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El difunto Gabo murió un jueves santo, al igual que Úrsula Iguarán en 'Cien años de soledad'

Un funeral sin cadáver en el corazón de Macondo

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El difunto tiene quien le escriba. Alrededor de una urna transparente que representa el ataúd de Gabriel García Márquez, y que recoge en su parte delantera sus años de vida (“1927-2014”), los habitantes de Aracataca se acercan para introducir una nota con sus pensamientos. Es un momento de recogimiento y acercamiento para muchos. Una curiosidad para otros.


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El alcalde se demora en ello. Parece que estuviera en una conversación sincera con el escritor, que expresara sobre el papel todo lo que le genera este instante, lo que esto supone para el pueblo donde el premio Nobel hizo sus primeros pasos. Se concentra en la tarea como si fuera un examen final de universidad, quizás también motivado por la presencia desmedida de medios de comunicación.

¿Cómo iba a saber el alcalde que periodistas de medio mundo llegarían a este sepelio y superarían en número a los admiradores y vecinos que pueblan este lugar lleno de magia literaria? Era difícil de prever. ¿O no?.

Lo cierto es que el difunto murió un jueves santo. Al igual que Úrsula Iguarán en 'Cien años de soledad'. Pero, ¿Por qué morir un jueves? El mismo Gabo lo expresó en un artículo publicado en la sección “Punto y aparte” del Universal (Cartagena) en 1948. El jueves es un día cargado de misterio. “Un día híbrido. Una torrija del tiempo, sin sabor ni color, sin otra justificación que la de obligarnos a gastar un pedazo de vida que podríamos utilizar en cosas más útiles”.

A estas alturas, la conclusión más lógica es que es mejor morir otro día que el jueves. Seguramente pensaron lo mismo el alcalde y el equipo completo de la sección de cultura del municipio, desbordados por los acontecimientos, quienes ahora se ven comprometidos –quizás a su pesar– en un acto de tamaño universal. Los ojos del mundo entero vienen a encontrarse con un pueblo infinitamente pequeño que trata, con evidente dificultad, de homenajear a un hombre desmedidamente grande.

“La gran parte del personal estaba de vacaciones”, comenta Rafael Darío Jiménez. Un poeta de la tierra, residente en Santa Marta, que llegó pocas horas antes del sepelio para participar en el homenaje. En su voz resuena una mescolanza de indignación y complacencia. No es sencillo hablar de proyectos y políticas culturales en la cuna de un Nobel. “La cultura viene de último”, expresa en voz baja. Su prudencia revela su admiración por el gran Gabo y su deseo de que algo mejore.

Gabriel García Márquez no deja de ser ese muchacho que pasó sus primeros siete años en Aracataca y terminó creciendo demasiado. Lo hizo de tal forma que se convirtió en un fenómeno imposible de administrar. Tan difícil que una gran parte del pueblo sólo espera que caigan los frutos maduros producidos por Gabriel García Márquez para vivir mejor y más a gusto.

“Aquí mucha gente no lo quiere –expresa el poeta Jorge Esquivel–. Y eso es por envidia, porque esperaban algo de él”. El poeta originario de Bogotá dice que no asistirá al sepelio, eso le produce demasiada tristeza, sin embargo, se mantiene cerca de los periodistas, divaga de un lado a otro de la Casa-museo en memoria a Gabriel García Márquez repartiendo algunos de sus poemas con el firme propósito de vivir de sus creaciones y de ganar algo de reconocimiento.

“Llevo 4 años aquí y ahora busco cómo irme”, expresa Jorge Esquivel con una sonrisa irónica. El sarcasmo parece ser una de sus especialidades, lo maneja con buen humor, dispuesto a discutir y revelar todo lo que oculta el pueblo cataqueño. “Me atrapó Aracataca, pero no Macondo”, dice él con tono de elegante inconformidad.


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Frente a la urna transparente donde residen los restos imaginarios del premio Nobel, los representantes de la administración local y otros personajes de la Cultura se rotan para expresar sus últimas palabras de despedida. Les toca alzar la voz y gritar hasta que las venas se marquen en sus gargantas. La falta de tarima y sonido -¿Quién era el responsable de este tema?– los obliga a competir con la melodía de unos acordeones que, del otro lado de la calle, reconstruyen un tributo con música vallenata. “Gabo no nos va a sacar de acá. Eso lo tenemos que hacer nosotros mismos. Y con el compromiso de todos”.

