecto de consenso con las fuerzas del nuevo régimen y por su parte, el abdicando dispone del mismo instrumento para lograr un consenso con los poderes del actual régimen. La jefatura del Estado obraría en esos supuestos con mucha más agilidad que los partidos del poder frente a la crisis de un sistema que se desmorona, como lo acreditan los escándalos, los resultados de las encuestas y de las elecciones y el alejamiento cada vez mayor de los ciudadanos y ciudadanas a las instituciones.

El nuevo monarca se situaría en el escenario de la actualidad y buscaría su puesto en las nuevas relaciones de poder, como lo hizo el conde de Barcelona. El sucesor, lógicamente, tiene que dar el paso que han dado los ciudadanos, cada vez más alejados de las instituciones, incluida la jefatura el Estado.

Me permito recordar a la última la gran responsabilidad que asume. Los ciudadanos estamos lamiéndonos las heridas de nuestras ilusiones perdidas y cada vez somos más conscientes de la urgencia de defender nuestros derechos.

También me permito recordar algunos Borbones: Enrique IV, los Orleans y no olvidemos a Don Juan o a Carlos Hugo de Borbón Parma, que, a mi juicio, dieron esos pasos, en sus respectivas épocas.

Finalmente, creo mi deber advertir la necesidad de tener en cuenta los errores cometidos en los casos mencionados; así, la dinastía Orleans, la del que se hacía llamar “rey de los franceses” fue arrasada por el bonapartismo.

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Hay noticias que rayan el insulto y el desprecio hacia quienes se dirigen. Que son asumidas como una verdad irrefutable y que en ese globo sonda enviado no tiene la menor respuesta indignada de quienes las reciben. El problema, por tanto, no es la noticia en sí, sino la palpable realidad de que han convertido al ciudadano en un tipo pusilánime. En un mendigo de migajas a quien los grandes poderes han decidido convertirle, toda su vida, en un esclavo del trabajo.

La sociedad española respira hoy un aire denso, cargado de indignación y desencanto. La sucesión de escándalos de corrupción que salpican al partido en el Gobierno, el PSOE, y a su propia estructura ejecutiva, investigados por la Guardia Civil, no son solo casos aislados como nos dicen los voceros autorizados. Son síntomas de una patología profunda que corroe la confianza ciudadana.

Frente a las amenazas del poder, siempre funcionaron los contrapesos. Hacen posible la libertad individual, que es la única real, aunque veces no seamos conscientes de la misma, pues se trata de una condición, como la salud, que solo se valora cuando se pierde. Los tiranos, o aspirantes a serlo, persiguen siempre el objetivo de concentrar todos los poderes. Para evitar que lo logren, están los contrapesos.

 
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