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Políticos sin rumbo

La globalización no pretende conquistar los países, como durante las colonizaciones disfrazadas de evangelización, civilización y apertura, sino hacerse con los mercados porque éstos votan todos los días y no los políticos
José Carlos García Fajardo
jueves, 23 de enero de 2014, 07:49 h (CET)
La globalización es la característica de la etapa histórica inaugurada por la caída del muro de Berlín, en 1989, y por el desmembramiento de la URSS, en 1991. Y cuando esperábamos que los ingentes recursos destinados a las organizaciones militares puestas en pié desde la década de los cincuenta, se destinaran a la construcción de una paz social justa y solidaria, asistimos al incremento astronómico de los gastos de armamento. Tan sólo en Estados Unidos, el presupuesto militar se acerca al 5% de su PIB, a casi 650 000 millones de dólares. Una cantidad que cubriría las necesidades básicas de los seres humanos: se erradicarían el hambre y las enfermedades endémicas, se daría educación básica a todas las poblaciones, se cuidarían las aguas como fuente de vida y al medio ambiente, y sobre todo, se podría garantizar la salud reproductiva de las mujeres en un planeta que, tan sólo en un siglo, ha multiplicado por siete una población desbocada en una loca carrera hacia la muerte: de 1,200 millones de personas, en 1914, se pasó a 6.000 millones, en 1991; y ya hemos alcanzado los 7.000 millones.

Gritan los pobres de la Tierra ante la avalancha de la globalización. Ésta consiste en la interdependencia de las economías de numerosos países, sobre todo del sector financiero, que ya controla la economía para que ésta decida las grandes líneas de la política internacional, y actúe con despotismo en las políticas nacionales de los países más desfavorecidos. Los poderosos no vacilan en denunciar, y aún de organizar, conspiraciones terroristas, armamentos de destrucción masiva, ingenios nucleares y bombas bacteriológicas y químicas que antes contribuyeron a fabricar, a cambio de materias primas y mano de obra explotada de forma inhumana.

Desde siempre, la apetencia de las riquezas de un país o de una zona del planeta, movió a las potencias del momento a inventar peligros y agresiones, imaginadas o promovidas por sus agentes, para escenificar guerras en nombre de la religión, de la civilización, de las pretendidas fronteras naturales, o de la siniestra doctrina del “espacio vital”. La historia de la humanidad viene marcada, no por los logros científicos, técnicos, sociales o artísticos, sino por las batallas, cambios de dinastías o conquistas de pueblos inermes ante la prepotencia de los agresores que ignoraron todo derecho, despreciaron las culturas y sometieron a los pueblos. Así se estudia la historia desde hace siglos.

Cuando creíamos que nada nos quedaba por ver, hemos asistido, después del 11 de septiembre del 2001, a la guerra de agresión y de conquista del pueblo iraquí, pues el estado de Irak se reveló como una entelequia, en nombre de la llamada “guerra preventiva". A la cruenta invasión de Afganistán de donde al final tienen que retirarse quedando el poder real en manos de tribus y de clanes de la droga; a la disparatada política con Irán actuando al dictado de los halcones de Israel; y a la desastrosa falta de criterio en las carnicerías de Siria en donde permanecerá la oligarquía que no vaciló en utilizar armas químicas. Y todo esto sin saber mantener unos criterios democráticos, liberales y de decidida apuesta social en los países conmovidos por la primavera árabe. Mientras China emerge, Rusia se afirma en su manifiesto eslavismo, Brasil se emplea a fondo en su lucha contra el hambre, el resto de las economías emergentes padecen la falta de visión de los oscuros poderes económicos y financieros que imponen su diktat en el resto del mundo.

Los países más ricos destinan cerca de 252.000 millones de dólares anuales en subsidios agrícolas, cifra que supera por más de 100.000 millones a su ayuda para el desarrollo de los países más pobres a los que endosan sus excedentes de producción y arruinan sus tradicionales medios de vida.

Las ONG denuncian como inadmisible que los países más ricos graven con los más altos impuestos a los productos de los países más pobres cuyas economías de subsistencia se apoyan en el sector agropecuario.

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