“No es desorden, es espontaneidad”, comenta un hombre que observa la escena con una sonrisa indeleble. Su esfuerzo por escuchar lo que dice el secretario de Cultura se alterna habilidosamente con sus maniobras de equilibristas para no mojarse en un inmenso charco de agua que circunda el lugar del homenaje.

Nadie se esperaba el aguacero que asoló el pueblo de Aracataca pocas horas antes del sepelio. No había llovido en los últimos dos meses, y por ese motivo, el calor se hacía tan notable y pegajoso.

En el restaurante “El patio mágico de Gabo y Leo Matiz”, la dueña se lamenta sobre lo sucedido: “Qué pena con ustedes, no esperábamos esta lluvia”. Dilia Zoraida lleva un año con el negocio, todavía busca la forma de sostenerse con un turismo incipiente, y en ese contexto, hace todo lo imaginable para seducir a los periodistas y visitantes.

En el patio, se esmeró en colocar un altar con una máquina de escribir antigua para que todos los comensales la vieran y sintieran el calor imborrable de la fantasía literaria. Debajo, la bandera española hace honor al idioma que el Nobel ensalzó con una pasión única, mientras que en otra esquina los artículos periodísticos retratan a un Gabo cercano, sonriente y genial en todas sus facetas.

El ambiente es jovial y sencillo. Los olores de los muslos de pollo, del arroz con verduras y los patacones se fusionan alegremente hasta que, de repente, el cielo se oscurece y amenaza con interrumpir definitivamente esta fiesta reservada al Gran hombre local.

En el interior del restaurante, esperando el fin de las lluvias torrenciales, Dilia se queda aturdida. Se siente culpable por algo que no acaba de entender. “Nunca antes había llovido así. A partir de ahora, puedo decir que el aguacero me destruyó todo lo que tenía para mostrar a los periodistas. ¡Esto sí es realismo mágico!”.

Algunos periodistas la consuelan. “Llovió en homenaje a Gabo”, comenta uno. “Esto tiene su significado. Es la despedida del patriarca”, añade el poeta Rafael Darío Jiménez en un momento en que los quejidos del cielo se apaciguan. ¿Habrá sepelio en homenaje al creador Macondo? Todo es duda y vacilación. Los espíritus de esta tierra cálida se confabulan, se retan y juegan, como si de una partida de naipes se tratara, con los nervios de los visitantes.

“Es la primera vez que se muere el premio Nobel”, explica la reportera de RCN La Radio, Herlency Gutiérrez, para ilustrar la situación de improvisación y sorpresa que vive el municipio. Su expresión reviste un tono de humor y preocupación, ser corresponsal de una de las mayores emisoras del país en la cuna de Gabo impone muchas obligaciones, tiene que encontrar ininterrumpidamente nuevos testimonios de personas que han conocido al escritor. El tiempo apremia y, sin embargo, la realidad la obliga a relativizar: no todos los días fallece un Rey de las letras, y menos en un pueblito de poco más de 30.000 habitantes.

Finalmente, el cortejo oficial se prepara para salir con la urna de cristal y recorrer una gran parte del municipio. El color amarillo de las mariposas de Cien años de soledad se ha impuesto paulatinamente al igual que otros grupos de ciudadanos salidos de la nada, fundaciones y organismos sociales con pancartas hechas a mano, jóvenes artistas con sus retratos de Gabo. El arrullo de la música vallenata ha caldeado el ambiente de tal forma que algunos se han atrevido a sacar la botellita de ron y “mamarse una serie de tragos”. El sepelio está cogiendo forma. Cuatro policías alzan la urna, se abren camino en la muchedumbre y marcan el ritmo de la ceremonia. Aunque sólo contenga cartas y breves anotaciones –la carta del alcalde puede ser la más larga de todas–, la caja de cristal pesa más que un muerto. Al lado y detrás de los restos fúnebres, el alcalde camina con paso lento, siempre solemne. El blanco de su guayabera y de todas las personas que lo rodean aporta una nota de estilo a este momento irrepetible. Adelante y atrás, los habitantes se rozan, se entrechocan, buscan un espacio para avanzar y seguir al fantasma de un escritor que cambió para siempre el alma de este pueblo.

