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Mi dulce vecina y yo

Hace un año le pedí el favor de abrir la puerta de mi casa a un fontanero que venía a arreglarme la caldera
Pedro de Hoyos
jueves, 18 de abril de 2013, 07:33 h (CET)
Generalmente mi vecina era elegante y vanidosa, siempre excesivamente maquillada y demasiado perfumada. Sin embargo tenía la mirada más basta que jamás había visto. Era necesario ser muy valiente para mirarle directamente a los ojos. Ni siquiera sé de qué color eran, tal vez negros… muy oscuros en cualquier caso.

Era rubia, con una melena rizada que le caía a lo largo de la espalda. Tenía unos hombros demasiado anchos y unos brazos demasiado fuertes, siempre supuse que de más joven había practicado habitualmente la natación Pero aunque u aspecto en conjunto era desagradable y un poco amenazador ella era una gran persona. Si alguien tenía un problema ella era la primera en ofrecerse y preguntar en qué podía ayudar. De hecho hasta nos hicimos amigas, salimos varias veces de compras e incluso intercambiamos esos secretos íntimos que se cuentan las buenas amigas.

Hace un año le pedí el favor de abrir la puerta de mi casa a un fontanero que venía a arreglarme la caldera del agua caliente. Yo tenía que salir urgentemente a la estación a recoger a mi novio.

- Pero no llames a nadie, mujer, si mi marido te lo arregla en un periquete, es a eso a lo que se dedica –me dijo

¡Su marido…! Yo jamás había visto a ningún hombre salir o entrar de su casa…

- Bueno –acerté a decir- no me gustaría molestarle ni causarle trastorno

- No te preocupes, vete sin problemas, en menos de una hora ya lo tienes solucionado todo, verás.

Mi novio iba a llegar de un momento a otro, yo ya debía estar en la estación, no tenía tiempo de andar dudando, así que salí disparada a la estación. Cuando ya estaba llegando sonó mi teléfono: “Cariño, no tengas prisa, ha habido problemas y nos queda todavía una hora de camino”.

Volví a casa con algo de malhumor, subí los dos pisos sin ninguna prisa y nada más abrir la puerta me encontré con mi vecina que estaba arreglando la caldera. Llevaba pantalones cortos y una camiseta de tirantes. Sus brazos llenos de vello, sus piernas musculosas y sus asquerosamente visibles glúteos no me dejaron duda: la peluca rubia que descansaba sobre la lavadora era suya.

Él se echó a reír, yo me he enrolado en el ejército.

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