En cada esquina, escritores y profesores se detienen para leer en voz alta un pasaje de la obra maestra del Nobel. Es una breve pausa en medio de los vendedores de camisetas de la selección colombiana de futbol con el rostro impreso de Gabo. Un momento inesperado, que da vida y carácter a un homenaje que parecía empantanarse en sus oscuridades. De repente, el gentío se anima. Los periodistas ven en estas manifestaciones la emoción que andaban buscando. El pueblo se despierta, exterioriza su alegría, la poesía florece, y las palabras del escritor se acaparan de todo.

“¡Gabriel García Márquez hizo todo lo que podía y más. Ahora todos tenemos que trabajar y comprometernos!”, exclama un intelectual tras la lectura de una párrafo de Cien años de soledad. Los aplausos lo persiguen, el cortejo reanuda la marcha y los visitantes ya están pendientes de la próxima parada. Será otro instante para apreciar los sentimientos, el verbo y los ademanes de una persona encargada de la lectura.

Poco antes del atardecer, la urna penetra en la iglesia del pueblo. La emoción ha llegado a su más alto nivel y las trompetas resuenan con contundencia, marcando así la entrada en el templo. Lo que sigue es exclusivamente de Dios. Una reconciliación entre el cielo y Macondo, después de un diluvio redentor y un vía crucis –o vía “centum annus”- por el pueblo abarrotado.

Tras el sepelio, la ciudad recobra la tranquilidad. Los cortes de luz y de agua ayudan al regreso de esa paz que exige el duelo. Mientras tanto, en el interior de su casa -convertida circunstancialmente en hostal–, la ex-alcaldesa Yolanda Marcos de Saade se alegra del resultado. Sin lugar a dudas, el evento superó sus expectativas. Su sonrisa en su semblante divulga su profundo enamoramiento con la obra de Gabriel García Márquez. Ella, gestora del homenaje realizado a Gabo a mediados de los años 80, se emociona con todo lo que ayude a consolidar la posición de Macondo en el mundo.

“Fue un sepelio muy simbólico –expresa sonriente–. Menos mal no se les ocurrió llevar un cajón de verdad a la iglesia… ¡Le hubiera dado un infarto al Padre!”.

Un funeral sin cadáver en el corazón de Macondo

El difunto Gabo murió un jueves santo, al igual que Úrsula Iguarán en 'Cien años de soledad'
Johari Gautier Carmona
viernes, 25 de abril de 2014, 06:33 h (CET)
El difunto tiene quien le escriba. Alrededor de una urna transparente que representa el ataúd de Gabriel García Márquez, y que recoge en su parte delantera sus años de vida (“1927-2014”), los habitantes de Aracataca se acercan para introducir una nota con sus pensamientos. Es un momento de recogimiento y acercamiento para muchos. Una curiosidad para otros.


gautier1
El alcalde se demora en ello. Parece que estuviera en una conversación sincera con el escritor, que expresara sobre el papel todo lo que le genera este instante, lo que esto supone para el pueblo donde el premio Nobel hizo sus primeros pasos. Se concentra en la tarea como si fuera un examen final de universidad, quizás también motivado por la presencia desmedida de medios de comunicación.

¿Cómo iba a saber el alcalde que periodistas de medio mundo llegarían a este sepelio y superarían en número a los admiradores y vecinos que pueblan este lugar lleno de magia literaria? Era difícil de prever. ¿O no?.

Lo cierto es que el difunto murió un jueves santo. Al igual que Úrsula Iguarán en 'Cien años de soledad'. Pero, ¿Por qué morir un jueves? El mismo Gabo lo expresó en un artículo publicado en la sección “Punto y aparte” del Universal (Cartagena) en 1948. El jueves es un día cargado de misterio. “Un día híbrido. Una torrija del tiempo, sin sabor ni color, sin otra justificación que la de obligarnos a gastar un pedazo de vida que podríamos utilizar en cosas más útiles”.

A estas alturas, la conclusión más lógica es que es mejor morir otro día que el jueves. Seguramente pensaron lo mismo el alcalde y el equipo completo de la sección de cultura del municipio, desbordados por los acontecimientos, quienes ahora se ven comprometidos –quizás a su pesar– en un acto de tamaño universal. Los ojos del mundo entero vienen a encontrarse con un pueblo infinitamente pequeño que trata, con evidente dificultad, de homenajear a un hombre desmedidamente grande.

“La gran parte del personal estaba de vacaciones”, comenta Rafael Darío Jiménez. Un poeta de la tierra, residente en Santa Marta, que llegó pocas horas antes del sepelio para participar en el homenaje. En su voz resuena una mescolanza de indignación y complacencia. No es sencillo hablar de proyectos y políticas culturales en la cuna de un Nobel. “La cultura viene de último”, expresa en voz baja. Su prudencia revela su admiración por el gran Gabo y su deseo de que algo mejore.

Gabriel García Márquez no deja de ser ese muchacho que pasó sus primeros siete años en Aracataca y terminó creciendo demasiado. Lo hizo de tal forma que se convirtió en un fenómeno imposible de administrar. Tan difícil que una gran parte del pueblo sólo espera que caigan los frutos maduros producidos por Gabriel García Márquez para vivir mejor y más a gusto.

“Aquí mucha gente no lo quiere –expresa el poeta Jorge Esquivel–. Y eso es por envidia, porque esperaban algo de él”. El poeta originario de Bogotá dice que no asistirá al sepelio, eso le produce demasiada tristeza, sin embargo, se mantiene cerca de los periodistas, divaga de un lado a otro de la Casa-museo en memoria a Gabriel García Márquez repartiendo algunos de sus poemas con el firme propósito de vivir de sus creaciones y de ganar algo de reconocimiento.

“Llevo 4 años aquí y ahora busco cómo irme”, expresa Jorge Esquivel con una sonrisa irónica. El sarcasmo parece ser una de sus especialidades, lo maneja con buen humor, dispuesto a discutir y revelar todo lo que oculta el pueblo cataqueño. “Me atrapó Aracataca, pero no Macondo”, dice él con tono de elegante inconformidad.


gautier3
Frente a la urna transparente donde residen los restos imaginarios del premio Nobel, los representantes de la administración local y otros personajes de la Cultura se rotan para expresar sus últimas palabras de despedida. Les toca alzar la voz y gritar hasta que las venas se marquen en sus gargantas. La falta de tarima y sonido -¿Quién era el responsable de este tema?– los obliga a competir con la melodía de unos acordeones que, del otro lado de la calle, reconstruyen un tributo con música vallenata. “Gabo no nos va a sacar de acá. Eso lo tenemos que hacer nosotros mismos. Y con el compromiso de todos”.

“No es desorden, es espontaneidad”, comenta un hombre que observa la escena con una sonrisa indeleble. Su esfuerzo por escuchar lo que dice el secretario de Cultura se alterna habilidosamente con sus maniobras de equilibristas para no mojarse en un inmenso charco de agua que circunda el lugar del homenaje.

Nadie se esperaba el aguacero que asoló el pueblo de Aracataca pocas horas antes del sepelio. No había llovido en los últimos dos meses, y por ese motivo, el calor se hacía tan notable y pegajoso.

En el restaurante “El patio mágico de Gabo y Leo Matiz”, la dueña se lamenta sobre lo sucedido: “Qué pena con ustedes, no esperábamos esta lluvia”. Dilia Zoraida lleva un año con el negocio, todavía busca la forma de sostenerse con un turismo incipiente, y en ese contexto, hace todo lo imaginable para seducir a los periodistas y visitantes.

En el patio, se esmeró en colocar un altar con una máquina de escribir antigua para que todos los comensales la vieran y sintieran el calor imborrable de la fantasía literaria. Debajo, la bandera española hace honor al idioma que el Nobel ensalzó con una pasión única, mientras que en otra esquina los artículos periodísticos retratan a un Gabo cercano, sonriente y genial en todas sus facetas.

El ambiente es jovial y sencillo. Los olores de los muslos de pollo, del arroz con verduras y los patacones se fusionan alegremente hasta que, de repente, el cielo se oscurece y amenaza con interrumpir definitivamente esta fiesta reservada al Gran hombre local.

En el interior del restaurante, esperando el fin de las lluvias torrenciales, Dilia se queda aturdida. Se siente culpable por algo que no acaba de entender. “Nunca antes había llovido así. A partir de ahora, puedo decir que el aguacero me destruyó todo lo que tenía para mostrar a los periodistas. ¡Esto sí es realismo mágico!”.

Algunos periodistas la consuelan. “Llovió en homenaje a Gabo”, comenta uno. “Esto tiene su significado. Es la despedida del patriarca”, añade el poeta Rafael Darío Jiménez en un momento en que los quejidos del cielo se apaciguan. ¿Habrá sepelio en homenaje al creador Macondo? Todo es duda y vacilación. Los espíritus de esta tierra cálida se confabulan, se retan y juegan, como si de una partida de naipes se tratara, con los nervios de los visitantes.

“Es la primera vez que se muere el premio Nobel”, explica la reportera de RCN La Radio, Herlency Gutiérrez, para ilustrar la situación de improvisación y sorpresa que vive el municipio. Su expresión reviste un tono de humor y preocupación, ser corresponsal de una de las mayores emisoras del país en la cuna de Gabo impone muchas obligaciones, tiene que encontrar ininterrumpidamente nuevos testimonios de personas que han conocido al escritor. El tiempo apremia y, sin embargo, la realidad la obliga a relativizar: no todos los días fallece un Rey de las letras, y menos en un pueblito de poco más de 30.000 habitantes.

Finalmente, el cortejo oficial se prepara para salir con la urna de cristal y recorrer una gran parte del municipio. El color amarillo de las mariposas de Cien años de soledad se ha impuesto paulatinamente al igual que otros grupos de ciudadanos salidos de la nada, fundaciones y organismos sociales con pancartas hechas a mano, jóvenes artistas con sus retratos de Gabo. El arrullo de la música vallenata ha caldeado el ambiente de tal forma que algunos se han atrevido a sacar la botellita de ron y “mamarse una serie de tragos”. El sepelio está cogiendo forma. Cuatro policías alzan la urna, se abren camino en la muchedumbre y marcan el ritmo de la ceremonia. Aunque sólo contenga cartas y breves anotaciones –la carta del alcalde puede ser la más larga de todas–, la caja de cristal pesa más que un muerto. Al lado y detrás de los restos fúnebres, el alcalde camina con paso lento, siempre solemne. El blanco de su guayabera y de todas las personas que lo rodean aporta una nota de estilo a este momento irrepetible. Adelante y atrás, los habitantes se rozan, se entrechocan, buscan un espacio para avanzar y seguir al fantasma de un escritor que cambió para siempre el alma de este pueblo.

En cada esquina, escritores y profesores se detienen para leer en voz alta un pasaje de la obra maestra del Nobel. Es una breve pausa en medio de los vendedores de camisetas de la selección colombiana de futbol con el rostro impreso de Gabo. Un momento inesperado, que da vida y carácter a un homenaje que parecía empantanarse en sus oscuridades. De repente, el gentío se anima. Los periodistas ven en estas manifestaciones la emoción que andaban buscando. El pueblo se despierta, exterioriza su alegría, la poesía florece, y las palabras del escritor se acaparan de todo.

“¡Gabriel García Márquez hizo todo lo que podía y más. Ahora todos tenemos que trabajar y comprometernos!”, exclama un intelectual tras la lectura de una párrafo de Cien años de soledad. Los aplausos lo persiguen, el cortejo reanuda la marcha y los visitantes ya están pendientes de la próxima parada. Será otro instante para apreciar los sentimientos, el verbo y los ademanes de una persona encargada de la lectura.

Poco antes del atardecer, la urna penetra en la iglesia del pueblo. La emoción ha llegado a su más alto nivel y las trompetas resuenan con contundencia, marcando así la entrada en el templo. Lo que sigue es exclusivamente de Dios. Una reconciliación entre el cielo y Macondo, después de un diluvio redentor y un vía crucis –o vía “centum annus”- por el pueblo abarrotado.

Tras el sepelio, la ciudad recobra la tranquilidad. Los cortes de luz y de agua ayudan al regreso de esa paz que exige el duelo. Mientras tanto, en el interior de su casa -convertida circunstancialmente en hostal–, la ex-alcaldesa Yolanda Marcos de Saade se alegra del resultado. Sin lugar a dudas, el evento superó sus expectativas. Su sonrisa en su semblante divulga su profundo enamoramiento con la obra de Gabriel García Márquez. Ella, gestora del homenaje realizado a Gabo a mediados de los años 80, se emociona con todo lo que ayude a consolidar la posición de Macondo en el mundo.

“Fue un sepelio muy simbólico –expresa sonriente–. Menos mal no se les ocurrió llevar un cajón de verdad a la iglesia… ¡Le hubiera dado un infarto al Padre!”.

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